miércoles, marzo 11, 2015

El cine

A veces echo de menos la ciudad. Normalmente no cedo a la tentación de exponerme, pero tarde o temprano no queda más remedio que hacerlo: hay que ir a hacer la despensa, cortarse el cabello (aunque una buena maquinilla puede terminar con el problema en pocos minutos), ir a poner gasolina. El cine no es indispensable, y en reconocer que no lo es fallé hace poco con Birdman, de González Iñárritu, que sólo estuvo en exhibición una semana cuando por fin pasó por estas yermas tierras el año pasado y se reestrenó con motivo de los Óscares hace poco. ¿Por qué no me quedé en casa a esperar a que apareciera en DVD para comprarla y verla? ¿Por qué tenía que ocupar una butaca frente a una pantalla gigante si ni siquiera era una película de grandes efectos visuales? ¿Por qué di por sentado que era una buena idea escuchar sus diálogos y ruidos incidentales por medio de un potente equipo de sonido de múltiples salidas en una sala a la que conducía un pasillo que empezaba en una gigantesca dulcería atendida por adolescentes pasivos y manifiestamente estúpidos? Respuesta: porque se me olvida que no estoy en la ciudad.
El tranquilizador consuelo de muchos que pasa por reconocer que tanto en la ciudad como aquí se cuecen habas, que en uno u otro lugar me pudo tocar la misma fauna dentro de la sala, no funcionó esta vez: si en algún momento a la parte más elevada de mi espíritu le daba por sentirse profundamente identificada con la insaciable necesidad del protagonista de atraer la atención sobre sí mismo y conquistar un éxito tan indefinible como inalcanzable, la familia instalada a sólo tres asientos del mío echaba por tierra toda pretensión zambulléndose como una piara de cerdos en inmensas cajas de palomitas y bandejas de nachos rebosantes de amarilla grasa, sorbiendo coca-cola al tiempo en que se limpiaban las manos en los asientos para pasar sus dedos pegosteosos por inocentes pantallitas que iluminaban la sala como hace décadas sólo lo hacían las lámparas de los acomodadores, esos desempleados de profesión honorable ahora perdida para siempre...
'¿Qué pensarían?', pensé en algún momento. ¿Qué pensarían estos marranos cuando entraron a ver Birdman? Qué gran decepción se habrán llevado al comprobar que no era otra película de cómics y qué horrible aburrimiento esperar las escasas dos o tres apariciones del superhéroe alado, siempre magras, siempre ininteligibles. ¿Cómo se explicarían la película entera mientras el azúcar en su sangre se disparaba formidablemente y la grasa formaba bolitas que se adherían a sus —esperemos pronto— endurecidas y taponadas arterias? ¿Qué chingados —me decía circunspecto, casi elegante— podría pasar por la puta cabeza de esta familia silvestre mientras veían en la pantalla a una reseñista de Broadway que se quita sus lentes de pasta para decir al protagonista que va a despedazar su obra? ¿qué obra? ¿cómo despedazar? ¿a patadas? ¿por medio de una balacera que entonces sí le daría emoción a esta inexplicable cinta hacia la calificación de shila? Me resistía a creer que fuesen capaces de conseguir distinguir el objeto de su representación y más bien me inclinaba a que, como hacían algunas abuelas al principio de la televisión, estos imbéciles dieran por ocurrido cuanto veían en la pantalla ahora mismo y aquí, delante de nosotros: que le pidieran a Keaton no saltar por la ventana, que le ofrecieran el hielo de sus litros de soda a Norton para que se le quitara el dolor de un puñetazo, que se agarraran de sus asientos para no caer a la calle cuando acompañaban a Birdman por el aire. Pero esto hubiese sido tanto como pedirles concentración: ¿no era más fácil asumir que estaban simplemente comiendo en una sala de cine sin prestar la más mínima atención a lo que ocurría frente a sus ojos, desaparecidos los conceptos de trama, historia, diálogos, secuencias, etcétera? ¿no estarían asistiendo a todo esto simplemente como quien ve un atardecer o unos juegos pirotécnicos? Una vez conocí a alguien que me preguntó por qué compraba libros tan caros si en el supermercado los había tan baratos: literatura por kilo, ¡pásele, pásele!
Y, sin embargo, la disfruté. No sé cómo, pero la cinta logró absorberme lo suficiente como para que aquel ruido de chiquero casi ni lo notara. Ni siquiera lo echaron a perder el par de estúpidos niños que llegaron casi al final provenientes de otra sala y que, con sobrepeso, paseando de un lado a otro en medio de gritos que me hicieron intervenir para callarlos y preguntar si no venían acompañados de un adulto (?), terminaron por convencer a su familia de abandonar la sala: ¡eran los hijitos de los puercos de a tres butacas! ¿Cómo no lo vi venir si lo primero que hace la estupidez es reproducirse para aumentar sus posibilidades de supervivencia?
A veces echo de menos la ciudad. A veces el cine. Y volar.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Dr., no me diga que al salir del cine descubrió que acabó lo malo y empezó lo peor.
Jajaja y sí, fue caro...

Miguel Ángel Bernal Reza dijo...

La cuenta de FB me dice que "Raúl a 2 ami(e)s. Aidez-le à en retrouver plus." Ya ni la informática perdona... Empezó lo peor (pero FB permanecerá gratuito, según soy informado).

Anónimo dijo...

Por lo menos no está McCake para que suelte albures al respecto de los "Dos amigos" jajaja.

Miguel Ángel Bernal Reza dijo...

The unexpected virtue of ignorance...

raybanoutlet001 dijo...

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