lunes, junio 22, 2020

La edad de oro

Se ha detenido en el estacionamiento del restaurante de comida rápida que se halla en contra esquina del centro comercial. Hace unos minutos que ha anochecido y, por encima de los arriates que lo separan de la banqueta y una parada de autobús, todavía se ve un último resplandor de luz naranja detrás de las montañas de poniente. Apaga los faros del coche y enciende un cigarrillo mientras espera al chico. Distingue las cabezas de los transeúntes por encima de los arbustos, el ruido del tráfico, el resoplido de los frenos hidráulicos de los autobuses que a esta hora pasan atestados con rumbo al oriente, cargados de albañiles, secretarias, dependientes que vuelven a casa. 'Una hora rica en cacerías', se dice con el pensamiento, sonriendo. 'Cuánta gente no me he llevado a la cama así, que ha pasado el día soportando clientes insolentes o máquinas embrutecedoras, sobrellevando sus humores con paciencia larga hasta que quedan libres al anochecer y, ya en la calle, se les permite escoger entre una noche más de mala comida y televisión en algún barrio periférico de la ciudad o la aventura de subir al coche de un desconocido que les ofrece un paseo y una sorpresa'. Sacude la ceniza que cae sobre el asiento y mira al retrovisor por si acaso el chico viniera de la calle de atrás, pero nada, sólo un par de mujeres obesas que salen del bufete riendo a carcajadas con sus bolsos al hombro y las manos ocupadas por enormes vasos de plástico y hamburguesas.
El presente no es todo lo que él hubiera deseado, pero está de vuelta aquí, en Ciudad Natal, disfrutando de las ventajas de la mucha gente y las interminables calles, de la presunta familiaridad que aún no lo ha notado está siendo sustituida poco a poco por la extrañeza (casi se diría que mientras fuma), de la creencia inconsciente de que la juventud puede retomarse ahí donde quiera que se le haya dejado, igual que las amistades o el amor. Por ahora es sólo el tráfico cuarenta y cinco minutos para llegar hasta aquí, desde el Reino pero llegará el día en que comprenda que este era sólo uno entre decenas de signos de una deformación irreversible de su pasado: Ciudad Natal ya no lo acoge, lo mastica; pronto lo escupirá definitivamente. Mientras tanto, se aclara la garganta luego de apagar el cigarrillo contra el pavimento y echa la colilla en el basurero de la parada. Los que en ésta esperan lo valoran de un vistazo rápido, desconfiados de su breve aparición, y luego lo siguen con la mirada hasta que vuelve a meterse al coche, momento en que pierden todo interés en él. Se inclina sobre el asiento del copiloto para buscar chicles en la guantera y, luego de sacar uno, se pone a masticar con los cristales arriba para atenuar el ruido que viene de fuera. 'Qué buen tiempo hace', se dice. El viento juguetón de esta época del año en que las lluvias han quedado atrás agita los matorrales frente a él, obligando a los que esperan en la parada a entrecerrar los ojos contra el polvo, sus rostros súbitamente iluminados por las luces de los autos, con el gesto concentrado de quien intenta descifrar la ruta del autobús que se aproxima. 'Qué buen tiempo hace', se repite impaciente.
Hoy no está de cacería, sino a punto de reencontrarse con el resultado de una. No suele repetir, pero el culo redondo, tenso y joven, del chico que espera, su corta edad y su disposición inocente, le han convencido de continuar el contacto. Estos encuentros fueron lo que más echó de menos mientras estuvo lejos de Ciudad Natal, en la isla, donde la organización era tal que las personas como él podían acudir con el respetuoso beneplácito de todos a lugares especializados para saciar sus necesidades como quien va al supermercado. Compartimentos estancos, guetos multicolores, fórmulas de convivencia en un lugar de fronteras precisas a la altura de su racionalidad e inteligencia. Suspira con los ojos fijos en un punto lejano del horizonte donde los ocres y naranjas han sido reemplazados por el azul marino. 'Cuánto tiempo desperdiciado', piensa para sus adentros resistiendo la tentación de encender otro cigarrillo, 'cuánta juventud sin depositarios, solo en habitaciones de segunda creyendo que conquistaría el mundo... ¿qué mundo? Durante años me harté de pensar que estábamos atrasados y debía ir a las sociedades avanzadas para vivir conforme a mi naturaleza, qué equivocado estaba, qué tontería. Por supuesto que estamos atrasados, desde luego, pero es justamente ese atraso lo que me permite vivir conforme a mi naturaleza: ¿dónde si no podría tirar del hilo de la ambigüedad más que en este territorio de categorías confundidas y educación inexistente?, ¿cómo si no vivir insumiso a las definiciones que convierten todo en ordenados catálogos de perversidades?'
Lo sobresaltan tres golpes tenues en el cristal a su izquierda. Es el vigilante del estacionamiento que no se atreve a pedirle que se vaya y en su lugar pregunta si todo está bien, sus ojos recorren el interior del carro iluminado por la luz de una pequeña linterna. 'Sí, estoy esperando a alguien', responde él sin abrir el cristal, señalando el restaurante para hacerle suponer que la persona que espera está ahí dentro. El vigilante hace un ademán de anuencia con la mano, apaga su linterna y se retira. Él prefiere esperar en este lugar que ir a la casa del chico por hallarse ésta en un barrio peligroso donde no conviene pasar demasiado tiempo. A esa casa, sin embargo, lo ha llevado en todas las ocasiones luego de follarlo. 'Como un caballero', se felicita. Los dueños de la vivienda les rentan al chico y sus dos hermanas una habitación en obra negra en la azotea, con un baño improvisado al que llega el agua perezosamente a través de una manguera. Sólo la primera vez lo acompañó hasta arriba, subiendo una escalera metálica sin barandal, y encontró un suelo de cemento crudo lleno de chanclas y ropa sucia, trastes con restos de comida sobrevolados por moscas y un perro pequeño que no dejaba de rascarse. 'Mis hermanas no han vuelto de trabajar, podemos ver la tele un rato', dijo apoyando una mano en la cama deshecha mientras sonreía, pero él prefirió despedirse luego de dejarle su número de teléfono. Lo había encontrado horas antes en el centro de la ciudad y convencido de subir al coche con el pretexto de acercarlo a casa. Luego de sugerirle, con una mano en la entrepierna, que se desviaran mejor al Reino por un par de horas, el chico aceptó con la cabeza y no volvió a hablar más que en monosílabos, como una señorita modosa que se deja seducir por un hombre diligente que se ocupa de todo. 'Qué delicioso fue descubrir su culo prieto, su piel morena y lampiña, su abdomen plano', recrea ahora entrecerrando las piernas luego de acomodarse la incipiente erección, 'qué sorpresa encontrar aquel bóxer a rayas pegado a su piel y su extraña capacidad para eyacular sin siquiera tocarse'.
Aquella primera vez, cuando se estaban vistiendo de nuevo, con algunas bolas de papel higiénico todavía brillantes de sangre regadas por el suelo, le preguntó al chico por sus actividades. 'Venía de una clase de baile, me gusta mucho', contestó sonriendo de nuevo. Estaba acostumbrado a sostener este tipo de conversaciones inocuas sobre asuntos que no le interesaban en absoluto para suavizar el trato con aquellos desconocidos que terminaban en su cama, aunque al chico bailarín le tocó acomodarse de espaldas sobre el escritorio y a él acometerlo de pie: no hubo cama. 'Ah, mira, qué interesante, por eso estás tan bien físicamente, claro', le contestó distraídamente pasándose una mano por el cabello frente al espejo. 'Gracias', dijo el chico bajando la mirada mientras se abotonaba el pantalón a la cintura. No le gustaba, sin embargo pensó perdiendo la erección todavía dentro del carro y abrumado por una creciente impaciencia que en otros encuentros el chico, habitualmente callado, hiciera preguntas desconcertantes, '¿entonces somos novios?', por ejemplo. 'Si a ti te parece bien, lo somos, pero a mí sólo me gusta divertirme, ya lo sabes'. Se quedaba conforme con aquellas respuestas, contento, sin hacer más preguntas ni comentarios. 'Qué fácil es', piensa ahora encendiendo un segundo cigarrillo mientras abre de nuevo los cristales del coche, 'con estos chicos no caben segundos pasos ni deducciones, no aplican silogismos'. Otro día le preguntó si vivía solo, algún otro por qué no salían nunca a ningún sitio que no fuera el Reino, cosas pequeñas a las que respondía como un bobo. 'Es que a mí me gusta mucho sentirte cerca, ¿ves? En la calle no se puede'. 
La parada se va vaciando de pasajeros, el tráfico luego de media hora está visiblemente disminuido. Arroja el cigarrillo al pavimento, un tanto molesto de que el chico inocente no se haya presentado, y enciende el motor del coche. 'Quizá todavía alcance a ir al centro', piensa para animarse, 'después de todo esto no es la isla'. Sube de nuevo los cristales y apenas se echa en reversa ve al chico corriendo hacia él desde la parada de autobuses. 'Perdona, la clase se alargó y... el tráfico, ¿tienes mucho esperando? ¿me das un cigarrillo?'. Se ha teñido el cabello de tonos cobrizos, trae la camisa arrugada por fuera del cinturón. 'No te preocupes, qué bueno que ya estás aquí', le dice alcanzándole el encendedor del coche. En el Reino, luego de subir las escaleras que iluminó a propósito con una bombilla roja de cuarenta watts para darle un misterioso aire de prostíbulo antiguo, encuentra al desnudarlo un olor extraño a agua de colonia mezclado con sudor. Con los dedos descubre que el chico tiene el culo sospechosamente húmedo, turgente, y experimenta por pocos segundos algo parecido a los celos. Compone una mueca. Vacila. Pero un dique se rompe dentro suyo para dar paso al deseo más violento y, sujetando al chico con mano firme por el cuello, embiste. Arriba, un cielo estrellado. Abajo, la oquedad babosa.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Oye Spud, te has preguntado ¿quien va a leer lo que escribes?