viernes, octubre 13, 2017

Hazebrouck

De los diez años que han pasado, ha vivido con él poco más de la mitad. Al principio de manera continua, luego de manera intermitente desde que decidió venir a Europa por estudios y luego por trabajo. No se adivina en el horizonte cuándo ha de volver —se ha fijado el límite de tres años, más por simetría que por sentido: lleva la mitad— ni qué hará a su regreso para continuar haciendo un trabajo para el que —ahora comprende— no está particularmente bien dotado. Examina sin mucho entusiasmo opciones en Praga y su ciudad natal, promesas vagas de trabajo malpagado que en el extranjero tienen el agravante de hacerlo pasar por una serie de trámites interminables. Como todos los otoños en el norte de Francia, aunado a los días lluviosos en que el fuerte viento obliga a entrecerrar los ojos, ha comenzado a hacer frío. No obstante, está animado al comprobar en el calendario que finalmente ha llegado la fecha y decide que ha de comprarle un regalo aunque no pueda dárselo hasta las próximas vacaciones de diciembre. La ventana de su habitación está llena de rocío y vapor: escribe sobre ella un corazón con el diez dentro.
Suele fantasear con las vacaciones, esos períodos en su ciudad natal en que, con el trabajo a miles de kilómetros de distancia, puede entregarse a recorrer librerías y tiendas de discos, a ver películas y visitar amigos, pero sobre todo a recorrer las calles —durante el día o la noche, según la casa quede libre en uno u otro horario— buscando a quien llevar a la cama. No faltan voluntarios de todas las edades y condiciones que, perturbados como él por una obsesión sexual omnipresente, acceden a subir al coche de un desconocido. Acumula historias de agitación que se le antojan fantásticas, expediciones que comienzan con una exitación tal que le hace temblar. Hace años, antes de salir por primera vez de aquella ciudad que ahora acaricia en sueños, superó cualquier incomodidad frente a la contradicción que suponía tener una pareja y entregarse a estos excursos, amparado en la pretensión de haber declarado desde un comienzo sus puntos de vista y haber contado con la anuencia del otro. Se engaña. Le ayuda a mantener la ilusión de consistencia el hecho de haberse ido al extranjero y haber pospuesto así la felicidad; su relación una promesa por cumplirse en el paraíso recuperado de dos que hacen el amor en una cocina sobre baldosas de barro. Nunca un ahora y aquí desde hace muchísimo tiempo, nunca el presente mientras los elementos —él lo sabe ya— crecen a su alrededor, cercándolo.
Es cómodo amar a distancia como se ama a dios o a los muertos que ya no pueden decepcionarnos. El amor se transfigura así en el culto a una idea, el cultivo de un pasado organizado en torno a una liturgia. Si bien dicho ritual no incluye desde hace años vivir el día a día del otro, menos aún desearlo con el mismo temblor de los excursos, sí exige celebrar fechas señaladas. De modo que sale por la tarde del laboratorio, después de comer, toma el tranvía hasta la estación de tren y de ahí viaja hasta Lille para recoger la renovación de su permiso de residencia, luego de lo cual recorre las calles del centro para comprar el regalo. No suele hacerlos. Detesta las tiendas. Entre aburrido y mosqueado mira los aparadores y huye de los empleados como de cualquier interacción innecesaria. Finalmente se decide por un saco que compra adivinando la talla y hace esfuerzos por soportar la obsequiosidad del dependiente que pregunta si es para regalo, si ha de añadir una corbata o una camisa, si ha de ser en efectivo o con tarjeta. Mientras siente envejecer deprisa en el extranjero, casi no folla, pues se le ve con sospecha y se le descarta enseguida por su acento o su ropa, su corte de pelo o su exoticidad. Él tampoco desea esos cuerpos blancos y blandos que parecen realizar todas sus actividades fríamente según riguroso libreto, alejados de toda perversión que no aparezca en el manual, sin morbo, sin una genuina sordidez. Este accidente le permite alimentar el mito de su fidelidad, pues sus apetitos se sacian prácticamente sólo en los breves episodios vacacionales, bien es verdad que no siempre con su pareja, bien es verdad que de forma un tanto aburrida cuando es con él. Pero se cumple el expediente de abrir las piernas y la paz que inunda la mente y el cuerpo después de eyacular pensando en los episodios realmente excitantes, los verdaderamente perversos, es casi tan grande como la comida caliente servida en la cama frente al televisor o los brindis de Navidad y Año Nuevo en medio de regalos. ¿A eso le llama amor? ¿Al saco que lleva en esta bolsa mientras examina libros en los cuatro pisos de Le Furet du Nord? ¿A los mensajes intercambiados todos los días? ¿Al futuro?
Son casi las siete de la noche y, una vez montado en el tren de vuelta a la residencia, anuncian un cambio y deben moverse al andén número once. Su francés ha mejorado tanto que incluso se lo explica a una nativa de cabellos rubios que no ha comprendido qué pasa. Se mueven todos, pero el andén once y el doce ocupan el mismo sitio, sólo uno desplazado respecto al otro. Monta en el tren equivocado y se interna en la noche de octubre por los campos de Flandes en vez de los del Hainaut. Se aleja de su destino leyendo tranquilamente las últimas páginas de Les trois mousquetaires, orgulloso de hacerlo en francés. Cuando cruza la estación de Armentières percibe una primera incongruencia: no recuerda haber visto una estación así en la ruta usual, pero sí reconoce el nombre precisamente del libro que trae entre manos. Pero ello quedaba en el camino a Inglaterra. Entonces comprende que el tren se dirige hacia Dunquerque y se levanta alarmado del asiento para buscar al revisor del tren, quien examina los próximos horarios para regresar a Lille y de ahí a su destino en el Hainaut. 'Debe bajar en Hazebrouck y esperar el tren que vendrá en dirección opuesta dentro de una hora y veinte minutos'. En la estación no hay apenas nadie: los que ahí bajaron rápidamente desaparecen del andén: un chico que besa en las mejillas a su padre, una mujer enfundada en un abrigo negro con las piernas firmes descubiertas, un individuo con bufanda que apenas descender enciende un cigarrillo y se aleja haciendo sonar los tacones de sus delgados zapatos contra el pavimento. ¿Es este contratiempo una analogía de su vida? ¿Un creer ir hacia un lugar y terminar en otro? No piensa en ello, consumido por el hambre y maldiciendo vivir en un país cuyas escasas tiendas cierran a las siete de la noche, las calles desiertas desde que llega esa hora como si todos los habitantes estuvieran no sólo dentro de sus casas, sino de sus tumbas. El guardia de turno le informa que no debió comprar un billete de vuelta a Lille, pues estaba ahí como consecuencia de un error y habría bastado con que él le sellara los que ya llevaba. Vuelve a Lille hacia las diez y el servicio de tren al Hainaut es reemplazado por un autobús que sale cuarenta minutos después. De la estación de tren, a la que llega pasada la medianoche, debe andar a pie hasta la residencia a donde llega hacia a la una de la mañana. Cena y se acuesta a las dos. Aún es la fecha del aniversario en México. Siete horas más de liturgia. De adoración, de anhelo, de sublimación. Luego, antes de dormir o quizá mañana por la mañana, se masturbe pensando en las vacaciones.
Y así muchos años.

4 comentarios:

yanmaneee dijo...

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