sábado, septiembre 29, 2018

El horror

La presunta franqueza que Flautista y Violinista, pero sobre todo Práctico, atribuían a los habitantes de Santa Teresa, no obstaba para que la mayoría de éstos, pero sobre todo los que más se tenían por educados gracias a la universidad que se dieron a sí mismos y en la que se felicitaban unos a otros conforme a la más paradigmática de las mentalidades provincianas, hiciera caso omiso y cómplice silencio del galopante deterioro de las condiciones de infraestructura y seguridad del valle, reflejo fiel de su propia corrupción física y moral que, en su patológica endogamia tan pagada de sí misma, no les permitía asumir ni discutir ni tan siquiera considerar el horror en que vivían y en medio del cual casi todas las tardes, al volver a casa, yo abría los clósets vacíos donde antes estuvieran su ropa y la de las niñas, no sé bien si para compungirme con las correspondientes imágenes de abandono o si en la esperanza irracional de hallar en ellos, si no la ropa de vuelta, una explicación de lo ocurrido que nunca llegaba, a pesar de la abundancia de pensamientos instantáneos que eran, sin embargo, inaprehensibles o, si explícitos, imposibles de organizar en un todo, así transcurrían los meses en que a las noticias de nuevos crímenes plagados de cuerpos desmembrados se superponían invitaciones a semanas de la ciencia o del deporte, al éxodo masivo de colonias enteras que se habían vuelto inhabitables la publicidad universitaria donde jóvenes en ropa de inviernos desconocidos en la región sonreían delante de inexistentes bosques de coníferas, una disociación de la realidad no muy distinta de la puesta en práctica por las comunidades responsables de crímenes de guerra cuya gravedad se permiten escamotear y aún negar por medio de una memoria aligerada y una variedad de actividades que se suponen buenas o inocuas, pero que son completamente opuestas al espíritu y a la postre mortales, pues operan la sistemática sustitución de los criminales abiertos por los embozados, inatacables así en su sigilo e impermeables al rigor lógico o la responsabilidad por vía de perversa alienación, la universidad la más conspicua de las instituciones promotoras de este proceso, fábrica de pasta humana dócil y estúpida para las industrias de ciudad natal que, completando el proceso, aplanaban cuanta originalidad hubiera sobrevivido en quienes pasaron por el engranaje universitario, toda inquietud o duda arrancadas, el más mínimo disenso algo completamente impensable como una conversación verdadera que desde la partida de aquel a quien hube de traer de la isla a petición de sus padres sólo para que volviera a partir, pero ya no a la isla, no había vuelto a tener con nadie, justo ahora cuando más necesario era listar, si explicar no podía, los pasos que llevaron al vaciado de los clósets donde estaba la ropa de mi mujer y las niñas, así como las indistinguibles emociones que me producían la noticia de nuevos crímenes y el recuerdo de una palabra o gesto de mi mujer que retrospectivamente anticipaba su partida, no podía reemplazarlo a él que había vuelto irse, pero ya no a la isla, ni a ella cuyo paradero ignoraba, no así la calidad del pensamiento de aquel con el cinismo de Luis Gala ni el amor a ella atesorando el recuerdo o haciendo deporte como repetían en cháchara inane, inconsciente y convulsa, los altavoces de la universidad, preludio del pitido de fábricas y de los correos electrónicos que recibirían para ser convocados a interminables juntas quienes por el momento sólo vegetaban en las aulas, mejor así, piensan los simples, que marchando sobre Roma o en medio del fragor de tanques en un campo de Berlín, mejor así porque esto último es desde luego condenable y monstruoso, pero aquello, la educación, una vía ciudadana hacia el pacífico trabajo, también mi mujer habrá preferido ponerse al día y prescindir de la vía romántica que conduce a la grandilocuencia y el crimen y, como Práctico, habrá escogido cuidar sus intereses objetivos luego de riguroso cuanto simple cálculo, sumas y restas que al final arrojaron que lo mejor para las niñas era que yo no estuviera cerca para llenarles la cabeza de inconformidad y fantasía, tampoco ella podía quedar en la órbita de un hombre que había tenido el desacierto de abandonar ciudad natal para ir a Santa Teresa, un retroceso, casi un suicidio más que evidente en esos días en que la seguridad del valle así como su infraestructura colapsaban y yo despertaba repetidas noches cubierto en sudor sin saber si alguien había bajado el interruptor de la luz para robarme o bien había vuelto a tener fiebre tras esa pesadilla recurrente de imprecisos cuervos, '¿dónde estará?', me decía, interrumpido el pensamiento por lo que parecían disparos en la distancia, '¿hasta cuándo?'

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