domingo, octubre 01, 2017

Ojos vidriosos

El hombre de ojos vidriosos en la barra de ese bar solitario de Santa Teresa donde rancheros entrados en años con canas mal pintadas, bigotes de putito y vientres hinchados paseaban con mujeres sospechosamente altas de cinturas mínimas y anchos hombros, me espetó:
¿Conoce Usted algo más patético? Siete años, ¿viera? Siete años de aguantar a estos pendejos..
—¿Disculpe? ¿cómo dice?
—Una escuela, ¿no? Lo normal. Uno dice: 'Es una universidad, ya no van a pasarme las mismas cosas', ¿verdad? Porque yo trabajé en secundaria y aún en primaria por algún tiempo. Pero esto es una universidad, la gente educada, los scholars que se dedican a elaborar sesudas disertaciones que presentan en no menos sesudos congresos, los científicos que publican sus resultados en sendas revistas donde son evaluados por pares, ¿eh? Pares: o sea que por cada uno de estos pendejos hay al menos otro igual, ¿qué le parece?
—Es maestro, supongo —le contesté al tiempo en que la rocola vomitaba una canción cuyo video reproducían simultáneamente todas las teles del lugar: viejas neumáticas abrazadas a un tipo enfundado en botas que se había gastado en maquillaje, bottox y depilación de cejas el equivalente de todos los gastos cosméticos del lugar.
—¡¿Qué?!
—¡Pregunto que si es maestro! —contesté al tiempo en que el hombre me tomaba del codo y me señalaba con la barbilla un rincón que prometía ser menos ruidoso que la barra. Nos dirigimos hacia allá —yo de mala gana, pues sólo había entrado al bar con la intención de matar quince minutos con una cerveza antes de salir con Pamela y ahora estaba escuchando a un resentido y tomamos asiento en una pequeña sala forrada en negro.
—Aquí estaremos mejor. ¿Qué me decía?
—Nada. Que me imagino que es maestro, eso es todo. 
—Mucho me temo que sí, amigo. Soy maestro. Pertenezco a esa caterva de gente extraviada que se quedó en la escuela para siempre, ese sector de gente mediocre que quiere hacer pasar por vocación lo que es sólo el resultado de su absoluta incompetencia para realizar cualquier actividad productiva. ¿Se imagina Usted a un dentista o a un plomero que quisieran cobrar como tales sólo por instruir verbalmente sobre cómo se hacen las cosas sin jamás hacerlas efectivamente?
—Me imagino que cuando un avión debe volar no bastan los pizarrones.
—¡Desde luego que no! Pero es que aquí es peor que eso, ¿sabe? Ni se imagina. Siete años desde que me contrataron aquí, no se imagina las cosas que he visto...
—Tengo poco tiempo, ¿sabe? Creo que... —pero no me dejó terminar cuando ya levantaba de nuevo su mirada turbia hacia mí haciendo acopio de fuerzas para continuar su discurso luego de darle una calada a un cigarrillo que nunca le vi encender...
—Aquí no existe ni siquiera eso, amigo, los maestros... —Hizo una mueca sonriendo como quien reconoce haber dicho una estupidez. —No existen los maestros, le digo. Lo he visto con mis propios ojos, ¿sabe? Son un puñado de gente de la peor calidad moral ávida de que les sigan pagando una miseria los dueños de ese negocio formidable llamado educación. ¡Qué noble tarea! ¿verdad? La educación. Que sirve para todo, sí señor. Para salir de la miseria (mentira). Para entender el mundo (mentira). Para ser mejores personas (¡permítame reír a carcajadas! ¡mentira!). ¿Qué diablos sino cinismo, estulticia y mezquindad van a aprender los que participan en esto en calidad de estudiantes si quienes se ponen al frente no entienden ni quieren entender nada? Esa gentuza merece que los dueños del negocio los trate como reses en un matadero: que les den y quiten cursos a voluntad, que les afeén la conducta por cualquier iniciativa que se aparte de la ortodoxia, que les celebren el día del maestro y los cumpleaños con comida barata a punto de echarse a perder y discursos cuyo carácter retrógrado los hermana con los que hubiera dado desde el púlpito cualquier sacerdote del siglo dieciséis...
—Pero entonces la culpa la tiene Usted, ¿no? ¿por qué trabaja en una escuela privada si no está de acuerdo con sus ideas?
—¿Quién habla de privada? ¡Es la escuela de gobierno de la que estoy hablando! Llevo siete años en la universidad pública comprendiendo con lentitud el hecho de que ésta también es un negocio, uno mucho peor que el de las instituciones de paga que declaran sus intenciones desde un comienzo y se atienen a sus propios recursos. Un negocio inmoral que roba al pueblo el poco dinero que tiene para repartir un pequeño porcentaje entre los maestros que lo mendigan y un botín mucho más jugoso entre los gerentes que lo han secuestrado. ¿Sabe lo que es tratar con esos hijos de puta? ¿Sabe lo que se siente pasar siete años de su vida fingiendo ser más idiota que ellos para que no tomen a mal los pequeños correctivos que a su ambición he opuesto? ¿Lo que se siente ver de frente a un animal a cargo que con grandes ojos de bovino y lenguaje de verdulería intenta reconvenirle sobre su conducta sin el menor asomo de cultura o vergüenza? ¿tiene idea de cómo se lidia con la hipocresía católica instalada al frente de los valores laicos? ¿cómo se sobrelleva la tradición patrimonialista que hace suponer a estos funcionarios que el bien público a su cargo es propiedad de ellos mientras están en funciones? ¿que pueden disponer de él a voluntad sin someterse jamás a examen y con el aplauso del rebaño de los ya referidos maestros que, adalides de nuestros usos y costumbres, aplauden resignadamente el adocenamiento mientras el cheque siga llegando cada quincena...?
—Suena mal —dije bebiéndome de un trago lo que me quedaba de cerveza. Me iba ya a despedir, pero como se me antojara fumarme un cigarrillo cometí el error de pedirle uno. 
—Claro, aquí tiene. ¿Le apetece un whisky? —me dijo al tiempo en que con la mano libre llamaba a un distraído mesero al que (¿vi bien?) uno de los rancheros tocaba en los genitales mientras la mujer que lo acompañaba reía lascivamente. 
—Verá, es que... —dije interrumpiéndome para que el cigarrillo no se me cayera de los labios.
—¡No se hable más! Dos whiskys por favor. Etiqueta negra, sí.
—Es que... Bueno, en fin, ¿qué decía?
—Si no ha convivido con maestros, al menos habrá tratado con los que le tocaron en la escuela, ¿no? Yo llevo siete años entre ellos... Siempre tienen hambre (nunca se le ocurra llevar comida a la escuela, la gente siempre tiene hambre), se la pasan hablando de los malos resultados de los estudiantes, no tienen otro objeto de conversación, son el mejor ejemplo de lo que significa ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio, burócratas presuntamente educados que se quejan imparablemente de que no se les regale más dinero a cambio de su holgazanería patológica, depredadores del erario que por supuesto se consideran distintos de los políticos de los que dependen y de los gerentes que los administran, como si fuesen una clase aparte cuando en realidad apenas suben un peldaño en el escalafón y ya putean miserablemente a los de abajo, reproduciendo y perfeccionando las marranadas de sus superiores, nunca como entre ellos tuvo mejor sentido la frase homo homini lupus... Pero mire, aquí está su whisky...
—Hombre, no debía... en fin, gracias... —dije al tiempo en que notaba un nervioso intercambio de miradas entre el mesero y el individuo de ojos vidriosos al que ya empezaba a urgirme dejar en aquel extraño bar en el que nunca había estado y en donde cada vez creía ver más cosas extrañas (¿qué era ese bulto entre las piernas de la aerodinámica mujer de uno de los vaqueros de broche en el cuello de la camisa? ¿a dónde dan esas puertas del fondo de donde viene un hombre fajándose la camisa?).
—La cuestión es... ¿quiere otro cigarrillo? vamos, hombre, ¡no sea tímido!... la cuestión es que ya era demasiado tiempo, ¿sabe? Siete años son muchos para soportar este ritmo de vida que insensiblemente lo vuelve a uno poco menos que un molusco, un tejido blando sin voluntad, un bagazo. Los años pasan y van ellos solos acomodando a las personas en los sitios que les corresponden, empujando poco a poco pero inexorablemente todo lo que no sirve a los márgenes, apartándolo, disminuyéndolo. Se engañan quienes creen que todo es cuestión de suerte y circunstancias. En absoluto, ¿sabe? Muchas cosas dependen de nosotros, pero ser maestro es algo que siempre ocurre por descarte, el resultado de una vida fracasada cuyo protagonista no tiene ninguna otra opción de hacerse obedecer o escuchar que la de someter a un público cautivo a sus estupideces. No hay nada más. Siete años en medio de esta piara que año con año y quincena tras quincena se llena la tripa en las tinas de mierda que a su disposición ponen los funcionarios, ya era demasiado, ¿verdad? Tuve que hacerlo, por supuesto. Lo comprende, ¿verdad?
Los whiskys se habían terminado y el hombre de los ojos vidriosos se había quedado frente a mí tratando de enfocarme tan bien como se lo permitía el alcohol que ya llevaba en las venas. (¿Un cunnilingus en aquel rincón? ¡Joder! Debería venir más seguido a este bar... Un momento: eso no es un clítoris). Quise ponerme de pie, pero me sentí súbitamente muy mareado. Me senté de nuevo y me pasé una mano por la cara. Otra que no era mía ya estaba sobre mi pierna derecha. Entonces, en vez de sorprenderme recordé lo último que este hombre había dicho y le interrogué rápidamente:
—¿Qué tuvo que hacer? ¿de qué habla? —articulé difícilmente encendiendo otro cigarrillo que tomé de su caja sin pedirle permiso.
—Vengarme, hombre, ¿qué va a ser? No me iba a ir nada más así de la escuela sin antes darles su merecido. Algo ejemplar.
—¿Qué hizo? —pregunté al tiempo en que él quitaba discretamente su mano de mi pierna y se la llevaba a la cara junto con la otra, suspirando como quien se decepciona de tener que dar una explicación demasiado larga y va resignándose a hacerlo.
—Mire, lo que hice fue que... ¿te puedo tutear? ¿cómo te llamas? —dijo al tiempo en que se sentaba a mi lado y me pasaba su brazo izquierdo por mi hombro y la mano derecha volvía a una de mis piernas. Quise pararme y no me respondieron las piernas. Incongruentemente me dispuse a contestar a su pregunta (no fuera a pensar que era un maleducado):
—Me llamo R...
Se encendieron las luces y se armó un alboroto tremendo. Unos policías entraron al bar repartiendo golpes y empezaron a llamar a voces a un individuo. Los rostros se volvieron hacia nosotros.
—¡Ahí está! —dijo uno que llevaba una especie de bozal que me recordó alguna película de ciencia ficción o un perro bravo. Se acercaron aventando muebles en medio de gritos de mujeres y hombres. De reojo vi al mesero que nos trajo los whiskys subirse lentamente los pantalones. Cuando al hombre de los ojos vidriosos lo tomaron del brazo, otro hizo lo mismo conmigo.
—¡Hey! Yo no estoy con este hombre, yo...
—Estás sentado con él. Vienes también arrestado.
—¡Pero yo no he hecho nada! Yo... —sentía un vértigo tremendo, ¿me habrían puesto algo en la bebida?
—Eres su cómplice, cabrón, no te hagas pendejo —dijo otro más con desparpajo.
—Yo estaba esperando a... ¿qué ha hecho este hombre? —pregunté.
Entonces reparé en que el individuo de los ojos vidriosos tenía media camisa y pantalón bañados en sangre; reía a carcajadas y mientras nos empujaban hacia afuera me gritó bien alto:
—¡Tenía que vengarme! Debiste ver la cara de esos cabrones, hijos de puta todos, ¡no podían creer que sus vidas estuvieran terminando de esa forma! Una cuchillada por aquí, otra por acá, qué alegría, qué frágil es la vida, cabrones, me lo vais a agradecer cuando saquen cuentas y digan: 'mira, nos ahorramos tantos parásitos menos; mira, ya puede usar este dinero en alguien moral, en alguien productivo; mira: una rata menos, un mediocre menos'... ya verás que...
—¡No vengo con este hombre! —grité por última vez al policía que me calló de pronto con un fuerte macanazo: "¡Cállate maricón!"
Pamela lleva veinte minutos esperando en el café de la esquina. Se levanta enfadada y, de vuelta a su casa, acepta subir al carro de un desconocido que le ofrece un aventón. 
Santa Teresa luce negra y destripada.

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