domingo, noviembre 08, 2015

El tiempo de las cerezas

Quizá he manifestado una suficiencia exagerada cuando he hablado de mi vida en páginas pasadas, más como dueña que como pareja de Felicia, más indiferente en el papel que en la realidad a las variadas contrariedades de la vida, agujeros negros, como suelo llamarles, por tratarse de puntos que absorben la luz de mi existencia sin devolver nada a cambio, sumideros imposibles de tapiar y que, en no pocos casos, crecen con glotonería insaciable alterando, si no mis ocupados días, sí algunas noches o atardeceres en que veo invadido mi carácter luminoso por largas sombras. No me refiero a las asperezas propias del día a día en que aquellos a los que el azar ha colocado a nuestro alrededor parecen destinados a obstaculizar cuanto proyecto tengamos en mente. En ese tipo de lides, ya se ve, suelo salirme con la mía, trátese de negocios, líos de faldas o afrentas más o menos ridículas como las que no pueden faltar a una burguesía pueblerina como la de Santa Teresa, tan aburrida y pagada de sí misma, tan doméstica y silvestre, que cree que tener mundo equivale a comprar vulgares enseres de plástico en los mall de Tucson. 
No. No me refiero a estas batallas baladíes que, con todo y serlas, me han dado el prestigio del que ahora gozo y la solidez desahogada que me permite esconderme lo mismo detrás de los estantes de mi librería que a diez mil kilómetros en la selva negra alemana. No. Los agujeros negros son las batallas definitivamente perdidas que a ninguna vida que se precie de serlo, por exitosa que sea, pueden faltarle. Perplejidades ante las cuáles no hay remedio retórico ni material posible. Amores ahogados en malentendidos antes de consumarse, amigos que dejaron de serlo por razones que de vez en cuando reexaminamos y seguimos encontrando inexplicables, pero sobre todo los muertos, los muertos que se ceban en la penumbra de nuestras noches, tanto si son de insomnio y conciencia viva, como si son de sueño o duermevela. Los muertos que tanto se parecen a quienes dejamos de ver aunque sepamos que siguen vivos y nos lleguen de vez en cuando noticias suyas: amantes que nos evitan sin que sepamos a ciencia cierta cuál es la razón y agravios reales o imaginarios que antiguos amigos nos hacen llegar por medio de terceros, distancias que a veces facilita la geografía y la pérdida de agendas, la aparición de gente nueva que nos sustituye o con la cual sustituimos. Y sin embargo no todos los muertos son los mismos ni iguales las ausencias. De ninguna manera.
Felicia no se mete porque sabe que me encolerizo cuando alguien trata de aconsejarme en relación con la muerte de mi hijo, un muchacho de su misma edad al que ella no conoció. Un accidente mortal, un tajo que ha creado el agujero negro más importante de mi vida, no sólo por imprevisible o ilógico, por violar la precedencia que imponía que fuesen los hijos los que enterraran a los padres y éstos a los abuelos, sino también porque ha clausurado una parte de mí que tiene que ver con la felicidad posible. No se me malentienda: jamás dejé de trabajar. Seguí con mis rutinas y aun con mis risas explosivas, con mis viajes y mis lecturas, con mi furia incontrolable para con la incompetencia o la mezquindad. No me he vuelto infeliz ni me siento autorizada a ello sólo porque ha ocurrido lo peor. Aun tuve capacidad para, meses después, conquistar a Felicia, ¿no? Hacerme de una hembra joven como mi hijo y apta para las mayores concupiscencias en la cama. La librería, aun durante el período en que colgó el moño negro sobre la puerta, siguió prosperando, sus números siempre mejores. Pero sólo yo intuía el revés de tanta fachada.
'Voy a ser mejor', pensé, 'a concentrarme sólo en lo esencial, en lo que importa; no volveré a perder el tiempo en estupideces'. Pensé que la muerte de mi hijo me ayudaría a poner una distancia insalvable y sana entre el mundo y mi persona, una distancia que no volvería a cruzar ningún impertinente para hacerme perder el precioso tiempo que podía emplear en mí misma o en mis escasos seres queridos (dispersos, bien es verdad, pero muy queridos). Que ganaría concentración por haber comprendido finalmente y de una manera espantosa, lo que importa y lo que no. Pero no fue así. Volví a invertir tiempo en imbéciles. Volví a ocupar mis energías en seres infames o ingratos o directamente idiotas. Volví a ser la que era y a crear tormentas en vasos de agua. A las primeras semanas en que lloré abundantemente abusando de la bebida, a la sensación de agravio de la que me sentía víctima desafiando mi ateísmo, no le siguió la serenidad de quien ha sido ungido por una experiencia demasiado poderosa. No. Le siguió el indiferente mundo con sus viejos personajes. Le seguimos los vivos y nuestros vicios y costumbres. Todo siguió igual. Imperturbable, distraído. Igual.
Cuando pienso en esto (las perras echadas al anochecer, Felicia tomando un baño largo mientras canturrea por lo bajo, yo con el rostro apoyado en las manos sentada a la mesa del jardín, mi libro cerrado), me consume la culpa dolorosa de no haber hecho mi vida más significativa tras su muerte, como si ésta no hubiese tenido el impacto necesario para hacerme mejor persona. Culpa, sí, aunque descrea de la posibilidad de que me esté viendo desde algún lugar y no me falten recursos intelectuales para neutralizarla. Quise fundar un premio que llevara su nombre. Repartir dinero entre los estudiantes de su facultad el día de su cumpleaños, en el tiempo de las cerezas. Preservar así su memoria. Pero los premiados no saben quién es ni les importa. Y a mí no me hace falta ningún premio para recordarlo. La necrología es una batalla perdida de antemano. Su ausencia, un agujero negro que no dejará de consumirme. 
Y él está del otro lado. Para siempre.

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