domingo, octubre 06, 2019

Frustración

Ser de esos países donde toda obra de arte está obligada a reflejar los problemas nacionales es una pesadez. Uno desearía, por ejemplo, escribir una novela. Una historia de largo aliento con alguna trama y personajes más o menos consistentes. Ofrecer un recorrido, un paseo que den ganas de volver a hacer. ¿Qué encuentra? Que las novelas las escriben los franceses, los alemanes, los ingleses. Que no es ya que se asuma natural que la Rue de Rivoli o Hyde Park sirvan de escenario a cualquier historia, sino que de verdad existe esta última. Que hay incluso ideas. O estética. O filosofía. Que los pensamientos a veces se articulan, a veces se insinúan, pero son siempre originales, claros. Encuentra uno que si no se es europeo, al menos debería serse argentino o norteamericano para poder escribir correctamente. Más de uno dirá que existen buenos novelistas peruanos. Que los hay turcos y sudafricanos. Es verdad. Pero evidentemente no se trata del lugar donde han nacido esos autores, sino de la cultura a la que se adscriben. Y esta, cuando se escriben novelas de verdad, es invariablemente europea, occidental, o lo que es lo mismo, universal.
¿Qué es el resto entonces? Fundamentalmente folclor. Un mexicano se sienta ante su mesa para escribir una novela, pero sólo le salen novelas mexicanas. Otras veces quiere hacer una película y siempre le resulta una cinta nacional. Un francés, por su parte, escribe sólo novelas. Menciona a los bouquinistes del Sena, al barrio latino, la gare de Montpellier y el resultado sigue siendo una novela. Un mexicano no puede crear una historia de papel o celuloide porque no escribe para eso: lo hace para dar una lección, para extraer una moraleja, para describir paisajes que son siempre los más hermosos o los más abominables, para expiar culpas y escarbar complejos, para perderse en anécdotas, para inventar personajes estrafalarios que son siempre los mismos, para demostrar que está a favor de los pobres o en contra de los ricos, para alinearse o desmarcarse, para mostrar las tradiciones de su pueblo, para defender a los oprimidos, para presumir orgullosamente su gastronomía, para dejar claro que como México no hay dos, para rechazar lo extranjero, para mostrarse hospitalario o justiciero, para demostrar que todo está podrido y no hay esperanza, para insinuar que hay cosas sagradas que todo lo salvan, para colaborar con el gobierno o maldecirlo, para mirar a la luna o mirarse el ombligo (si no son ambas la misma cosa).
Salvan su arte los que se vuelven extranjeros, más precisamente occidentales. Los que ya lo son admiran la obra de los que no lo eran pero consiguieron serlo como la de cualquiera de los suyos: por la obra misma. Los coterráneos, en cambio, no miran las películas ni leen los libros, de hacerlo no los comprenderían en absoluto, pero insisten en el orgullo nacional y el reconocimiento a lo propio que su éxito entraña. Mientras los que se volvieron extranjeros todavía eran nacionales, sus coterráneos no les reconocían ningún mérito. Fueron incapaces de verlos. Los escasos que reconocieron universalidad en su obra, en vez de alentarlos, desearon suprimirlos. Gracias a la envidia consiguieron encontrar el pretexto ideal para condenarlos: la heterodoxia de su obra. Les calificaron de metecos y malinchistas. De traidores a la patria. Escamotearon sus logros. Pero una vez convertidos en extranjeros e integrados a la comunidad de los hombres universales, quienes intentaron derribarlos afirman haber sido los primeros en reconocerlos, les llaman mexicanos o peruanos, orgullosamente turcos o sudafricanos. Inventan la falacia de que el éxito del que dejó de ser nacional es un orgullo nacional. De que la obra universal es un producto local.
Para los que viven en esos países folclóricos donde se exige que toda obra sea una apología de la nación, es posible, sin embargo, acceder a la universalidad sin poner un pie fuera del país. Hacerse extranjero en casa, occidental en medio del ruido. Muy pocos lo han conseguido. Los que lo lograron se apoyaron en las comunicaciones. En libros escogidos con buen olfato y buen juicio. A veces, todavía menos, lo consiguieron por poseer una clarividencia innata similar al talento que tiene el matemático genial que no tiene más remedio que serlo sin esfuerzo ni escuela alguna. Evidentemente la oposición de la mayoría que no los comprende y de la minoría envidiosa que sí lo hace, estará presente de manera cotidiana. Los involuntarios molestarán involuntariamente. Los decididos decididamente. A todos han de prestarse oídos sordos: la buena obra, la universal, la novela o la película que no sea mexicana ni turca ni peruana, sino sólo novela o película, ha de surgir en soledad, con distancia suficiente para ponerse a salvo de la autocomplacencia y afilar el colmillo crítico. Debe serse insensible a la aprobación de los coterráneos que son capaces de regodearse en el reflejo de sus vicios: mientras que franceses, ingleses, alemanes, cuentan historias en novelas o películas, los mexicanos o peruanos o turcos cuentan historias mexicanas o peruanas o turcas que, sin importar su sordidez o bastedad, exaltan la mexicanidad, la peruanidad, la turquidad. Esperpentos. Bodrios. Contentamientos. Una estética de la corrupción en alta definición o en forma de pasquín barato para reflejar la realidad nacional, como si de la más alta meta se tratara y como si no fuese, paradójicamente, lo contrario a una crítica limpia e intelectualmente honesta.
Así pues, aunque estemos en uno de esos países, quizá sí se pueda, por ejemplo, escribir una novela. O hacer una película. Aunque en el proceso hayamos debido renunciar al fardo de nuestras nacionalidades. Aunque una vez conseguida la obra aparezca la Rue de Rivoli o la Calzada Independencia, el pain au chocolat o los chilaquiles, pero por supuesto no sólo ellos. Entonces y sólo entonces el resto de los hombres pueda por fin leernos, pueda, quizá, mirarnos.