domingo, octubre 22, 2017

La soirée

A veces asistimos a reuniones con colegas de trabajo, digamos en un restaurante oriental que facilita la pretensión cosmopolita del sector más burgués y conservador de los reunidos (un sector que, empero, necesita saberse liberal y solidario, tolerante y progresista) convencidos desde un inicio del carácter emasculatorio del proceso al que acuden el jefe y su familia aquel atropellando el discurso y exigiendo el aplauso, éstos a salvo del contraste creyendo genuinamente que su patriarca es adorado, los empleados más adictos ciegos a su propio servilismo y amnésicos frente a la cadena de humillaciones a que sus esposas y jefe pronto sus propios hijos los someten todos los días con desparpajo, los más jóvenes y solteros pero ciudadanos que aspiran a la respetabilidad presentando a sus parejas y gastando comentarios de bien ensayado y predecible ingenio, los también jóvenes y solteros pero extranjeros chapurreando penosamente el idioma del país que los acoge mientras acatan con docilidad el rol de prueba material de la buena conciencia de los ciudadanos y de la enorme generosidad del jefe que les concede la gracia de ser utilizados. Un cuadro de Francis Bacon. Una piara de cerdos. Un pontífice consumido por gusanos que ensanchan su abierto hocico por el que salen gruñidos estentóreos, pestilencias sin pausa.
Exactamente como al bufón de las cortes europeas de fines del Medievo, a ese extranjero senior le es autorizada la ironía y la burla porque nada de lo que dice debe ser tomado en serio. Él puede criticar en medio de risas la condición de cornudo del profesor que tiene a una histérica imbécil por esposa. Él puede hacer bromas sobre la vida holgazana disfrazada de contemplativa de la esposa del jefe la Reina porque se entiende que él es el ridículo, no ellos. Él puede desde luego ¿pero quién no? cebarse en los jóvenes, extranjeros o no, que se ven así obligados a imitar a sus superiores en la risa aprobatoria o el silencio incómodo hacia la metralla de agudezas y denuestos. El jefe también, cómo no, en su magnanimidad de supremo juez, tolerará algunas invectivas picantes porque nada debe ser tomado en serio ni reflexionado ni mucho menos asumido; él, por encima de todos, tiene la oportunidad de replicar con o sin ingenio para ser inmediatamente celebrado; la razón última le asiste si le da por adoptar un tono serio lo mismo que la ocurrencia más graciosa si le da por superar al bufón en sus atribuciones humorísticas. El patriarca puede desviar la conversación hacia donde sea necesario, dejar argumentos sin contestar, reanudar los ya concluidos, es el dueño de la juguetería que hace callar o hablar a sus muñecos, decir cuándo terminan o empiezan los juegos y, como buen ciudadano en la decimonónica misión de civilizar nativos asiáticos o africanos, establecer cómo deben ser las cosas sólo para, con profundo desprecio y autosuficiencia, declarar nulas las posibilidades de que aquellos puedan alguna vez hacer bien lo que él ejecuta perfectamente.
Como en una película americana, la mesa debe rezumar diversidad. Contar con un negro o un homosexual, un asiático o un musulmán, un ateo o un comunista de librería. Ninguno de ellos, naturalmente, puede dominar la escena ni resultar demasiado vistoso, menos aún opacar al jefe que administra cuidadosamente cuánto de cada uno es requerido en aquel montaje. El homosexual ha de escandalizar lo justo para añadirle un tono pícaro a las conversaciones, como si la reunión fuese un platillo que requiriera de una especie de condimento en cantidades mínimas para que se sienta, sin llegar a escaldar. Los negros y amarillos han de asentir a todo y responder cortésmente al interés impostado y autocomplaciente de los ciudadanos por el clima y comida de sus países de origen, deben estar dispuestos en todo momento a dejarse aplastar por la estruendosa aplanadora del jefe que puede pasar cuando se le antoje por encima de cualquier matiz con un juicio lapidario. Las cosas son como ellos pero especialmente él dicen que son, tanto da si es sobre el propio país o historia, sobre el propio gusto u opinión. Han de ser aquiescentes porque para eso están aquí: para servir de comparsas en el cada vez más pronunciado delirio de quienes se habitúan demasiado rápido a no encontrar oposición a sus buenas intenciones.
El jefe cata el vino con un gesto pomposo y reparte a los que le quedan cerca, luego da instrucciones a los ciudadanos más alejados para que le imiten y repartan entre los invitados foráneos. Hubo un tiempo en que dimos por sentado que todo esto era verdadero y disfrutamos del buen vino y de los diversos sabores de nuestra nueva patria, en que nos alegramos de convivir con gente de orígenes diversos creyendo que ello nos haría mejores personas, respondimos preguntas cuidando la verdad y creyendo sinceramente que nuestras respuestas interesaban y podían ser comprendidas. A medida que el tiempo pasó y fue poco el necesario caímos en la cuenta de que era mentira; cuando pasó un poco más abandonamos nuestro interés en favor de una serie de opiniones inamovibles. Nunca más nos volvimos a preguntar sobre los ciudadanos ni sobre el país, dando por sentado que las cosas son como son y participando resignadamente de las soirées ocasionales a que nos sometían. Transcurrido todavía más tiempo nos dimos cuenta de que nosotros tampoco éramos capaces de prestarles más atención y que la superficialidad era el único terreno que podíamos compartir. Sólo los idiotas el extranjero senior o el gordo simpático podían pretender calentarse con aquellos fuegos fatuos. Sólo ellos en su narcisismo podrían despedirse insatisfechos a las afueras del restaurante, subirse el cierre de la gabardina hasta el cuello y avanzar incómodamente por entre las hojas caídas del otoño hacia sus respectivos aposentos las calles vacías de la madrugada, los ocasionales autos, los letreros en ese idioma elusivo para el que ya no tienen interés ni fuerzas pensando en lo poco que puede comunicarse a lo largo de una vida. Con ellos, los ajenos; pero también con los otros, los propios.
La luz de una lámpara se enciende sobre la mesita de noche y por toda comunicación un libro se queda abierto frente a unos párpados que se cierran. Hace media hora que el jefe ronca.

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