domingo, marzo 27, 2016

Florentibus occidit annis

Yo, que siempre me burlaba de los malestares psicosomáticos y las alergias por considerarlas trastornos imaginarios de gente hipocondriaca, siento cada año por estas fechas que el diafragma se me expande hasta causarme la sensación de tener un hueso de aguacate atorado en mitad del pecho. No tengo regurgitación ni esa hinchazón de panza que alivia la sal de uvas; da igual si como verduras o granos o carne, si me abstengo del vino o, haciéndome la inglesa, tomo té negro con galletitas; se presenta tanto si la librería tiene sobrecarga de trabajo como si sólo la visita gente que quiere bobear entre los estantes sin comprar nada por hallarse desocupada durante la Semana Santa. El perverso súcubo (no me imagino visitada por un íncubo: ¿quién mejor que los demonios para saber lo que me corresponde?) se instala en mi tórax un par de semanas antes y desaparece unos días después del aniversario luctuoso de mi hijo.
A pesar de abjurar de esta época cargada de cursilería y mal gusto, no pude evitar hablar de él, especialmente cuando la desgracia era reciente, buscando el consuelo de personas no siempre adecuadas, hasta que el pudor o la inutilidad de hacerlo me dejaron a solas con su recuerdo, una soledad que no me exentó de buscar justificaciones para todo lo que sentía y pasaba por mi cabeza. Imagino que es normal que las personas sensatas sintamos vergüenza de lo que pudiera oler a autocompasión, de que algo en nuestra conducta o pensamiento nos haga creer que lo que nos sucede es excepcional y único, cuando lo normal desde siempre ha sido que todo, incluido lo más extraordinario y aberrante, se repita a lo largo de la historia en diversas formas y grados. De modo que si nos permitimos sentir pena, buscamos justificarla racionalmente. Nos decimos, por ejemplo: 'sí, vale, claro que la muerte es de lo más común y ordinario, que aquella hoz ha de segar todo lo que ahora nos habla y mira, lo que nos abraza y da sentido, lo que se mueve y un día no ha de moverse más, por supuesto; claro que ya se han ido los abuelos y algún padre, como es lógico y aun deseable, desapariciones tan entendibles que sus entierros terminaron en animadas reuniones familiares donde no faltaron chistes y alguna risa; sí, desde luego se encajan también las muertes de quienes aun no habían podido hablarnos ni nos han dado tiempo a conocerles un carácter, muertes prematuras que terminan por asimilarse como también se soportan las de aquellos a quienes mató su temeridad o su imprudencia, su fanfarronería, pues les está bien empleado...'. 
Apenas se justifica la pena y viene la lógica a llamarnos a la mesura, insistiendo una y otra vez en lo obvio: 'tu hijo no era un viejo ni un bebé ni se estrelló borracho en un auto luego de llevarse a otros tres por delante, no murió de sobredosis ni por una enfermedad que él se haya causado, todo eso es muy cierto y muy verdadero, pero las estadísticas no son reglas, imbécil, esto es un accidente a su medida: profesional, en el trabajo, cumpliendo con su deber...'. Claramente, aún cuando razono en el sinsentido, aún cuando trato de instalarme en el centro de la maquinaria del azar para disfrazarlo de causa y efecto, percibo en mi discurso no sólo la necesidad de explicar (lo que, aunque entendible, es ya suficientemente disparatado tratándose de un accidente) sino la de armonizar, dar sentido, algo terriblemente desazonador para mi ateísmo porque, aunque no desciende a la necesidad de recurrir a dios ni a iglesias, ni siquiera a un nebuloso más allá o a la esperanza de una inconcebible resurrección, sabe a liturgia, a la necesidad de inventarse un evangelio en torno a la insoportable desgracia de mi hijo, un marco teleológico y laico acomodado al que fue y a la extracción de enseñanzas, de filosofías. 
Y puede que las haya, seguro, para quienquiera que sepa ver hay lecciones en todo lo que ocurre. Pero la verdad es que yo no encuentro ninguna ni consigo concentrarme demasiado en la teoría: si atravieso todas sus partes y resquicios con agotadora minuciosidad, si me encuentro en sueños o despierto frente a la plancha donde he debido reconocer su cadáver de madrugada, si acudo al hospital tras esa horrenda llamada, vomitando por el camino, procurando limpiarme las lágrimas de los ojos, si pienso en las horas que pasé observando el cielo desde la terraza mientras mi hijo era trasladado en ambulancia, si imagino la lluvia infiltrándose por entre las tapias del cementerio hasta alcanzar su cuerpo, si me reprocho pensar y no pensar, hablar y no hablar, escribir y no escribir sobre él, cosas ciertas o ficticias, no es porque espere algo ni porque me lo proponga, sino porque no tengo más remedio al ser mi carácter obsesivo y no serme suficientes todos los asuntos de la librería ni todos los textos ahí guardados ni todos los vivos que me rodean, para calmar mi espíritu.
Me interno en el futuro que no vio, los años cada vez más irreconocibles para él, si volviera: esta casa que hubiera sido suya y nunca pisó, las perras que no pudo conocer, la próspera librería. Repito con Sancho las palabras que me gustaría dirigirle ahora, si lo viera: 'Venid vos acá, compañero y amigo mío y conllevador de mis trabajos y miserias: cuando yo me avenía con vos y no tenía otros pensamientos que los que me daban los cuidados de remendar vuestros aparejos y de sustentar vuestro corpezuelo, dichosas eran mis horas, mis días y mis años; pero después que os dejé y me subí a las torres de la ambición y de la soberbia, se me han entrado por el alma adentro mil miserias, mil trabajos y cuatro mil desasosiegos'. 
Entonces abandonaríamos Santa Teresa con rumbo sur en el camión de las cuatro y media. Compraríamos frituras para el camino. Nos quedaríamos dormidos mientras anochece, arrullados por el motor, soñando qué duda cabe que nos esperan... 

2 comentarios:

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