sábado, septiembre 01, 2018

El avistamiento

Un día, poco después de despertar sin las facilidades que presta el cuerpo de una mujer que nos ha abandonado y sin la algarabía de las niñas que se fueron con ella, mientras se difumina misteriosamente lo que al momento de abrir los ojos era la idea clara de un sueño nítido, repara uno en los objetos que nos rodean y padece la injusticia de saber que han de sobrevivirnos sin siquiera haberlos empleado a fondo, ordenados o dispersos, de pie o colgando de una pared, se nos revelan animados en vez de silenciosos y apelando a nuestra memoria denuncian su origen casi siempre contaminado de malentendido o entuerto, de historia inacabada o desgracia, a veces la amistad incondicional que hoy nos resulta extraña, a veces la rutina que creímos sólida e inamovible y en la que ni siquiera pensábamos cuando, acompañados, compramos la mesita de noche en un almacén o las sandalias ahora desgastadas en un viaje en el que habíamos olvidado las nuestras, así llega ese día en que despertamos y todo lo que nos es familiar nos avisa de la muerte del mismo modo en que la llegada del otoño, sin constituir ella misma el final del año, nos hace comprender que de aquí en adelante todo es cuesta abajo, el destino se nos aparece tras una vuelta del camino como las luces del pueblo al que nos dirigimos y, de esta suerte, aunque siempre tuvimos conciencia de caminar hacia él, algo esencial ha cambiado ahora que podemos verlo aunque sea en la distancia y no sólo imaginarlo, así los objetos como únicos supervivientes de un escenario alienado donde no va quedando un sólo rostro familiar acusan nuestro envejecimiento inexorable y el fracaso de nuestras políticas, ya estaban ahí con nosotros desde hace muchos años y no les tuvimos en cuenta mientras el núcleo de nuestro recorrido eran aquellos que nos acompañaban y en cuyas comprensión y reciprocidad confiamos, no eran tiempos esos para hacer cálculos ni haberlos hecho nos hubiera preparado nunca para la inopia o la soledad, no veíamos límite a nuestro horizonte ni posibilidad alguna de que las cosas pudieran servir a otros amos ni conservar su función una vez que las personas que las justificaban se nos sustraían, así mi mujer y las niñas, así el amigo que hube de traer de la isla a petición de sus padres, se produce entonces, en el reconocimiento del fin, una inexplicable extrañeza hacia los objetos que han de ganar la partida y que, apenas iluminados por un amanecer cada vez más tardío, nos recuerdan en su antigüedad que ya han vencido antes a muchos otros que creyeron servirse de ellos, gente toda que a su vez habrá despertado un día en su madurez luego de una noche de celebrar con personas accesorias algún triunfo baladí y habrá distinguido en el carácter inerte de los elementos al destino, es decir, aquellas mismas luces del pueblo de abajo y del que, no conociendo aún sus calles ni sus edificios, ya adivinamos su forma y dimensiones desde una colina a la vuelta del camino, una pena que no puedan acompañarnos hasta allí quienes nos resultaron más entrañables y que no han salido la noche anterior, pero tampoco la que la precede ni la que precedió a ésta, a celebrar nada con nosotros, ni el amigo que vino de la isla traído por mí sólo para partir de nuevo, pero ya no a la isla, ni quien fuera mi mujer y cuyo paradero es desconocido igual que el de las niñas, todo cuanto valió la pena sustituido por marionetas sin historia a las que los objetos de la habitación en la que despertamos un día otoñal de nuestra madurez no reconocen ni siquiera un carácter vicario y cuya presencia hemos consentido en la creciente confusión creada por la ausencia de quienes se nos apartaron y que, al retirarse, nos vaciaron de la voluntad y fuerza necesarias para alejar lo mucho prescindible que hoy nos anega, no nos creemos ya capaces de recuperar lo perdido y, si alguna esperanza abrigamos, es la de deshacernos de quienes parasitan este tiempo eviscerado y, aún solos pero sin lastres, recorrer el camino que nos separa del pueblo avistado al tiempo en que organizamos nuestro pensamiento, aclaramos nuestra historia y transferimos a otros la carga de los objetos que una mañana nos advirtieran que el fin estaba a la vista, para terminar a tiempo, ya en el pueblo, recogidos sobre nosotros mismos como un perro hecho ovillo.

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