sábado, marzo 12, 2016

Libertad en el cajón

Parece que el sector más educado del mundo cultiva la idea de que los Estados Unidos es un país inculto y vulgar, que ha conseguido su riqueza por la fuerza bruta del capitalismo más agresivo; que los norteamericanos son pragmáticos, eficaces en la consecución de objetivos concretos, alejados de la vida contemplativa; que mantienen una estrecha relación con la ciencia sólo por las ventajas tecnológicas que reporta, pero no porque estén casados con sus principios, aquélla tan sujeta como el resto de las cosas a la ley de la oferta y la demanda; que el confort y la riqueza conseguidos en medio de un analfabetismo cultural generalizado han vuelto irresponsables a las generaciones más recientes, produciendo fenómenos regresivos en relación con las libertades alcanzadas en el pasado. ¿Ha conocido la libertad en los Estados Unidos mejores días? ¿Cómo se mide su salud? ¿Cómo se compara con la de otros sitios?
En las clases medias y altas de países subdesarrollados como México o Brasil, prevalece la convicción de que, a pesar de sus profundas diferencias sociales, el tamaño y recursos de sus países los dejan a escasa distancia de los del primer mundo. Como si todo fuese un asunto material, la cuestión de la libertad, como muchas otras más o menos abstractas, se mira de soslayo. No tratándose de regímenes totalitarios, se da por sentado que la libertad existe sólo porque la hay de carácter civil o porque circulan periódicos de escasa distribución y bromas acotadas e ineficaces sobre los políticos. La incapacidad del Estado para garantizar la seguridad de los periodistas se considera un caso aislado en burbujas geográficas (sierras, zonas remotas) o temáticas (narcotráfico, delincuencia organizada); la falta de acidez de caricaturistas y críticos para con asuntos más amplios que el de la política no se ve con sospecha porque al fin y al cabo la ley no impide esa crítica y son los pueblos los que declinan su ejercicio. Que la arbitrariedad policiaca o gubernamental merme la libertad de las mayorías empobrecidas es asunto de reportajes con guión más o menos predecible, pero no un elemento significativo para considerar que el ejercicio de la libertad la libertad de las clases media y alta, la libertad que cuenta está limitada. ¿Para qué usan pues los márgenes, amplios o estrechos, de libertad de que disponen?
Además de los tradicionales medios de prensa y televisión donde el periodismo profesional se hace cargo de temas clásicos como la política (y lo hace a lo largo y ancho de todo su territorio, sin centro político ni geográfico), los Estados Unidos llevan el ejercicio de la libertad a terrenos en donde otros países no consiguen ni la universalidad ni la eficacia de ellos. Su masiva producción de programas de televisión, caricaturas y películas, consumidas en todo el mundo sin distingos de matrices culturales, pueden ser desde luego todo lo cuestionables que se quiera en términos de calidad o contenido; pero lo que decididamente reflejan es una sociedad volcada al ejercicio de su libertad y con una amplísima capacidad para la ironía, el sarcasmo y la acidez crítica. Una libertad, todo sea dicho, no exenta de conflictos que desembocan en demandas y tribunales, es decir, en aquellos sitios de que la ley dispone para la resolución de presuntos daños morales, difamaciones o calumnias. Una libertad que no debiera arredrarse por la amenaza cumplida de los terroristas islámicos, los grupos ultraconservadores, la rigidez y solemnidad de los intelectuales de izquierda, la mayor o menor comprensión de una población alejada de todo matiz en su concepción del mundo.
¿Qué ofrecen países subdesarrollados y aspiracionales como México o Brasil, como Turquía o India, a cambio? ¿Hay algún producto del ejercicio de su libertad que no sea inocuo? ¿Algo que no se encuentre afectado de provincialismo? ¿Son concebibles caricaturas como Daria, South Park o Family Guy en México? ¿Es posible que alguna vez aparezca una serie original y no derivada como las de House o Queer as Folk? ¿Alguna vez habrá algo como un Seinfeld turco o, como mínimo, el carácter cáustico debajo de los argumentos de series aparentemente inofensivas como la de Malcolm? En los años setenta, todavía al comienzo de la integración cultural del mundo a la que ha conducido la inmediatez de los medios de comunicación y la abundancia de combustibles para el transporte, hubo esfuerzos poco preocupados por la calidad o la escasez de recursos, que produjeron antihéroes como el Chapulín Colorado o programas orientados al mundo como Odisea Burbujas. Productos que, si bien podemos juzgar de ineficaces y cuestionar su universalidad, fueron originales y resultado del ejercicio (limitado) de la libertad. Productos que reflejan un desenvolvimiento muy alejado del complejo de inferioridad que décadas después se instaló entre los mexicanos haciéndolos abandonar hasta la intención de realizar programas originales para reemplazarlos con franquicias de programas norteamericanos.
¿Cómo entonces puede decirse que la libertad en los Estados Unidos goza de mala salud o que la de los países subdesarrollados es buena? ¿Cómo se sostiene la vitalidad norteamericana si la inmensa mayoría de su población es presuntamente vulgar y culturalmente analfabeta? El caso europeo, con no ser tan jovial, no parece reflejar las inconsistencias del norteamericano: una población más adulta y mejor educada produce y recibe productos de buena calidad intelectual. Y esos productos serios y agudos también han levantado ámpula conservadora o fundamentalista, con las horribles consecuencias que, por fortuna, el europeo promedio asume como costos laterales sin que se le ocurra sacrificar las libertades que le llevó siglos alcanzar. Coincidentemente con este despliegue creativo y crítico, los países desarrollados alcanzan cotas más altas en las ciencias y las artes. ¿Por qué pues en el subdesarrollo, donde formalmente existe la libertad para todo ello, no se ejerce?
Una pista: la cultura, tanto la que se adquiere por educación formal como la que resulta de los usos y costumbres, es un producto insidioso y de lenta modificación. En los países subdesarrollados puede haber libertad por ley para criticar los mitos religiosos relacionados con la virgen o para caricaturizar lo que un individuo encuentra criticable en una institución pública, pero prefiere emplearse dicha libertad en publicar un meme idiótico en internet o una broma privada de carácter inocuo. Está tan interiorizado el hábito de no tocar una gran cantidad de temas, de afirmar que hay libertad de expresión siempre que no se falte al respeto (!), de que han de cuidarse los resbalosos conceptos de decoro y decencia, que la población, ignorante y despreocupada, con más ánimo de pachanga que de verse criticada en programas o caricaturas, no usa más que aquellas libertades para cuya ejecución no se opone resistencia. ¿Cómo no ver en esta fachada de libertad habitada por el vacío la causa de que sus productos los programas de televisión, el cine, la literatura, hasta el desarrollo científico y tecnológico que tanto deben a la libre discusión de las ideas sean de mala calidad o no existan?
En las series norteamericanas vemos a personajes públicos caricaturizados, al racismo expuesto, al feminismo criticado, a la solemnidad lastimada una y otra vez con inteligencia y humor, en temas presuntamente delicados como el aborto o la homosexualidad, el consumo de drogas o la guerra. En contraste, los productos de nuestra libertad son chistes acartonados para consumo local y folclor, el jolgorio del fin de semana y la capacidad de subir el volumen de las propias bocinas para molestar al vecino. Incluso nuestros debates presidenciales tienen la vivacidad de una maqueta.
¿Hasta cuándo?