lunes, septiembre 23, 2019

Intérprete

Dudo mucho de la ingenuidad como fuente de los primeros malentendidos. De la pureza de intenciones detrás de los primeros pasos en la dirección equivocada. Un buen día nos oye cantar mamá en el patio mientras jugamos y al otro nos hace hacerlo delante de los profesores de solfeo. La vanidad hace el resto. Clases, concursos, premios. La convicción de que hemos nacido para algo nos la dan los demás, pero al ganarla vamos dejando de ser nosotros mismos para ser lo que otros quieren que seamos. No hay ingenuidad en optar por el aplauso y la aprobación, si acaso una educación moralmente defectuosa que ya nos convirtió en monstruos desde los primeros años. Culpa de mamá, me dirás. Pero no he sido niña siempre ni acepté contra mi voluntad lo que se me fue presentando, luego soy la primera responsable de haber arruinado mi vida, triunfando. Porque queda poco para morirme de esta enfermedad y porque ya soy vieja de cualquier manera, sé que ya no podré enderezar nada. Porque siguen llegándome cartas de admiradores y mil solicitudes de periodistas, los discos vendiéndose por millones, sé que he triunfado. ¿Pero cómo explicar sin demasiada vergüenza que esto no es en modo alguno lo que quería? ¿Cómo sacar a la luz las paradojas que como montañas han terminado por rodearme en este tramo final?
Desde luego el primer error ha sido creer que era especial. Es verdad que tenía una voz privilegiada como tienes tú cabeza para las matemáticas, pero eso no tiene necesariamente que ser nuestra vocación ni nuestro destino, menos aún nuestra condena. ¿Cuántos talentos se habrán torcido igual que el tuyo y el mío cediendo paulatinamente al engranaje del mundo? ¿No querías ser escritor? A mí me ha pasado igual que a esos que escriben y escriben sin que los lea más que un puñado de amigos y, un buen día, son contactados por un editor que dice estar interesado por su trabajo, un editor que luego se toma la libertad de pedir más de esto y menos de aquello, un hombre práctico que suprime capítulos enteros por hallarlos demasiado esotéricos y se atreve incluso a sugerir tramas para ciertas partes de la obra, soluciones, les llama; sale por fin el libro y es un éxito de ventas y el público quiere más de eso que ya no es el autor, quiere más de ese producto y está dispuesto a condenar cualquier intento del escritor por volver a sí mismo. Naturalmente, casi siempre se cede.
En la academia tuve notas excelentes y aún desde antes de egresar era llamada para pequeños trabajos como solista, en teatro y musicales, en este país que no es desde luego el más culto de Europa, pero también en sitios tan exigentes como Berlín o Milán. Empecé a vivir cómodamente. No era rica ni famosa, tampoco tenía visos de poder llegar a serlo de continuar en ese medio de personas cultas y resignadas. Gente interesante, liberal, con la que solía trasnochar para escándalo de mis padres que pronto se arrepintieron de haber animado la que decían era mi vocación. 'Sois todas unas putas', decía mi padre, 'todas las artistas'. 'Yo no soy artista, papá', le espetaba, pero supongo que a la larga no se equivocó porque de eso (de artista, no de puta) terminaron por tratarme en todos esos países miserables donde también se habla esta lengua zarrapastrosa. Mi madre se limitaba a pedirme que rezara el rosario, 'aunque sólo sea de vez en cuando', tratando de asegurar una conducta honesta de mi parte por medio del absurdo chantaje de sus sollozos. Entonces, luego de un concierto mal pagado en esa ciudad costera que se siente ilustrada, me contactó el agente mexicano.
Tú no sabes el dinero que tienen los que lo tienen en esos países de mierda. El agente vestía carísimo, hablaba con extraordinaria cordialidad, me pagó una botella importada que ahora debe costar unos doscientos euros, sólo para plantear su asunto. Quería que hiciera unas pruebas para grabar un disco y, si me parecía, grabarlo con fines comerciales. No pareció inquietarse en lo más mínimo cuando me reí ni cuando alegué ahora veo que estúpidamente que yo era una cantante profesional, con estudios, no una chica con ínfulas de ídolo juvenil. 'El compositor es ya muy famoso en mi país', me explicó pacientemente, 'de modo que el éxito está asegurado, no tendrá usted que preocuparse más que de cantar'. Hasta ahora había trabajado para públicos más o menos selectos o que aspiraban a serlo, aunque las expectativas de mejora material o profesional fueran limitadas, ¿podría soportar cantar para el gran público? Estaban de moda los cantantes de baladas románticas, individuos que afectaban una vida tormentosa y bohemia, ridículos, que eran aplaudidos lo mismo por jovencitas histéricas que amas de casa, por hombres que regalaban sus discos o amenizaban reuniones vaporosas con ellos. El pop no era todavía el fenómeno que terminaría por ser, no en este país que apenas se desperezaba ni en los otros que también hablaban esta lengua bajuna: era sólo anglosajón, lejano y admirable. ¿Renunciaría yo a la convivencia con mis compañeros cantantes y músicos para entrar en lo que entonces se llamaba con irrisoria ceremonia industria musical? 'Sois todas unas putas', me dijo el director de la orquesta cuando le anuncié que había aceptado la oferta del agente mexicano. Pero no conocía a mi padre. 
Tú sabes cuán sucio nos puede jugar la creencia de que debemos cultivar nuestros talentos y llegar a lo más alto, cuán fácil es confundir la dicha altura con el reconocimiento de los demás, interesado o no, experto o profano, ¿o me vas a decir que los profesores más destacados que has conocido, esos a los que invitan a conferencias plenarias en congresos internacionales, que sonríen siempre, que estrechan manos y reciben circunspectos trofeos y diplomas, que hacen discursos que son presuntas muestras de su ingenio, son todos autores de obras brillantes que destacarían por sí solas sin toda la parafernalia que las rodea y que el referido tiene a bien procurar siempre? ¿no es verdad que casi nada soporta una segunda vista ni el detalle? ¿y no es cierto, todavía más, que aquellos cuya obra es verdaderamente excepcional, realmente indispensable para avanzar en la ciencia o arte de que se trate, son casi siempre individuos que abjuran de las alabanzas y rehuyen los reflectores? Esto se sabe cuando se tienen dos dedos de frente y una pizca de sinceridad para consigo mismo. Yo lo sabía y aún así visité aquella ciudad horrorosa allende el Atlántico para grabar el primero de muchos discos en que hacía de intérprete de las composiciones de un maricón, piezas de una complejidad nula, de letra vulgar, estúpida, que me hicieron subir los colores al rostro. Yo era una mujer, si no culta, sí cultivada, que había frecuentado gente interesante y cabal, que había hecho estudios y visitado capitales verdaderas y no esta mierda. Pero el disco se grabó. Gustó. Me hizo rica y famosa en muy breve tiempo.
A la balada romántica le sucedieron rancheras y el folclor más variado, todas las mamarrachadas de que era capaz el maricón. Vomitadas en mis discos, eran luego reproducidas en el radio, tarareadas lo mismo por albañiles que por amas de casa, chóferes de camión y borrachos de todas las fiestas del subdesarrollo. Dejaron de llamarme al teatro y la ópera en mi país y pronto no tuvo sentido continuar en Europa. El agente mexicano me hizo comprender la velocidad a la que viajaba el tren al que acababa de subirme y el perjuicio mortal que me causaría intentar bajarme: promociones en televisión donde debía fingir que cantaba mientras se reproducía la canción grabada en el disco, entrevistas en radio con individuos que buscaban a toda costa fagocitarme por medio de las más atroces simplificaciones y majaderías, conciertos ante masas informes que repetían las horrorosas letras compuestas por el maricón y de las que yo sólo era una intérprete, alguien a quien se le exigía fingir que sentía lo que cantaba, ya fuera el enamoramiento o la muerte, la venganza o la revelación, una emoción acartonada después de otra sin apenas pausa ni sentido; firmas de discos con gente que parecía normal sin serlo, giras por sitios de nombres impronunciables y hoteles que no eran tales, pequeños shows privados a los que llamaban palenques y en los que vaqueros adinerados y gordos se emborrachaban rápidamente para luego interrumpirme a gritos y disgustar a sus esposas-objeto, mujeres con aspecto de travestidos, cubiertas de joyería grotesca y excesivo maquillaje. La locura.
Como pasa a todos los que se acomodan a aquello que detestan, inventé motivos para hacer pasar lo inadmisible por tolerable, a fin de no dejar de amasar la fortuna que estaba consiguiendo. Cuando podía estar en la enorme casa que me había hecho construir en mi ciudad, lejos del espantoso continente lumpen allende el Atlántico, me encerraba en el cuarto de baño que daba a un pequeño jardín y me metía en la bañera por largas horas, primero haciendo como que disfrutaba de aquel solaz, pero luego sollozando incontrolada cuando por fin lograba abandonar el papel que interpretaba. Buscaba entonces a mis viejos amigos, pero no todos accedían a visitarme ni todos los que me visitaban eran capaces de verme de la misma manera. Es extraño, pues, que tú sigas aquí. Y todavía más sorprendente que me comprendas habiendo pasado tu vida metido en la universidad haciendo matemáticas. No eres famoso. No eres rico. ¿Cómo puedes decir que tú también te has equivocado de camino? Estás en la situación en la que yo me hallaba antes de encontrarme con el agente mexicano, ¿no? Tendrás colegas más o menos interesantes con los que convivir de vez en cuando, tendrás romances en esta ciudad o en aquellas que visitas durante seminarios y conferencias, qué sé yo. ¿Dices que querías ser escritor? ¿Que has hecho lo que hiciste porque querías seguir convenciendo a los demás de que eras bueno en matemáticas, tal como decía mamá y luego dijeron los maestros, tal como decían los compañeros de la escuela y luego los colegas? Bueno, querido Luis, ¿qué te puedo decir yo acerca de interpretar papeles si sólo me estoy muriendo?