martes, octubre 02, 2018

Historia del dos de octubre con mi tío Humberto

Le preguntó: "¿Cómo puede llegar la Ilustración a Turquía?"
Y Monsieur Sartre le respondería: 
"Monsieur, yo que usted, como intelectual de un país subdesarrollado, en lugar de estar aquí tomándome un café con leche, trabajaría de maestro en mi país".
Cevdet Bey e hijos, Orhan Pamuk.

Cuando dejaba de ser niño a finales de los ochenta, mi tío Humberto me prestó Fuerte es el silencio, un libro de crónicas de Elena Poniatowska que, entre otras historias de —digamos ingenuamente y sin cuestionar demasiado— lucha social, abordaba el movimiento del sesenta y ocho en uno de sus cinco o seis capítulos. Apasionado de la historia de México desde pequeño, pero sin formación política alguna que me permitiera distinguir el país en que vivía, aquel fue mi primer acercamiento al México contemporáneo cuya historia, como dictaban los libros de texto y las telenovelas históricas de aquella época, se congelaba a partir de mil novecientos cuarenta con la expropiación petrolera como su cenit. Desde luego di por bueno todo lo contenido en el libro y me puse del lado de las víctimas sin entender bien a bien qué buscaban, comprendiendo quizá por primera vez que vivíamos en un régimen de partido único que asfixiaba algunas libertades, aunque no entendiera yo bien cuáles y sólo distinguiera una de ellas claramente: la libertad de disentir. Al interés despertado por el libro cooperaron la por entonces novedosa cuanto pésima película de Rojo Amanecer y las agitadas elecciones federales de mil novecientos ochenta y ocho con su estela de fraude: me tragué ambas con la misma simpleza con que leí el libro y atesoré como prueba de mi propia calidad moral el repudio e indignación experimentados hacia los abusos imprecisos de la autoridad contra reclamos también escasamente definidos.
La atmósfera de los años que siguieron tuvo dos signos que ayudaron a confirmar mi simpatía por el movimiento del sesenta y ocho: por un lado la filosofía y acciones de la universidad privada que me hacía vivir como si me hallara en la década de los años sesenta, en plena guerra fría, rodeado de furibundos anticomunistas católicos opuestos a cualquier forma de ilustración y en contra de las libertades civiles; y por el otro, algunas amistades adultas que se consideraban revolucionarias y que, quizá con más convicción que mi tío Humberto, me proporcionaron lecturas y conversaciones, películas y contactos que se oponían a la propaganda universitaria, individuos todos que aprovechando las ventajas de la apertura comercial salinista y haciendo caso omiso del desmoronamiento del comunismo en Europa del Este, prosperaron en aquellos años sin menoscabo de sus convicciones, un conjunto de creencias que creyó encontrar reivindicación en el breve levantamiento armado de mil novecientos noventa y cuatro en Chiapas. Con inesperado tino, poco antes de este levantamiento, mi tío Humberto me regaló México profundo de Guillermo Bonfil Batalla, un libro que recordaba la raíz indígena del país y su negación a lo largo de la historia, una negación particularmente patente en los años del salinismo triunfante. Una vez más me alineé con las víctimas y me indigné con los victimarios, pero las cosas ya no eran tan simples como en mi niñez ni el convencimiento tan sólido: habían aumentado mi saber y experiencia sobre el país y con ellos se habían multiplicado las dudas.
Cuando ingresé al centro de investigación público para realizar estudios de maestría supuse que la feroz vigilancia y censura a la que la universidad privada me sometió yendo tan lejos como para retirarme la beca que como estudiante de excelencia me correspondía quedaría sólo en un mal recuerdo, un asunto del pasado circunscrito a una organización de ultraderecha que en modo alguno representaban al grueso de la población del país, ¿o acaso no había convivido durante esos mismos años con las maestras revolucionarias del sindicato, con las encargadas de las olimpiadas de matemáticas, con los compañeros de la universidad pública? Ahora que iniciaba una nueva etapa en un prestigioso centro de investigación público cuyos académicos habían realizado —pagados por el erario— estudios de posgrado en países con mayor tradición democrática, científica y cultural que el nuestro, estaba convencido de hallarme en el lugar propicio para la discusión y despliegue de todas las inquietudes que durante años habían estado sujetas a censura, un ambiente laico y liberal, inteligente y lúcido. No fue así. En el treinta aniversario del movimiento del sesenta y ocho descubrí que los encargados del centro de investigación público no tenían ninguna disposición para discutir abiertamente nada y que la censura de la universidad privada era un juego de niños al lado de la que los adalides del método científico eran capaces de ejercer contra artículos, caricaturas, modos de vida, opiniones y disensos. La universidad privada consiguió poner a mi familia en serios aprietos económicos, pero dejó intactas mis ingenuas convicciones originales; el centro de investigación liquidó estas últimas y me hizo conocer por vez primera el desencanto, un sentimiento que ya no me abandonó el resto de mi vida.
En el gozne entre siglos, mientras cuestionaba la legitimidad de hacer estudios de doctorado y me dedicaba exclusivamente a dar clases, encajando el hecho de que tanto la universidad privada como las maestras revolucionarias u olímpicas triunfaran en los negocios aligerando sus cargas ideológicas de signo opuesto, me dedicaba a leer con asiduidad ya sin la asistencia de mi tío Humberto que empezaba a convertirse en un entrañable recuerdo. Gracias a Enrique Krauze y sus maestros, Daniel Cosío Villegas y Luis González y González, así como muchos otros autores que disfruté leer, creí posible remediar mediante el voto la herencia de intolerancia y desprecio por la democracia que el partido hegemónico del país había impuesto, pero la salida de éste de la presidencia no vino acompañada de ninguna dirección coherente y de pronto fue como si el ruido se hubiera instalado en la arena pública para ya no disminuir jamás, sin que yo pudiese distinguir en ese vocinglero, desde entonces hasta ahora —casi veinte años después— nada más que el oportunismo como ideario político del mexicano y la deshonestidad intelectual como su forma más lamentable de corrupción. El mexicano de las décadas que siguieron me demostró en multitud de formas —en la persona de un director, de un profesor, de un estudiante o empresario, de una recepcionista o una locutora, de un albañil o un carpintero— cuán limitada era mi visión de los problemas del país que creí encarnados en la concentración ilimitada de poder, elemento sin el cual la masacre del sesenta y ocho no hubiera ocurrido; aquella no era sino la cúspide de un infierno del que todos —como lo demostraron las sucesivas transiciones y alternancias en los gobiernos— éramos cultural y no sólo políticamente responsables.
Incapaces de asumir la crítica o el disenso como hace cincuenta años, sin importar si se pertenece a una institución de mentalidad ultramontana o a una que se proclama científica, si pública o privada, el mexicano sólo admite reírse de sí mismo en el espejo que los comediantes le proporcionan y donde asume que nada es en serio; no puede razonar porque sea ignorante, lo que acaso tuviera remedio con la debida instrucción, sino porque privilegia y aún anima la necedad, es decir, la voluntad de ignorar; es moralmente bajuno porque busca siempre hacer trampa y tiene por estúpido seguir leyes o reglas, como si vivir por encima de ellas no fuese una manifestación más de su hasta el hartazgo comprobado complejo de inferioridad, desprecia la complejidad y el matiz y prefiere aferrarse a creencias o consignas, busca así permanecer en la infancia más larga posible, sin responsabilidad ni consecuencias, lo que se ve desde luego favorecido por las características de manifiesto retroceso intelectual que en todo el mundo han caracterizado las casi dos décadas transcurridas del siglo veintiuno, de modo que no es de extrañar que cincuenta años después y por vía democrática los mexicanos hayan decidido restaurar la homogeneidad de la que habíamos escapado, aunque ahora no sea chic enviar tanques a las calles y se prefiera adoptar poses diversas que reduzcan el movimiento del sesenta y ocho —y cualquier materia— a iconos o tweets inofensivos.
¿Qué será de mi tío Humberto en estos días en que grupos de encapuchados destrozan comercios por el Paseo de la Reforma para celebrar el espíritu libertario del movimiento del sesenta y ocho? ¿Qué de él mientras padecen el Hemiciclo a Juárez o el Palacio de Bellas Artes y recibo la versión pública de lo que fue una denuncia contra el centro de investigación por abuso de autoridad? La última vez que lo vi consideró mi ateísmo —en el que su influencia fue determinante— como inaceptable y en el recuerdo de su convicción contraria a la mía, manifestada con firmeza y respeto, encuentro hoy un dulce consuelo: el de unos oídos que escuchan y una mirada que considera. 
¿Dónde estará mi tío Humberto?

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