lunes, septiembre 16, 2019

Violador

Cuando aún los tenía, consolaba a mis amigos diciéndoles que el tiempo no se desperdicia nunca, ¿lo recuerdas? Les explicaba que es inevitable ocupar todas las horas que nos son asignadas exactamente las mismas a cada uno de nosotros y adquirir, aún desde la más improductiva de las rutinas, una experiencia vital irrepetible que nos hace menos ignorantes que cualquier otro en esos rubros en que decidimos o consentimos, aún pasivamente meternos. Un consuelo barato, sin duda, en el que evidentemente no creía si tomamos en cuenta la cantidad de obras y logros objetivos en que puse el mayor de los empeños para conseguir el reconocimiento de los demás. Así pues, nunca supe desperdiciar el tiempo, pues incluso leyendo libros o mirando películas con aire despreocupado, me atravesaban toda clase de síntesis mentales, procesos que fijaban lo que tenía delante para su aprovechamiento ulterior. Una productividad a ultranza, condenada al fracaso por talento insuficiente, pero también por la raíz megalómana de sus motivaciones. Un quehacer intelectual que estorbaba el vicio que medraba en el orden. Un permanente combate entre contrarios sobre la arena del tiempo. Porque siempre queda algo fuera, ¿verdad? Lo entendemos mejor conforme se agotan los plazos. Se pierden oportunidades continuamente, tú mejor que yo lo sabes. Y así, contrario a mi falso consuelo, es evidente que siempre estamos desperdiciando el tiempo.
Nunca somos claros. Vives separado de tu mujer desde hace años y, sin embargo, has dejado pasar casi todos los ofrecimientos sexuales que te han hecho diversas empleadas y clientes de la tienda, aún los más decididamente físicos, sin ramificaciones sentimentales aparentes. ¿Por qué? En tu juventud dejaste que la indecisión ganara terreno hasta que te fue imposible cambiar en lo profesional o económico: te condenaste a fuerza de no hacer nada. ¿Qué ocurrió? Si eras una persona tan sexualmente activa como yo, si tus capacidades eran mejores que las de muchos de nuestros salvajes compañeros de la escuela elemental, si a tus inquietudes y miras, si a tu conciencia toda y tu nobleza correspondía un destino a la altura, ¿por qué vives en las sombras? Podemos ensayar respuestas y recuperar algunas de las muchas conversaciones que tuvimos desde la adolescencia hasta el día de ayer en que ya no éramos jóvenes, pero debo decirte que ahora soy yo quien se hace las mismas preguntas, los mismos reproches. Porque, igual que a todos, llega un momento en que te detienes a mirar alrededor y descubres que el mundo ha seguido su marcha por otro camino. Porque ya no puedes desandar ni volver a escoger. Porque no había respuesta correcta.  
Yo desperté muy pronto a la sexualidad y no fui un niño inocente. Manipulé a los adultos de mi entorno para satisfacerme y aproveché las prohibiciones y condenas de quienes me descubrieron las de mi madre y maestras, las de algunos compañeros para alimentar la obsesión onanista a la que me limité con escarceos materialmente insignificantes, pero de gran incentivo psicológico hasta más allá de los veinte años. Mi sola experiencia desacreditaría la histeria moderna por proteger a la infancia de sus presuntos depredadores, aunque mi historia no es en modo alguno una excepción: tú mismo reconoces la deliberación de buena parte de tus actos impúberes. Que la época se haya vuelto excesivamente hipócrita y delicada, absolutamente idiota, hasta el punto de no reconocerse a sí misma sus intenciones, es sin duda un triunfo de la mentalidad ultramontana que ya hubieran querido para sí los sacerdotes católicos de tiempos presuntamente más obscuros y, paradójicamente, menos ñoños que los actuales. Tú mismo fuiste víctima de mis avances. Entonces podíamos hablar de consenso. Hoy no. Los tiempos son tan alelados que estoy seguro de que, aún sin mi consentimiento, alguien tendría la iniciativa de denunciarte por haberte aprovechado de mí hace veinte años, sólo porque tú insertabas y yo recibía, sólo porque cediste a la seducción que, según estos tarados, yo no podía conducir por no ser consciente de lo que hacía, cuando si alguna víctima inocente hubo fuiste tú. Porque yo era un niño demasiado inteligente y tú uno de buenos sentimientos. Porque yo era un niño alevoso y tú uno sin dobleces, genuinamente puro
Así pues, el ejercicio de mi sexualidad llegó tarde y mal, pasados los veinte y en calidad de niña, pues no fue sino hasta los veinticinco en que descubrí que podía ser yo quien penetrara a otros convirtiéndome en hombre, es decir, en agresor según los tiempos que corren. Entonces ni siquiera me daba cuenta de que todas las lenguas consignan como sinónimos del acto al que llegaba con tanto retraso verbos como joder y chingar, cargando de violencia el rol que ahora asumía y haciendo de mis genitales un bumerán perfectamente capaz de volverse contra mí. Así me lo hizo saber la policía de ciudad natal, por medio de la extorsión, cuando me sorprendió en un parque acompañado de un limpiaparabrisas cuya edad incierta permitía hacer caso omiso de su voluntad. Así lo comprendí también cuando, amenazado, tuve que sacar a empellones de la casa o el coche a quienes hasta hace un momento se mostraban obsecuentes y salaces. Cuando sentía alivio ante un vuelo que por fin me elevaba por encima de tentaciones y amenazas. Cuando cogía el coche para alejarme durante meses del lugar donde se hubieran producido malos entendidos. Imagínate cuánta gente indecisa y cuánta víctima en un país de acomplejados y maricas como este, cuántas ganas de culpar al de al lado y de linchar a quien se atraviese. Cuánta irracionalidad como materia prima inagotable. Así que cuando me descubrí hombre tuve que sortearlo todo e intentar recuperar el tiempo perdido. Un cuarto de siglo como niña, nada menos.
Cuando miro lo hecho, pese a todo, me asalta la sensación de que desperdicié años preciosos. A la precocidad de mi niñez le siguió una juventud lenta que para colmo se enredó con esa pareja de largo aliento que amaba tanto como no me gustaba. Con su presunto consentimiento, pero a sus espaldas, se produjeron encuentros incompletos o pobres arrebatados a hurtadillas en baldíos y callejones, coitus interruptus en hoteles espantosos y azoteas de vecindad, exploraciones arrebatadas a los márgenes que iba dejando la conducción de una vida intelectual que pronto me llevaría al extranjero. Hasta ahí la juventud permitía que la distancia entre mis chicos y yo la cronológica, pero también la económica y social fuese razonable; pero una vez transcurrido el largo intervalo extranjero donde convivieron la inopia sexual y la continuada ficción de una relación a distancia, me encontré separado de mis chicos por un abismo que no ha dejado de crecer, transformando lo natural en sospechoso, lo gratuito en interesado, lo consentido en abuso. He recordado, a propósito, un programa de televisión en el que una juez norteamericana que atendía un pleito entre un hombre mayor y una mujer joven, recriminaba a aquel, con un puritanismo típicamente norteamericano y muy de la época, el no haberse metido únicamente with his own kind. La imagino perfectamente apuntándome con su dedo condenatorio mientras hace una severa admonición: your own kind, Mr. Gala! What were you thinking?! ¿Cómo puedo seguirme acostando con mis chicos cuando ya tienen la mitad de mi edad? ¿Cómo puedo presentar a esta juez los numerosos casos en que ello se ha producido sin mediar coacción alguna cuando la diferencia es ya prueba de coacción? Repeat after me, me diría: a esta edad ya no hay sexo consensuado.
Ciudad natal quedó atrás apenas terminado mi dilatado salto extranjero, hirviendo de jóvenes con los que acostarse en calles que ya no pueden recorrerse. Huido a Santa Teresa, cuyas dimensiones combinadas con mi actividad me hicieron perder el anonimato rápidamente, continué la ficción de la relación a distancia que no moría, pero ya no estaba viva undead y aproveché, siempre insuficientemente según mi propio recuento, los cuerpos que generosamente me fueron ofrecidos antes de que la inconsciencia sobre mi edad y circunstancia desapareciera definitivamente. Si bien la corrección política había quedado a varios años de distancia gracias a la geografía, mi tiempo de cara al mundo se agotaba: un día fue a reunirse conmigo quien ya había muerto; otro día se fueron mis últimos amigos por los que creí equivocadamente que aún era joven; luego murió mi hijo. Nunca como entonces la enorme distancia intelectual y material con mis yacientes fue tan manifiesta, nunca mayor el peligro de los carros siniestros de cristales velados que disminuían la velocidad al pasar. Sentí la amenaza de los muchos ojos que me rodeaban y me descubrí desnudo.
Hace tres años que me separé como tú. Contrario a lo que supondría hallarse solo luego de casi dos décadas de promiscuidad a espaldas de mi relación un tiempo inexplicablemente largo, claramente desperdiciado si se toma en cuenta que la unión no tenía sustento sexual sino subliminal: una idealización de la pareja no he vuelto a acostarme con nadie. No faltan jóvenes dispuestos, desde luego, como esas empleadas y clientes que te acosan continuamente, chicos con voluntad y autonomía, con curiosidad, aunque se las niegue esa juez televisiva y casi cualquier miembro de la sociedad presente. Pero no he cedido, quizá porque el deseo no es tan grande como en otro tiempo y empiezo a cansarme, quizá porque quiero liquidarlo para que no siga estorbando la consecución de mis obras. Gran inquietud perturbadora. Potro demencial. Tiempo desperdiciado cuando faltaba pudiendo hacerse ¿como ahora? pero también despilfarrado cuando se tuvo, siempre insuficiente.