lunes, octubre 14, 2019

Ira

Sentado frente a la mesa rota, la lámpara en el suelo, Metonimio hace un cálculo mental. 'En dos mil veinticuatro no puedo ser presidente, queda demasiado cerca; quizá en dos mil treinta, pero para entonces estaré ya mediando los cincuenta, será demasiado tarde'. Hay luna llena detrás del cielo encapotado. Ha llovido todo el día. Como además es domingo el silencio ha sido el mayor en varias semanas. Por la calle no ha pasado nadie que él haya visto al cruzar de la habitación a la cocina o al baño, tampoco ha escuchado a los vecinos. 'Uno diría que se han muerto todos o que han abandonado sus casas, no se entiende, en un país tan ruidoso como este al que ya no podré gobernar'. Con un pie empuja las tablas de la mesa que han quedado inclinadas sobre el suelo y lo recoge enseguida cuando los trozos resbalan hasta encontrar un nuevo reposo. Ha sido él, rompiendo la mesa a puñetazos, quien hizo a los perros del patio levantar las orejas por unos instantes, apenas unos segundos tensos antes de que oyeran los cristales de la lámpara hacerse añicos en el suelo y entonces se pusieran a ladrar. 'He debido ser más paciente', se reprocha Metonimio, 'porque no es correcto que un hombre de mi edad, así sea lo que se dice de carácter fuerte, así esté todo lo solo que se puede estar sin faltar al trabajo ni dejar de pagar las cuentas, se permita perder la compostura por pequeños y aún grandes inconvenientes. ¿Qué he ganado? Sacar a los objetos de su calma indiferente hasta aniquilarlos como un loco, inquietar a los perros, tener los nudillos hinchados como corresponde a quien no tiene costumbre de pegar, ¿cómo puedo ser tan irracional?' Se acoda sobre la ventana que abre para que escape el humo del cigarrillo que acaba de encender, pero no hay viento. Una humedad densa se pega a su rostro sin que el tabaco ahuyente a los mosquitos que aprovechan la oportunidad para picotearlo. Un pellizco. Un ardor mínimo. Se da un manotazo en el hombro y un resto de ceniza cae al piso del cuarto. Mancha roja sobre piel blanca. Pulpa amoratada en sus nudillos. Mientras fuma examina la calle mojada y los rincones obscuros a donde no llega la luz de las farolas, seguro de que alguien lo ve, si no detrás de los cristales de las casas vecinas, sí desde el cielo nebuloso o aún desde dentro de las paredes de su cuarto, una mirada que llega a él como un zumbido de fondo o una ondulación a través del aire, un presentimiento horrendo que desdeña con calculada calma y aún cruzando las piernas. 'Si estuvieras en la ciudad podrías contactar las personas adecuadas y ser presidente en un par de períodos', se dice, 'pero tendrías que hacer algo con esos ataques de violencia, no se puede andar por la vida dando golpes, ni siquiera a las mesas, yo sé que tienes razón y que es justamente un exceso de lucidez el que te ha llevado a emprenderla contra tus cosas para sacudirte la mierda del mundo, pero no es correcto que un hombre de tu edad... en fin, Metonimio, ya sabes...' Quisiera darse una palmada en la espalda, pero le basta con imaginarla. Los perros duermen siempre a esta hora, aunque hoy se han recogido más temprano debido a la lluvia. No están capacitados para darle vuelta a las cosas: se rompió una mesa y se hizo pedazos una lámpara. Ladraron. Fin de la historia. No desperdician sus energías prestando más atención que la mínima a las cosas que van sucediendo. Esta ondulación, este zumbido, no deben ser tan fuertes como Metonimio los supone porque de serlo ya se habrían enterado los perros, se habrían puesto alertas y empezado a ladrar como locos para exigir que lo que fuera se revelara o partiera. 'Vivo voluntariamente en el engaño de que pertenezco a una comunidad que me respeta, pero el hombre solo no es respetado, sino visto con extrañeza y desconfianza, sin importar cuánto se le encargue de día, se le abandona de noche. Haría bien en irme a la ciudad donde se toman las decisiones que afectan a todos, ahí podría empezar a labrarme una carrera para ser presidente, no ya en dos mil veinticuatro, por supuesto, pero quizá en el treinta o el treinta y séis ahora que la gerontocracia está de moda'. La lluvia se detiene y el agua en los bajantes se resiste a dejar de sonar por unos minutos. Luego viene el canto de los grillos y el lejano chirriar de llantas de automóviles donde se habrá consumado un nuevo crimen. La colilla del cigarro rueda por la banqueta todavía hecha brasa y se extingue finalmente al entrar en contacto con un charco sobre la calle. Es medianoche. Metonimio cierra la ventana y vuelve a sentarse frente a la mesa rota. Se agacha hasta recoger uno de los cristales verdes de la lámpara y lo contrasta con la luz de la bombilla. ¿Por qué no entienden los demás lo que dice? ¿Por qué no siguen sus argumentos? ¿Por qué no es suficiente tener razón? Cierra los ojos y el verde sigue ahí flotando en el centro sobre un fondo obscuro hasta difuminarse en las mil variaciones del negro. 'Esta mesa está rota porque no has querido entender cuando te explicaba con gran detalle cómo debía ser nuestra relación, porque a pesar de las decenas de analogías y ejemplos ilustrativos que te proporcioné, no se desprendía de tus palabras comprensión alguna, porque cuando expuse las contradicciones en tu modo de ver las cosas no fuiste capaz de reconocer ni siquiera lo más evidente, no sé bien ya si por falta de generosidad o por genuina estupidez. Ha sido muy desconcertante enfrentarme de nuevo a tus limitaciones, ¿sabes?, ¿por qué no puedes distinguirte del resto de los seres humanos y ser sólo un poco más consistente? No pido mucho. Estoy dispuesto a aceptar la verdad cuando se me expone, pero no recuerdo que hayas podido organizar una respuesta a ninguna de mis objeciones y señalamientos, una sola idea coherente que oponer a mis ideas, ¿por qué? Si no logro convencerte a ti, ¿cómo puedo ser presidente de este país? ¿acaso sólo hay lugar para el engaño? ¿cómo no voy a reventar esta lámpara de un manotazo hasta dar con ella en el suelo? ¿me quieres explicar? ¡escúchame! ¡contesta! ¡escúchame!' Metonimio se ha puesto de pie y ha tirado al suelo la silla en la que estaba sentado. El zumbido. La ondulación. Esta casa hace homenaje a sus muertos con pequeños altares vaticanos. Con fotografías y objetos de quienes los usaron. Con escritos y entrecruces y duermevelas. La mesa rota se le aparece ahora como un homenaje más y la lámpara que no enciende como el último argumento, apagado. Quiere volver a golpear, pero al ver el mechero en sus manos escoge prenderle fuego a las tablas. Un grito. Unas pisadas manchadas de sangre. Está aturdido y, sin embargo, mientras el fuego se eleva hasta tiznar el techo, enciende otro cigarrillo con la pira. Se acoda de nuevo en la ventana y la lluvia vuelve a comenzar. 'En el treinta y séis, Metonimio, no antes, porque en el treinta apenas habrás consolidado una carrera entre los secretarios de estado o los fundadores de partidos. Quizá para entonces vuelva Jesucristo, Metonimio, la parusía, el fuego purificador... lo que este país necesita no es un presidente, sino un juicio final, bien me lo decía mi madre con su visión apocalíptica, limpiar a todos, el suicidio de la humanidad por el bien de la tierra, ya lo creo que sí... ah, si hubieras comprendido a tiempo cómo debía ser nuestra relación, ¿crees que Dios razone correctamente o será como tú que a veces dan ganas de cruzarte la cara? ¡mira lo que me has hecho hacer con la mesa...! ah, qué tarde es ahora, ¿verdad? ¿escuchas a los perros ladrar? ¿o es sólo la lluvia? ¿un rechinar de llantas? ¿los mosquitos? Nadie vendrá a rescatarme. Nadie'. 
Metonimio está en paz. Sin ira.

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