martes, junio 09, 2020

Elipse

A Joaquín Cortez González

El grado de impreparación que para la adultez plena representaba su necesidad de explicaciones era muy alto. Ya no era un adolescente cuando lo conocí en la Academia de Ciudad Natal, pero su actitud era claramente la de uno de ellos tratando de encajar en el grupo, hablando con unos y otros, poniendo a nuestra disposición sus escasos recursos, algo no tanto facilitado por sus múltiples iniciativas cuanto por nuestra pasividad acomodaticia. Nosotros sí estábamos en camino de volvernos cartesianos, de fundar nuestros propios hogares, pero lo que fuera que quedara aún de juventud en nuestros espíritus no podía menos que ceder a la tentación de acercarse a ese individuo que tanto parecía desear convertirnos en su familia. Era comprensible: mientras nosotros veníamos de distintos puntos del norte del país donde nuestros parientes nos acogían con calidez e incondicionalidad cada vez que regresábamos al terruño, él se había separado de su madre hacía poco para vivir por su cuenta, sin saber que ese paso no lo hacía más fuerte ni más propenso a vivir las aventuras que soñaba, sino susceptible al abuso de quienes estábamos a sólo un paso de madurar la idea correcta de amistad que en ningún modo reviste el carácter cándido y desinteresado de la adolescencia, sino el objeto completamente pragmático de fundar alianzas y condicionar apoyos para mejor instalarse en los negocios del futuro. 
Invitados por él asistimos repetidas veces a las reuniones que organizaba en su casa apenas provista de lo indispensable, casi sin muebles para trabajar en los proyectos de la Academia, pero también y sobre todo, para escuchar música y conversar mientras nos embriagábamos. Era obvia su intención apenas consciente de despertar en nosotros el espíritu libertario que languidecía en medio de futuras perspectivas laborales y reproductivas, pero nuestra aquiescencia momentánea y alcoholizada no tenía ninguna convicción, movida como estaba por la persuasiva ambigüedad con que nos atraía, particularmente a mí, que hablaba con él para provocarlo y reír de su desparpajo, divertido de la facilidad con que aceptaba los postulados más disparatados con tal de ganarse el favor de mi amistad. Ahora entiendo que debió sentirse atrapado entre su compulsión afectiva y el deseo de conseguir que fuéramos un grupo con aspiraciones intelectualmente elevadas; yo no era eco de estas últimas, de eso se encargaron otros compañeros más cultos e inteligentes que, no obstante, también abandonaron sus ingenuos intereses en favor de otros puramente racionales en un plazo brevísimo, pero sí fui el recipiendario de sus afectos a los que él concedía, como buen romántico, una importancia superior a la de cualquier obra o proyecto.
Como he dicho ya, pese a la casi completa imposición de lo útil sobre cualquier otro aspecto de mi vida en aquellos tiempos en los que él todavía buscaba lo ideal, fue inevitable que me contaminara de vez en cuando, aunque de manera muy específica, del impulso romántico de la amistad desinteresada, razón por la que le hice algunas confidencias sobre mi pasado, baratijas en general sin mayor peso ni consecuencia, pero que a él se le antojaban perlas que debían ser custodiadas en relicarios y glosadas una y otra vez a solicitud mía, sin mostrar aburrimiento ni cansancio. También accedí, empujado por un alcoholismo tan discreto como exigente y por la convicción mil veces corroborada de que éramos capaces de lidiar con la Academia sin prestarle apenas atención o tiempo, a participarlo de mis expediciones a prostíbulos y discotecas, guiado por él en Ciudad Natal y por mí en Santa Teresa la Vieja, hasta donde lo llevé para su inmenso regocijo en lo que fue, sin duda, su último banquete adolescente con contemporáneos, hecho de una familia prestada y unos amigos que no eran los suyos, la vida real por interpósita persona y geografía, apenas lo que dura un novenario, nunca más para mí que abracé enseguida la adultez despidiéndome de la infancia para siempre con ese viaje, pero tampoco para él por la imposibilidad de hallar un solo espíritu joven sobreviviente entre sus coetáneos de ahí en adelante, no entre los compañeros de la Academia que a poco se fueron de ahí a ocupar canonjías y responsabilidades, no entre los espectros de su pasado que ya buscaban el sustento entre la basura y se multiplicaban en miserables periferias.
Nos separamos. Durante años no supe más de él. Cuando tuve noticias de que había estado en la isla por casi una década y, con cuarenta años encima, deseaba regresar al país, lo invité a Santa Teresa. Lo vi llegar con un adolescente al que presentó como su hijo, sin serlo. Lo vi reunirse en poco tiempo con estudiantes. Lo vi prescindir del trato con sus antiguos compañeros de la Academia, algunos de los cuales reencontró aquí, convertidos en funcionarios y gerentes. Sólo durante el primer año aceptó mis invitaciones a beber cerveza y conversar en la cochera de mi casa. Él no sabía de bienes raíces. No sabía de cuentas bancarias. No de escrituración ni de seguros médicos o inmobiliarios, nada de reglamentos o pensiones. Su conocimiento del poder se confundía con el de la historia, apelando continuamente a principios abstractos imposibles de materializar. Apenas conocía la muerte. Mientras mi mujer acostaba a las niñas y al poco tiempo me apuraba de formas no siempre sutiles para volver a la cama, él me hacía preguntas y confidencias que buscaban mi complicidad. Pero la persona a la que él se dirigía ya no estaba ahí, por más que ésta le pidiera de nuevo el relato de las aventuras transcurridas en Ciudad Natal o en las arenosas playas de Las Bocas. Sólo estaba un hombre, yo, que apenas tenía paciencia o atención para con el relato de fantasías y opiniones que me prodigaba, y que desde luego no estaba dispuesto a aclarar nada luego de años transcurridos entre adultos atendiendo a intereses concretos, materiales, donde las intenciones sólo pueden ser económicas o políticas y siempre disfrazadas. Si yo tenía un propósito o respuesta recta, alguna lucidez que no fuera de orden práctico, ya no podía revelarlos, no sólo por la costumbre de guardar una ventaja con mi silencio, sino porque a fuerza de confundir al enemigo había terminado por confundirme a mí mismo. Nada podía darle, pues, a quien todavía buscaba sin haberse criado de la manera correcta ni alcanzar la adultez que calla mientras baraja, renovando una y otra vez a los estudiantes que lo toleraban sólo por un tiempo para luego crecer y abandonarle, haciéndose de parejas que no lo consumaban ni física ni espiritualmente el amor verdadero, la amistad sincera, el desinterés leal.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Este escrito no es creíble, todos los personajen hablan como el autor (quien por cierto no es Marías).

Miguel Ángel Bernal Reza dijo...

Pero no tú eras dios (ni con minúsculas). Para los subrayados hay que leer a Thomas Bernhard, no a Marías. Y claro que todos los personajes hablan como el autor: en este caso concreto era indispensable si quería que fuera cuando menos inteligible...