domingo, julio 12, 2020

Historia de un proyecto equivocado

La vida en los países fundados en el sojuzgamiento de un pueblo por otro ha sido siempre la misma: de un lado la herencia derrotada, del otro la aspiración inalcanzable, así la casa de mis abuelos en Ciudad Natal que ponía a la izquierda sus orígenes presuntamente despreciables y a la derecha sus ideales impostados; allá la cochera convertida en taller mecánico y la cocina de platillos picantes, la lavandería y el cuarto de servicio; acá el salón con alfombra, vitrinas y cuadros, un reloj de péndulo y lámparas de mesa acristaladas en la biblioteca luego del jardín. Se habían mudado al poniente desde el centro de la ciudad por insistencia de la mayor de sus hijas, médico exitoso, que habiendo tomado conciencia de la posición exacta de la familia y encontrado incompatible su pasado con las promesas profesionales del futuro, hubo de actualizarla cuando menos geográficamente, sus consejos en busca de un mayor refinamiento mal recibidos en general, tanto por mis abuelos como por los cuatro hermanos todavía solteros como ella dos hombres y dos mujeres que ocupaban dos de las habitaciones de arriba según su sexo.
A la casa podía accederse por dos puertas: la de la izquierda, al fondo de la cochera, daba directamente a la cocina y era utilizada por todos; la de la derecha, que abría al salón, sólo se utilizaba en navidades o cuando la médico recibía visitas que se hallaban así instaladas, sin transición ni demora, en los espacios por ella decorados cuidadosamente: sillones con forro de terciopelo y pana inglesa, mesa de centro con superficie de mármol y patas labradas de hierro, una lámpara de aceite colgada del techo en una esquina por encima del tocadiscos, siempre apagado, con el enorme cuadro de tema bucólico presidiéndolo todo desde una pared. Europa, precariamente sostenida por hilos invisibles que tendía la mayor de mis tías en aquel salón, se escenificaba así de vez en cuando, con mayor o menor éxito, pero siempre desde el más absoluto ridículo, para un público tan ignorante como suspicaz, sin que se escatimaran los recursos más peregrinos en el montaje, así la ocasional inclusión mía y de mi hermana llamados sin venir a cuento para saludar a quienes se hallaran reunidos, sólo porque éramos niños vagamente blancos y de cabello rubio, así también la insistencia de la médico en presumir una variedad de talentos que no poseíamos y que, llegado el momento prometía afectando resolución iríamos a cultivar allende el Atlántico en las mejores universidades. Cuando consideraba cumplida nuestra función social o peligrosa la interacción entre sus amistades y nosotros, nos despachaba invitándonos a tomar monedas de su habitación para ir a por dulces y golosinas a la tienda, no sin antes pasarnos una mano por el cabello cuando estuviera segura de ser vista por los demás.
Con la mudanza, mi abuela creyó oportuno recoger la invitación de su hija mayor a cambiar de estrato social modificando sus costumbres, decisión reforzada por el nacimiento de sus nietos blancos y la necesidad de distinguirse de la servidumbre, a pesar de lo cual siguió pasando la mayor parte del tiempo en la cocina y el patio de servicio, cocinando platillos para su numerosa prole y la no menos abundante lista de visitantes entre los que me contaba, lavando ropa y cacharros en la compañía de uno o dos perros de razas pequeñas, y escuchando tres veces al día desayuno, comida y cena el relato pormenorizado de mi abuelo sobre los asuntos en curso. Empezó a leer revistas de asuntos generales y alguna novela, a seguir con más detenimiento aunque con limitaciones las noticias políticas o culturales, a dejar la cocina y el patio de servicio por las tardes para instalarse frente al televisor de su recámara. No obstante, fue incomprendida por mi abuelo, ignorada por sus cuatro hijos menores y ridiculizada por su hija mayor que trató de contenerla dando instrucciones de que, salvo en ocasiones especiales, todos comieran en la cocina sobre una mesa plegable, a la izquierda, respetando el comedor de pino de ocho plazas que se hallaba entre el salón y el jardín, a la derecha, las costumbres criollas saludablemente relegadas al lado de la casa que les correspondía, aunque ella misma se entregara con despreocupación a ellas cuando se hallaba sin testigos. Así pues, apenas tuve uso de razón, debí constituirme en consuelo y destinatario de las ínfulas culturales de mi abuela, quien aceptó mi hipocresía casi sin examen por una mezcla de soledad y afecto, pero también de conveniencia para no dejarme enteramente en manos de la médico, una decisión sencilla para mí que nada tenía que ver con sus motivos, sino con escoger los libros y la conversación por encima de las herramientas, escapar del taller de mi abuelo y refugiarme en Europa, ahí, al lado, con tan sólo cruzar la puerta.
No todo era tranquilidad en el viejo continente de la derecha: mi abuela y la médico se acusaban mutuamente de impostoras, descargando sus invectivas contra las hermanas y hermanos menores con pretexto de su educación, tanto la recámara de aquellas una de las del fondo, al lado de la de la médico como la de éstos al frente, junto a la de mis abuelos eran sitios claramente desagradables y contrarios al espíritu, apenas dos camas simples separadas por un buró que olía a zapatos usados y un clóset donde se amontonaba ropa sucia, no eran distintos sus ocupantes contra cuyas tendencias centrífugas nada pudieron hacer los discursos profesionalizantes de la médico ni los llorosos exhortos morales de mi abuela ni las palizas inmisericordes de mi abuelo, todos tuvieron que asistir a la lenta dilapidación de recursos y posibilidades de que jamás gozaron los hermanos mayores, al desenfado de la civilización derrotada más fácil de sobrellevar que la aspiración a lo que no se es, una solución que al menos incluía la indudable ventaja de salir de aquel mundo dividido, aunque sólo fuera para caer en el tercero. Yo desde luego prefería la habitación antigua, continuamente llena de humo de tabaco, donde mis abuelos miraban la comedia todas las noches, también la habitación de la médico con sus textos especializados y tocadiscos, sus cajones llenos de medias y bragas, el enorme espejo ovalado.
Pero aquella no era mi casa; al cabo de quince años tampoco fue ya la de mis abuelos ni la de mi tía la médico que continuó soltera en una residencia todavía más grande y más al poniente de la ciudad: el proyecto civilizatorio que ésta había planteado a la familia, que a su manera había adoptado mi abuela y que yo había fingido abrazar, había muerto. La indumentaria se degradó. Las navidades no volvieron a celebrarse en aquel lugar ni los años nuevos a ser recibidos con cristalería y uvas auténticas. No hubo más izquierda ni derecha en las sucesivas casas que ocupó la numerosa descendencia, ahora vestida cómodamente de pans y calzando tenis. 'Algo, sin embargo, queda', reflexiono un domingo en tiempo incierto mientras afuera continúa el sojuzgamiento al que están condenadas las naciones derrotadas: 'Estoy solo, al menos. Como siempre. Como ella'.

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