domingo, marzo 20, 2016

La prisión de la cordura

Escribir. ¿Cuántos años han transcurrido desde que me hice el propósito y no he conseguido algo que valga la pena? El largo tiempo de despreocupación adolescente que sólo produjo miles de líneas de tierna basura; el arranque de la adultez cuyos asuntos prácticos secaron la fuente de la poesía; el tiempo embridado de mi matrimonio con Luis Gala donde conseguí el árido tono de un acta notarial. Me digo a menudo que no había márgenes para nada, menos aún en ese largo período que siguió a mi divorcio y en que hube de trabajar intensamente, quién sabe si para sacudirme la sensación de fracaso que me invadía, quién sabe si para compensar la tardía promiscuidad que me llevó de una muchacha a otra hasta parar en Felicia. Pasé como mucha gente siendo la empleada que oscila entre la lealtad y el distanciamiento para con esa abstracción que es la institución o la empresa, aumentando la riqueza de otros a los que nunca vemos. Distrayéndome los fines de semana. Disipándome.
El que no escribe y quiere escribir, no obstante, sigue leyendo. En la ciudad, como es natural, nadie se extrañaba de este hábito y, aunque siempre con discreción, no faltaba quién me diera conversación sobre mis lecturas: una charla ligera, no necesariamente erudita, que lo mismo se daba en mitad de un pasillo al volver a la oficina después de comer que en un restaurante o en un paseo por las calles del centro. Mis interlocutores eran gente capaz de transitar cómodamente por la estrecha senda de la inteligencia sin pretensiones, algo que supongo facilitaba que no fuéramos ni académicos ni jefes, apenas empleados más o menos solitarios, con alguna educación en su haber y la certeza de haber malogrado el éxito, lo que, si bien pudiera parecer negativo, tenía un agradable efecto liberador sobre nuestras conductas: nada de humillar retóricamente ni querer llevar razón, ni conclusiones ni dogmas, todo provisionalidad, transcurso. Con Bacon, como descubrí más tarde, aquellos amigos y yo leíamos not to believe, nor yet to dispute, but to weigh and ponder.
Obviamente, las resacas del fin de semana o la continua negociación con las solidarias abuelas y solteronas de aquella vecindad donde vivía, para que cuidaran a mi hijo o lo recogieran al salir de la escuela, no daban apenas espacio para sentarse frente al escritorio del pequeño cuarto-estudio adornado con multitud de pequeñas macetas en la ventana, encender un cigarrillo y teclear penosamente sobre la vieja Olivetti cuyas cintas y repuestos eran cada vez más difíciles de encontrar. Cuando bebé, había que volver corriendo para ver por qué lloraba; cuando niño, había que sentarse a su lado para ayudarle con la tarea o salir a pasear con él para calmar la culpa de casi no pasar tiempo juntos; cuando adolescente, creí que era una buena idea abandonar la ciudad y volver al lugar donde circunstancialmente nació, el sitio donde su padre y yo nos separamos. Un lugar pequeño, me decía, donde pasaremos más tiempo juntos y yo podré escribir. Un lugar donde podré seguir leyendo y abandonar la disipación que en la ciudad me pasa tan elevada factura; donde podré superar la historia con Luis o reinventarla, escribirla; donde quizá nos vaya bien. Repartí las pequeñas macetas del cuarto-estudio entre mis vecinas, embalé nuestras cosas entre la ropa de mi hijo y la mía, regalé algunos libros a mis compañeros de oficina que lo mismo lamentaban que me fuera como encajaban estoicos mi partida: sus vidas, como la mía, una continua pérdida que de un punto de inflexión en adelante se aceptaba con modesta resignación.
Me mueve a vergüenza recordar mis primeros meses en Santa Teresa, cuando intentaba convencerme de la bondad del lugar y de las presuntas virtudes más o menos campiranas de sus habitantes: de su sinceridad que resultó falsa, de su simplicidad que era paranoia esquizoide, de su amistad que sólo era la ocasión de desplegar la más vulgar envidia material; la libertad sexual reducida a eyaculación precoz y la religiosidad, aún atea, mera fantochada. Hube de volver en el tiempo para consentir un ambiente tan retrógrado como su pequeño círculo de rancheras de sociedad, para seducir señoras convencidas de que lo que hacíamos no las hacía bisexuales, para no tomar a mal que sólo se entendieran los libros como inexplicables adornos para vitrinas. Hube de hacerme violencia mientras mi hijo completaba sus estudios y yo hacía lo necesario para dejar de ser empleada poniendo una librería, no tanto por interés cultural o de negocios, sino por extender lo que hasta entonces era privilegio de las vacaciones: el derecho a escoger a quienes me rodeaban, aunque sólo fuera mi hijo.
Cuando tenía quince años, en una edición en cuatro volúmenes de los que leí sólo dos, conocí el Quijote. A pesar de ser mujer, me veía armada caballero y viviendo aventuras por los campos, jurando lealtad a una Dulcinea que algunas veces tuvo el rostro de mis compañeras de secundaria y otras el de vecinas más o menos lúbricas. Me veo claramente con uno de esos volúmenes de duras tapas verdes en las manos, sentada en una roca frente a la barranca de Huentitán o mirando desde la azotea de la casa de campo de mis tíos la ahora extinta laguna de Atotonilco, o a un costado del camino a Talpa durante alguna peregrinación incierta de Semana Santa, o con los dedos de los pies y las posaderas llenas de la obscura arena de la playa de Guayabitos, fantaseando entusiasmada con que lo que tenía delante eran las entrañas de Sierra Morena, la Cueva de Montesinos o las lagunas de Ruidera. Un entusiasmo loco me poseía y entonces me ponía a escribir poemas con entera libertad, a darle a mi diario el aspecto de una aventura quijotesca con héroes y villanos entre los que mi madre advertía trasuntos de la vida familiar y ejercía de censora arrancando un poema erótico aquí o una diatriba contra mi padre acá. Entonces ignoraba cuánto debía mi espíritu a los paisajes que me rodeaban; años después, cuando dejé la ciudad junto con mi hijo, supe también cuánto le debía a los amables oídos de mis amigos, caballeros derrotados todos, con los que aún podía reproducir el ambiente desenfadado y fraterno de una cena del Siglo de Oro en alguna venta de la Mancha.
Hace poco reemprendí la lectura del Quijote, terminando los cuatro volúmenes que dejé a la mitad hace ya más de tres décadas. Lo hice en el estudio que mandé construir entre la librería y la casa que compartimos Felicia y yo, un sitio que bien podría ser adecuado para escribir porque no llegan a él más que los murmullos del viento o los ocasionales ladridos de las perras. Un sitio, con todo, estéril, donde no se conversa ni se escribe, tan lleno de libros como ayuno de ideas. Descubrí, con pena, que en toda la extensa planicie de Santa Teresa no había un sólo sitio por donde pudiera salir un día para internarme en el bosque con mis armas, ni una sima a la que descender para hacer penitencia, ni un vaso de agua en cuyas orillas pudiera tener una siesta profunda y en ella un sueño vivísimo donde volviéramos mi hijo y yo a conversar como antaño y decirnos '¿Has visto qué gente más hosca y primitiva? ¿Los autos de cristales obscuros que disminuyen la marcha mientras andamos por la ciudad? ¿Las mujeres que quieren casarse y tener hijos? Debemos irnos pronto de aquí antes de que nos despierten, huir de esta cantina polvorienta y zorruna, cuna de tu padre, oasis de horror en medio de un desierto de aburrimiento. Ve tú primero y luego yo te alcanzo. Que no nos mate su cordura, que no nos ahoge su cieno de números y leyes. Ve y luego iré yo. ¡Ve, hijo mío! ¡Huye!'.
Mi hijo se fue. Pero ya no puedo alcanzarlo. Y desearía morir como Don Quijote excusándome de mis lecturas, de mi perversión que ahora tiene nombre de Felicia, de los paisajes a los que ya no puedo volver porque quizá nunca existieron. O escribir.

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