sábado, marzo 14, 2015

Pláticas prebautismales

Treinta grados a la sombra un viernes por la noche en Santa Teresa, como quien dice el fin del invierno, y con la Iglesia hay que toparse por razones que los creyentes no pueden explicar ni sienten ni desean analizar en forma alguna, sólo reproducir ciegamente para beneplácito de sacerdotes y adalides de la pía transnacional con sede en el Vaticano, a quien debemos no escasas explicaciones sobre la historia universal, que es como se llama a la historia del lado occidente del mundo, incluidas, (cómo no) estas sus desérticas periferias.
En la nave principal crudas paredes de ladrillos sin enjarrar rematadas por varillas arquitectónicamente un tanto alejadas de los modelos románicos y góticos que tanto colaboraron a la grandeza de esta fe una adolescente de piel caoba se ha envuelto en un amasijo de olanes rosas salpicados de abalorios mientras la rodea un círculo de pubertos vestidos con obscuros trajes ajados de tallas aleatorias, calcetines deportivos blancos de resortes aguados y zapatos negros ahora grises por hallarse llenos de tierra. En uno de los salones laterales ya están terminando otra sesión de catecismo y, más al fondo, en un cuarto maloliente con tablones improvisados como bancas, está empezando aquella reunión a la que hemos venido padrinos y padres de familia, mirones, curiosos y niños perdidos, rezanderas de trágica experiencia y hombres píos que nunca se ordenaron sacerdotes por las tentaciones de la carne: las pláticas prebautismales.
El sexagenario que conduce la reunión es un ejemplo de eficacia pedagógica: usa el mismo tono de voz durante toda la sesión (hora y media); lee sin inmutarse las treinta y tantas páginas desgastadas donde se anotaron todos los pormenores de la plática (plan de clase); mira al público sin considerar a nadie en particular, indiferente a que se trate de personas o bultos, vegetales, minerales o bestias (equidad de género, no discriminación); es insensible a los gritos de las criaturas que corren de un lado a otro y a los chillidos de bebés cagados y meados que atruenan la sesión de manera más o menos coordinada y a los pitidos y vibraciones de los celulares y a los molestos reflejos de las pantallas iluminadas y a los cuchicheos nada discretos de los rancheros y a los ronquidos desparramados del gordo de atrás (concentración y libertad); nos invita cada cierto tiempo a aclarar nuestras dudas en el entendido de que nadie lo hará porque sería descortés y bastante imbécil preguntar si fue de los romanos —como él dice— o de los egipcios que huyeron los hebreos hacia Israel, porque no viene al caso ponerse sutiles en cómo puede el agua del diluvio universal prefigurar el bautismo junto con el agua del Mar Rojo que se aparta para dejar pasar a Moisés y los suyos (realimentación).
Los hombres y mujeres que aquí vemos lucen cansados. Hay un olor indefinible de sudor y pies en todo el ambiente. Es el final de la jornada, vienen de trabajar y por razones que no pueden explicar están aquí, haciendo lo necesario para bautizar a sus hijos. Aunque la mayoría descree de todo lo que aquí se dice o bien lo da por cierto sin entrar en detalles, aunque no exista interés por la historia ni los textos bíblicos ni los símbolos religiosos ni la teología, se anotan en las hojas que extiende el responsable y se afanan en recoger su firma para el comprobante que les dará derecho a pagar un bautizo. No parece haber nadie que crea sinceramente que su hijo pueda ir al infierno (¿o era el limbo o ya ni siquiera eso?) por no estar bautizado. No parece haber nadie que crea siquiera en el infierno y sólo unos cuántos dan por buena la existencia de un dios personalizado que premia y castiga de manera sospechosamente parecida a la mismísima suerte. ¿Están aquí entonces porque quieren hacer una ceremonia cuyo significado ignoran como pretexto para hacer una fiesta? Y si es así, ¿por qué no hacerla directamente? ¿creen que el bautizo es una magia —lo que por cierto el encargado de la plática niega una y otra vez— y, si no lo es, qué coños significa ser insuflado por el Espíritu Santo?
Hay un momento suspendido en que me veo haciendo la segunda lectura en la pequeña iglesia de San Juan Bosco frente a mis abuelos, con voz atiplada y ademán reconcentrado, orgulloso; hay un momento en que me veo reconfortado saliendo de la iglesia de San Gregorio Magno luego de hablar con el padre Sergio que ya recoge sus cosas camino a la casa contra las adicciones en la que trabaja; hay una pausa silenciosa en mi cabeza en que me veo sentado en la azotea de la casa leyendo a San Agustín y Santa Teresa, a Santo Tomás de Aquino y a San Juan de la Cruz; hay un instante que se parece mucho a un delgadísimo hilo a punto de romperse en que recuerdo una misa al aire libre allá en los Altos, en que resuena la voz en off del padre Antonio: "La esperanza más grande de un cristiano es la segunda venida de Cristo, que pondrá fin a la historia y donde todos seremos juzgados. Este fin que puede llegar hoy mismo o en la transfiguración del tiempo en la eternidad será hecho bruscamente por nosotros los cristianos..."
[...]
"Casi todos los ropones están bien nacos, con que haiga uno beish me conformo", dice una madre de familia adolescente al terminar la plática. Mientras salimos, la chica de rosa con brillitos se hace fotos en el atrio, repegada a dos de sus chambelanes. Con uno de ellos monta en una ruidosa moto que acelera evadiendo los baches y derrapando peligrosamente en la esquina para desaparecer tragada por la obscuridad.
Perdida mi fe digo con Jesucristo: mi Reino no es de este mundo. Tristemente, tampoco de aquel.