martes, marzo 22, 2016

Los solemnes payasos

La nota roja de esta periferia de la civilización cuenta en estos días la historia de un payaso que fue agredido en una fiesta infantil por varios de los asistentes, luego de que el niño festejado no ganara un concurso organizado por el cómico. Nada particularmente sorprendente en este país cuya fanfarronería es directamente proporcional a su complejo de inferioridad, ese que está listo para saltar al primer dato cierto o no: los cerdos no están para matices de burla, ironía, comentario ambiguo, insinuación, desliz o simple observación: no vaya a ser que se les tome el pelo, que queden humillados o sobajados, que los tengan en menos esos cuya opinión presuntamente no les importa. Me vale madre, no se cansan de decir, pero no tanto que ante la duda se escoja la prudencia: la finísima madre del festejado ordenó leyó Usted bien: ordenó a algunos asistentes alcoholizados que agredieran al payaso. Ejerciendo de dueña de las voluntades ajenas, juez y parte de un poder judicial instantáneo que halló culpable de ofensas indefinibles al payaso, la nunca bien ponderada señora que a no dudarlo también canta con dinero o sin dinero, hago siempre lo que quiero— no vaciló en echar mano de sus incondicionales que por supuesto están para "apoyarla", no para cuestionar sus arbitrariedades e hizo justicia en una sabrosa mezcla de alcohol, bates de bésibol y puños tan valientes como montoneros. Fiesta infantil en Barbarilandia, ejemplar y edificante.
Así, quien emite opiniones en los tiempos idióticos que corren, ya sabe más o menos lo que le espera: tergiversación, afeamiento de la conducta, elogios desorientados, cuando no una paliza o un tiro en la sien. El escritor Javier Marías, aunque entiende que en tanto articulista que publica sus opiniones en la prensa debe estar hecho a la idea de que se le critique, lamentaba la recepción de airadas quejas no sólo de lo que escribía, sino de lo que el lector creía haber leído, aunque no se desprendiera del texto ni fuese posible leerlo entre líneas. Si publicaba, por ejemplo, la opinión de que no debería haber porcentajes o cuotas prefijadas por sexo o raza en sitios donde lo que importa es la capacidad para realizar una función (un gabinete, el congreso, las cátedras universitarias, por ejemplo), de que las cuotas limitaban la posibilidad de que en un momento dado los más capaces fuesen todos mujeres o todos de raza negra, no faltaba quien leyera en estas mismísimas palabras algo en contra de las mujeres o en contra de los negros o, ya en planos más psicológicos, misoginia, supremacismo blanco, chulería, egocentrismo, engreímiento, pedantería y, en un descuido, mariconez o satanismo. Los que leen mal y están en contra pueden resultar un fardo comparable al de los que leen mal y están a favor: ¿cuántas veces no nos avergüenza que una persona jure estar de acuerdo con nosotros y se deshaga en demostrar que nos comprende y apoya cuando claramente no entiende ni jota? ¿Qué hacer con los hipersensibles e idiotas? ¿qué con los censores y fanáticos?
Puede alegarse que tanto en el caso del infortunado payaso como en el de la continua lluvia de cartas a Javier Marías, el público es demasiado vulgar o amplio como para esperar nada mejor, que en un medio más educado digamos, la universidad las cosas seguramente serán diferentes. Que habrá sitio para el matiz y la comprensión, una tendencia a escuchar y reflexionar antes de soltar una andanada de idioteces o de exhibir la pobreza del propio razonamiento o la deplorable transparencia de los propios traumas. Pues no. En este país, un estudiante de posgrado lo mismo que un vendedor ambulante, pueden quedar igualados en su capacidad para deducir lo que no se dijo e ignorar lo que sí se afirmó, para declarar en un minuto su irrestricto respeto a la libertad de expresión y resentirse al siguiente de lo que, aun sin referirse a ellos, consideran agravio personal. La educación formal, que convence a sus víctimas de que da inteligencia, no hace sino empeorar las cosas al sumar la necedad al bagaje de quien aún es ignorante, privándolo así de la posibilidad de aprender. El individuo convencido de su inteligencia no escucha lo que se le dice ni lee lo que se escribe, sino lo que cree que ha dilucidado entre líneas, detrás del discurso, debajo de la superficie, en una desubicación lógica que, por querer pasarse de listo y no hacer el idiota, pone al contenido completamente fuera de su alcance. Esta selecta crema y nata intelectual no pregunta (puede parecer que no sabe), no se arredra (puede parecer débil), no corrige (sería reconocer que se ha equivocado) ni le importan las contradicciones porque en el fondo está tan incapacitada como el más ignorante para percibirlas.
Así pues, se da el caso de que quien se apasiona por la investigación científica y pasa sus ojos (que no necesariamente su cerebro) por lecturas de grandes divulgadores como Sagan, Hawking o Einstein, ya no en el terreno técnico cuanto en el de los principios científicos de la provisionalidad de la verdad, de la compelling evidence y la lógica, puede muy bien un día hacer de censor en su página de Facebook y suprimir el comentario de otra persona por hallarlo poco conveniente, colocándose discretamente en el primer escalón que lleva al sótano de la hoguera inquisitorial o del atentado suicida; es así como un comentario sobre el clima, el mole o los programas de Chespirito, puede ser recibido como un insulto personal por haber pisado inadvertidamente alguna fibra sensible del acomplejado cerebro de quien confunde la acumulación de datos con el uso eficaz del silogismo; es de esta forma, en suma, como la solemnidad imbécil gana el terreno que antes ocupaban las que siempre se consideraron prendas intelectuales muy apreciadas: el buen humor, la ironía, el sarcasmo, la conversación witty, la burla, sobre todo de sí mismo, porque en el fondo los que saben entienden su insignificancia y se hallan a gusto, sin traumas ni censuras, en ella.

A juzgar por lo que viene quedando, encuentro muy posible que la lady que no consintió payasadas en el cumpleaños de su hijo después de pagar por ellas, tenga título universitario y cómo no hasta un posgrado.

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