lunes, septiembre 30, 2019

Vagabundo

El día en que murió José José bajé al sótano del Sanborns de Juárez y Dieciséis de Septiembre. Yo sabía que las cosas ya no eran como antes. Que los baños ya no eran gratis. Que los maricones ya no venían aquí. Que Doña Herlinda y su hijo se habían quedado atrapados en el infernal tráfico de afuera. A pesar de todo me atuve al ritual y recorrí las estanterías de revistas. Me pasee entre las islas de libros que rodean la escalera. Hice como que examinaba las tarjetas de buenos deseos que se hallaban casi a un lado de la entrada a los baños, ahora vigilada por una señora pequeñita pero adusta que cobraba cinco pesos a quien quisiera pasar. Pensé en si los maricones habían dejado de venir por los muchos lugares donde ahora podían meterse mano o si era su sola tacañería la que había convertido a este lugar en un sitio de encuentros démodé. Sé que yo no quise averiguarlo pagando cinco pesos. Que me limité a pasar frente a los baños echándoles una rápida mirada que se encontró con la de la señora pequeñita pero adusta. Que esta mirada terminó por seguir en su ingreso al baño a uno de los vigilantes más jóvenes y bien parecidos, todavía demasiado ocupado en hablarle a susurros a su auricular al momento de entrar gratuitamente en el servicio. Pero no entré tras él. Esperé a que saliera entreteniéndome en los ademanes afectados de los cajeros, abriendo distraídamente enormes volúmenes ilustrados sobre cultura mexicana y otras quimeras, levantando algunos objetos inútiles que querían pasar por elegantes accesorios de oficina y sólo eran vulgares trozos de madera plastificada. Subdesarrollos.
Pero el vigilante no salió y la insistencia oportunamente comercial de los empleados del área de discos en hacer tragar a todo José José de golpe, me hizo subir las escaleras camino a la calle y volteando de vez en vez para ver si captaba al vigilante saliendo por fin del aseo. Me aburrieron en esos segundos las comparaciones mentales entre mi cuerpo aroperado de hombre en sus cuarentas y las carnes magras con que solía ligar a chicos en este mismo lugar veinte años atrás. 'Aquí me giraba también para ver si alguien me seguía', pensé asqueado de mi barato recurso de cine, 'me veo ahora mismo frente a las revistas, mirando de reojo al de al lado, ¡qué joven era!', pensé burlándome de mí mismo. Crucé perfumería asombrado de que los vigilantes no revisaran la mochila que llevaba a la espalda. Me enfrenté al ruido y la luz de la calle entrecerrando los ojos y llevándome una mano a la frente a modo de visera. 'Solía salir y esperar a veces pegado a los cristales para que pudiera verme aquel que me siguiera, por si se hubiese retrasado abajo o fuera de esos antiguos que se toman su tiempo: ligar a pie, sobre la marcha, ¡qué privilegio de jóvenes!', me dije haciendo muecas de vergüenza por mis pensamientos. Pero entre el gentío nadie se habría dado cuenta.
Caminé hasta la Plaza de Armas y me senté frente al quiosco recién reinstalado luego de la última salvajada que el subdesarrollo infligió a esta ciudad: una nueva línea de tren ligero, subterránea y elevada, que como la cicatriz de un navajazo la desfigura de un lado al otro. 'También aquí ligué, por supuesto, sobre las bancas, con sólo tocarme los genitales'. Y afligido por este pensamiento vulgar que me parecía paralelo a la destrucción urbana, abracé la mochila por el frente hundiendo mi cabeza contra ella. En el camino hacia acá había pensado en seguir leyendo mi libro sudamericano hecho en Europa, pero me lo impidió un repentino cansancio. Miré el reloj del Palacio de Gobierno con su ridículo agujero para entretener turistas con historias de balaceras revolucionarias, eché en falta a dos de las cuatro estatuas que adornaban el jardín representando a las estaciones que en sitios más civilizados que éste transcurren año con año, 'quizá ya adornen el jardín de algún político', me quejé como si fuera yo menos que un sastre. Entonces se acercaron la reportera y el camarógrafo.
'¿Qué opina Usted de que haya muerto José José?', le preguntó ella al hombre que se hallaba en el otro extremo de la banca mientras el camarógrafo apoyaba la cámara en un tripié. El entrevistado no entendía lo que estaba pasando y era tan anciano que, cuando intentó responder, contestó con un hilo de voz ininteligible. La reportera lo tenía frente a ella y no lo miraba, no podía mirarlo porque sus ojos lo atravesaban de lado a lado. El camarógrafo, detrás del tripié, ni siquiera asistía a la escena: se mordía las uñas de una mano y con la otra miraba su celular. Un par de profesionales haciendo trabajo de rutina. Fríamente. '¿Le ha entristecido la noticia o cómo se siente por esta tragedia?', 'Uno de los grandes que nos abandona, ¿no le parece?'. Cuando hubo tenido bastante pasó al siguiente hombre sobre la banca, el de en medio, quien se explayó ajustándose milimétricamente a la cretinización que se le exigía: 'Verá Usted, a mí por supuesto me ha consternado esta noticia, muy lamentable, muy gran pérdida para el mundo, una gran voz y un gran talento, ¿verdad? vamos a tardar en reponernos de este golpe tan duro para la música y el arte, porque es un arte lo que él hacía, ¿verdad? el príncipe de la música o ¿cómo era? sí, eso, la canción, pues bien tristes nos quedamos, ¿verdad? ¿que si creo que habrá otro como él? Verá Usted, la historia da muchas vueltas, ¿verdad? ahí tiene usted al joven este ¿cómo se llama? ¿Roberto Úrsula? qué voz tiene, promete mucho ese muchacho... siempre cuando desaparece una gran estrella surge un lucero nuevo, ¿verdad? es todo lo que le puedo decir'. Yo seguía con la cabeza hundida en la mochila valorando si contestar a la entrevista con alguna floritura ingeniosa o cínica o irónica, o si de plano negarme no sin antes decirle a ella algo como 'creo que ya has tenido bastante de respuestas estereotipadas y lugares comunes a tus preguntas sin sentido, ¿no te parece?', pero la reportera no había terminado con el individuo que ridículamente afirmaba sentirse personalmente afectado por el fallecimiento de José José, '¿qué recomienda usted a los que también sufren por esta increíble tragedia?', '¡por dios santo!', pensé para mis adentros, '¿cómo puede ser increíble la muerte de un alcohólico? ¿dónde ha estado esta imbécil en todo este tiempo? Ahora me va a oír'. Pero el tipo seguía contestando sin dar muestras de arredrarse con el carácter cada vez más absurdo de las preguntas. Entonces, cuando la reportera le dio las gracias y el camarógrafo cerró su tripié para moverse de lugar, sin siquiera mirarme, se alejaron rápidamente.
Sonreí. Me puse de pie. Como un vagabundo anduve hasta los arcos donde despachaban nieve de yogur y las famosas donitas de masa dulce. Seguí hasta la estación de Plaza Universidad donde una multitud se entretenía con otra de esas rutinas de payasos en donde participaban voluntarios del público. No existía ya desde hace años la tienda de discos donde compré los de Santa Sabina, tampoco ya la famosa Copa de Leche a donde invité, por sugerencia de mis amigos, a la segunda de mis novias; sí estaban, en cambio, todavía en su sitio, la Librería Cervantes de libros usados en cuyo fondo ignominioso alguna vez tuve que cagar y El Nuevo Mundo, la tienda de ropa donde jugaba escondidas junto con mi hermana para no aburrirnos mientras mi madre se probaba blusas y vestidos. 'Otros tiempos', me dije reprochándome instantáneamente aquella frase tópica e inservible. Llegué así al Parque Revolución cuyos habitantes modernos inexplicablemente llaman Parque Rojo. Tampoco aquí quedaba ya ninguno de los maricones que lo hicieron famoso, algunos de ligue y otros de prostitución, los mismos que luego se mudaron a la calle Morelos y más tarde, con la proliferación de sitios esnóbicos a donde acuden los fines de semana los wannabes de toda índole para beber cerveza en medio de música ensordecedora, se mudaron a ninguna parte: desterrados de lo que fue suyo en espera de otros tiempos que los reivindiquen, sombras que deben estar al acecho del tiempo propicio detrás de paredes y ventanas. '¿Volverán a la tierra? ¿volveré yo?', me pregunté mientras sacaba mi libro sudamericano hecho en Europa, ahora sí decidido a leer.
Un chico muy joven de estudiado aspecto hip hop se detuvo frente a la pareja que ocupaba una banca cercana. No escuché lo que decía, pero le vi cerrar sus manos como en un rezo, describir algo, sacar unos caramelos con forma de flor de la mochila y ponerlos en las manos de la pareja, intentando convencerlos de comprarle la mercancía. La rutina llevaba sus buenos cinco minutos y los bien arreglados rizos de su cabello se agitaban con los movimientos y la gesticulación, sus lentes de sol redondos y pequeños apoyados a media nariz, la piel morena uniforme, el chándal negro con los calcetines pasándole por encima de la pantorrilla como un par de tobilleras. Una delicia. Preparé una moneda para cuando se acercara. Con una mano apoyada sobre el libro abierto y la mochila a mis pies, le vi dirigirse hacia otra pareja, ahora a mi derecha, iniciando su rutina con las mismas manos unidas con que lo vi iniciarla un momento antes a mi izquierda. Devolví la moneda a su bolsillo. Un hombre sentado en mi propia banca quiso hacerme conversación y fingí ser mudo. Se levantó y se fue, quién sabe si ofendido. El moreno terminó su segundo discurso sin éxito y acudió a una tercera pareja, luego de la cual, pensé, se perdería de vista en el parque en esa dirección sin haberme considerado siquiera como un posible cliente. Pero el chico volvió sobre sus pasos y no quise dejar pasar la oportunidad. '¡Hey! ¡me saltaste! Ahora sí puedes ofrecerme los caramelos a mí, ¿no?', le dije. Murmurando algo, quizá enfurecido, pasó de largo sin siquiera voltear a verme y torció en la esquina perdiéndose de vista. 'Soy invisible', pensé, 'de tanto no vivir aquí, de haber envejecido en otro sitio, soy invisible'. Me rebelé contra ese pensamiento y me levanté rápidamente para alcanzarlo. Cuando llegué a la esquina lo vi doblar en la siguiente con rumbo al Paraninfo. 'Debo hablar con él', me dije, apurándome con pasos largos que terminaron en una franca carrera. 'Debo preguntarle por qué no me ve, él debe responder. ¿acaso soy un fantasma? La reportera, los vigilantes del Sanborns... '. Pero al volver a doblar ya no lo vi. Llegué al Paraninfo y no estaba en ninguna parte. En casa con mis monstruos, rezaba el letrero luminoso de un improvisado bar temático que la universidad no había tenido empacho en instalar al lado del Paraninfo: música de DJ a todo volumen, hombres blancos con ropas que querían pasar por italianas, mujeres con tatuajes que querían ser modernas, cerveza artesanal, mucha cerveza. 'Es monstruoso, en efecto', pensé recordando que en ese edificio había recibido alguna vez un premio durante el bachillerato. Me acerqué, pero nadie reparaba en mí. Ciudad prostituida. Ciudad natal. El mundo, como un tren, partido.

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