domingo, septiembre 01, 2019

Somnolencias

A los lados del tren que se mece con suavidad mientras atraviesa los campos, aparecen grupos de árboles apretados unos contra otros o separando cultivos de granos y legumbres, acolchadas superficies verdes seguidas del hirsuto café pálido del trigo, bolas de heno a las que luego reemplazan vacas u ovejas, casas y algunas carreteras, establos, pequeñas fábricas. Dentro del tren, el silencio de los hombres es el constante murmullo de las ruedas al cruzar las traviesas más separadas o el apagado chirrido de los frenos cuando se detiene la marcha, el bufido satisfecho de las puertas neumáticas que se abren o cierran, a veces sin que las atraviese nada más que un olor a tabaco o sudor, un perfume como fantasma al que le falta el cuerpo. Atardece. La luz crepuscular del sol, que de repente es destello fugaz en un cristal o añadido matiz en el aire que separa la vista de los objetos, avisa ya con su inclinación el fin del verano, obligando a quienes son llevados por el tren a recogerse en sí mismos como hacen los sobrevivientes de una larga fiesta, el calor todavía dentro de ellos como una débil flama que se resiste a desaparecer.
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En algún rincón apartado por donde no pasan turistas se habrán sentado a descansar sobre la escalera de un desgastado puente de mármol, a la sombra de una enorme iglesia y de desvencijadas casas de colores térreos. La ropa blanca en los balcones meciéndose con el viento. Las flores en macetas ancladas a la herrería que dejan escapar gotas que no pudieron retener. Ya en el reflejo ondulado de las aguas verdosas del canal debajo de ellos, ya en los meandros de una mancha oleaginosa sobre la superficie o en el repentino callar del viento por encima de sus cabezas, lo habrán comprendido: el verano tiene sus días contados como lo tienen los objetos y las ciudades, como lo tiene el tiempo de mirarse uno al otro y de ir de la mano por las calles. Se hará el silencio como ahora en que ya pueden percibirse los ruidos de una cacerola lejana y el cada vez menor de unos cubiertos que son puestos a la mesa por una mano invisible; la vida de los demás, insinuada detrás de muros y ventanas, será el fondo en que ellos desaparecerán un día, ahogados como los muchos objetos que pueblan el lecho de la laguna en que, día con día, se sumerge esta ciudad.
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El avión que despegó en dirección noroeste, todavía en la obscuridad por encima de una isla de luces sin agua, es alcanzado por la luz del amanecer. A la derecha, más allá de las ventanillas, se abre paso una línea roja por entre las sombras de las nubes recortadas contra el alba; a la izquierda, un azul marino casi negro es sucedido por un gris obscuro sin arriba ni abajo. Se queda dormido. El avión cae de panza con la suavidad de una hoja en medio de la plaza mayor de ciudad natal. Le sorprende no tener miedo a pesar de estar consciente del peligro de una explosión y, conforme a instrucciones mil veces repetidas, abandona el avión por uno de los toboganes desplegados aunque el suelo está prácticamente al nivel de la puerta. Conforme se aleja de los restos, distingue a pocas cuadras las puntiagudas torres de catedral y celebra la casualidad extraordinaria de haber caído aquí. 'Qué suerte', se alcanza a decir entre el gentío de pasajeros y mirones. Pero todo mundo ha traído consigo sus pertenencias mientras que él, obediente a las reglas, las ha dejado en la cabina. Siente un gran deseo de volver a por ellas porque el avión sigue estando ahí, a pocos metros, con la puerta casi al nivel del suelo y su tobogán amarillo como pasarela. Piensa en el peligro de que la aeronave explote mientras evita el arroyo de combustible que se ha formado. Vuelve a mirar de reojo la catedral, incrédulo. Ya está de nuevo frente a la puerta y apenas pone una mano en el fuselaje cuando una sacudida lo despierta. El avión da una pronunciada vuelta por encima del valle y ya distingue la cuadrícula de sus sembradíos, el trazo recto de sus calles, la forma oblonga de la laguna. Están por aterrizar. 
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No debe dormir hasta el anochecer para poder adaptarse al nuevo horario. Así se lo dijo por primera vez el gordo en su jardín bordeado de cipreses donde preparaba conejo asado y su mujer servía pequeños canapés decorados de fruta y licores. Así lo corroboró el hombre cara de caballo que aún parecía joven, café en mano, luego de rechazar más conejo y hacerse con otro canapé. Hacía años de aquel despreocupado consejo que, como el resto de los que dio el gordo, nunca la rubia y sólo a veces el hombre cara de caballo que aún parecía joven, tenía toda la apariencia de ser verdadero sólo por ser autoritario. Así pues, anduvo recorriendo las calles de Santa Teresa en vez de quedarse en casa, a pesar del calor, bastante elevado todavía, del final del verano. Para evitar el insomnio. Para evitar la sombra siniestra de confusión que se alargaría sobre él cuando cobrara conciencia de que estaría solo por mucho tiempo. Ya estaba aquí, materializado, el silencio que los rodeó sentados sobre un puente de mármol de una remota ciudad antigua de canales de agua verdosa. Presentimientos...  De repente se encuentra frente a una casa que habitó con quienes ya murieron, desvencijada y rota, vacía, con el número de metal aún en su lugar y las ventanas intactas. No tiene puertas y la recorre lentamente, sobrecogido, con las historias ahí transcurridas sucediéndose en su cabeza con rapidez: el baño de azulejos amarillos donde volaban cucarachas, los armarios donde estaban las cartas de la dueña, la recámara donde hizo el amor mientras los ratones roían la madera de la cocina... Emerge y la luz lo ciega. 
Ya nadie le espera en casa.

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