lunes, marzo 16, 2015

Breve historia del dottore de la Sapienza

Hay gente con suerte y poca o ninguna inteligencia que un buen día por su falta de propósito en la vida, se ve becada para hacer estudios de maestría o doctorado en la Ciudad o, cuando sobra presupuesto y con la connivencia de profesores europeos que en virtud de sus cuotas de corrección política no pueden prescindir del elemento exótico, en medio de un continente al que mal entienden porque sus conocimientos de historia no van más allá del acordado por el consejo editorial de los libros de texto gratuitos. Tienen suerte, ya digo, no tanto porque se instalen a costa del erario en un continente culturalmente rico que de todos modos sólo sobará su egotismo y les pasará enteramente desapercibido, ni porque ello sea sólo el principio de una vida entrenada para la depredación de presupuestos, sino porque según sea la época en que ello ocurra puede pasarles lo que al dottore de la Sapienza, que en el colmo de las coincidencias consigue volver al país en el momento en que sus imbéciles autoridades creen posible superar el subdesarrollo de un plumazo decretando la apertura de plazas y la creación de centros de investigación a los que llenará cuanto pendejo esté disponible en ese momento: él, por ejemplo.
Un presidente dice que esta república es científica y enseguida se aprestan los que cobran del presupuesto federal a dos cosas: primero demostrar su independencia criticando la medida como insuficiente, pero necesaria, pues el dinero, aun si fuera infinito, nunca basta; segundo, demostrar en revistas ad hoc que efectivamente la ciencia tiene instalada entre nosotros desde la época prehispánica sin apenas discontinuidad (luego esta publicación se reporta como producto científico por el que a su vez se cobra otro emolumento). El dottore de la Sapienza trae su título europeo bajo el brazo y desearía quedarse en la Ciudad por mucho que ésta sea ya un retorcido laberinto de miserables calles donde se revuelven explotados y explotadores a respirar una atmósfera cargada tanto de plomo como de mierda. Le acompañan en su razonamiento los mixtecos y zapotecas, los de la sierra de Puebla y la Huasteca distante, costeños de Veracruz y campesinos de Guerrero: es aquí, en este hacinamiento, donde vive el poder en hombres de traje y corbata; y es aquí, por tanto, donde tenemos más oportunidad de que caiga algo de la mesa de los grandes señores. Pero no es tan fácil: ignora el dottore que aquí ya hay científicos mexicanos como Memelovský y LeMonde, Hsu y Popov, bien instalados en sus puestos desde hace siglos y poco dispuestos a renunciar o morir, de modo que no le queda más remedio que hacer sus maletas y acompañar a todos aquellos a quienes desechó la Ciudad hacia la nueva unidad Rancho Grande donde se le ha regalado una de las nuevas plazas tan rápidamente que apenas ha quedado tiempo a sus ex-asesores para celebrar el haber devuelto a su patria a semejante cenutrio.
'Ya está', se ha dicho el dottore apenas sentarse en su oficina expropiada a una granja donde antes se llevaban a cabo tareas improductivas como el cultivo de maíz y la producción de huevo. Él producirá artículos científicos y cobrará por ello (de hecho, podrá cobrar mensualmente aun sin producirlos). Él pondrá el nombre de esta república en alto. Ya cuelga sus degrees en la pared y pone sus cuatro libros en los estantes, ya se hace de una estilográfica para plasmar sus grandes ideas mientras frunce el ceño y eleva el labio superior, despectivo y babeante. Pero tiene la mente en blanco. Un blanco perfecto, inmaculado, no sólo ayuno de ecuaciones sino de meros pensamientos; sus neuronas un engrudo en el que no enciende ninguna chispa. Se descubre muermo, pero al menos consciente de que ello no debe ser notado por nadie, de que deberá ocultarlo siempre si desea salir adelante. ¿Pero cómo? El miedo le proporciona las herramientas: pedantería sin cortapisas ni vergüenza, abuso de los subordinados y refuerzo de las jerarquías (él es el investigador y luego será el jefe, ¡coño!), dress code estricto de tweed y pantalón de pana o gabardina, una loción dulzona y sobrecargada, gemelos en las muñecas... 
Las dificultades, sin embargo, no se hacen esperar: los estudiantes de las primeras generaciones lo ven desnudo y lleva tiempo y una paulatina acumulación de poder y presupuestos, de cortinas de humo y escamoteo de datos convencer a generaciones más jóvenes y modernas, es decir, imbéciles, de su sólido prestigio que se sustenta en nada y de su influencia internacional que se reduce a una mueca despectiva de cuantos colegas lo conocen. Se hace experto en pegar su nombre al trabajo de los demás, al principio apelando a la colaboración entre los miembros de la unidad Rancho Grande, luego disponiendo de dinero público para traer colegas extranjeros a trabajar en la unidad a cambio de favores académicos, finalmente empujando a estudiantes a producir lo que sea sin apenas asesoría ni sentido (¿y cómo podría darlos?). No le lleva mucho tiempo acostumbrarse a la desvergüenza: ¿qué le importa si Chilekovský o Stefanío, Kurva o Nelsson piensan que es un idiota si al final les pudo sacar dos o tres publicaciones y presumir de haberlos traído a conferencias y cursos y estancias? ¿qué más le da que se le caricaturice si al final dispone de los presupuestos y a sus ambiciones se pliega la ahora gerontocracia de la unidad Rancho Grande luego de veinte años? Sigue siendo un hombre con suerte al que no le hace falta voluntad para que las propias circunstancias le den lo que no ha pedido, eso inmerecido que defenderá con ferocidad y que ahora se traduce en residencias en colonias pudientes y colegiaturas en escuelas privadas para sus hijitos y en trato sudoroso con eclesiásticos, clubes de buenas costumbres y de rotarios. A researcher life-style, como si dijéramos, que debe defenderse contra amenazas reales e imaginarias.
Porque a veces se cuelan piedritas en el zapato y, apenas percibe molestias, el dottore de la Sapienza pierde la compostura y quiere morder y liquidar los asuntos de un manotazo. A veces le duele que se le toque el orgullo aunque éste sea producto de falacias y embustes, pues a fuerza de disfrazarse ha terminado fundido con sus máscaras y no soporta que se le resquebrajen. Este científico con espíritu de teólogo parece creer luego de veinte años de actividad en el área, whatever that means que lo que se publica en revistas es inmutable y no puede ser contestado, que una vez aceptadas sus mentiras y sancionadas por pares académicos ya la libró, que la discusión científica se acaba en la imprenta. Así pues, le sorprende e irrita profundamente que un par de ratas de provincia hayan demostrado que una de sus publicaciones es falsa. No se detiene a pensar que alguno de sus coautores debió perder la discusión cuando se hizo cargo de ella sin informarle, pues no se puede publicar una aclaración sin consultar a los autores. No le inhibe lo impropio de ponerse en contacto con uno de los que liquidaron su paper para decirle que debieron consultarle primero (!) cuando él mismo escribió un mensaje años atrás confirmando que estaba enterado ("¿Qué es toda esta putanata de los correos del Dr. Barney? Se supone que estamos colaborando, pero parece que somos enemigos. Dice que descubrió que los resultados que tenemos están equivocados"). No le da vergüenza, encima, apelar al sentimentalismo más barato porque todo en su mundo las colaboraciones y las refutaciones, los argumentos y las pruebas son asuntos personales, cuestiones de amigos o enemigos, nunca ciencia: "en vez de meternos el pie, podríamos apoyarnos", remata (!). Desde luego, no te jode: la generosidad a posteriori es siempre encomiable...
Seguirá pasando el tiempo. Al dottore de la Sapienza le esperan homenajes y reconocimientos, elogios a su trayectoria, aplausos de propios y extraños. Igual que en el momento aquel en que una favorable conjunción le dio una plaza en la unidad Rancho Grande apenas concluidos sus estudios en la vieja Europa, pronto no quedará quien le haga sombra en los consejos de administración científica (sic) de la república: será el dueño, el nivel tres, el elegante emérito que se hizo a sí mismo a base de esfuerzo y estudio porque las circunstancias así lo quisieron... El talentoso por default, el ciego en tierra de muertos, el dottore por excelencia...  
Larga vida tenga el hombre. Larga vida. 

2 comentarios:

Anónimo dijo...

No te burles que los Oaxaqueños no ceden con facilidad y si Juárez no hubiera muerto...

Miguel Ángel Bernal Reza dijo...

Si Juárez no hubiera muerto habría sido dottore... y su hermano también.