lunes, noviembre 21, 2011

Friends

Poco antes del invierno, cuando recién volvía a trabajar en la residencia para ancianos de Oldham, conocí a Luis, el mexicano, un interno octogenario cuyo inglés era gramaticalmente correcto, pero difícil de seguir, propenso como era a encadenar una frase tras otra en largas conversaciones que degeneraban en monólogos. Era una época difícil de mi vida porque acababa de separarme de Anthony y aun no deseaba volver a Irlanda. Cada domingo, luego de colgar el auricular, me consolaba de haber mentido a mis padres sobre mi presunto matrimonio diciéndome que al menos no había tenido ningún hijo y podía volver a empezar. Me costaba demasiado pagar enteramente por mi cuenta el alquiler de aquel departamento de una habitación mal calentada, con duela de madera semipodrida y ruido de roedores en las paredes, pero mi recién adquirida libertad me obligaba a tolerar ese y otros gastos como si se tratase de una prueba.
Durante tres años acepté que Antohony me mantuviera. Renunciar a mi trabajo como enfermera de la residencia me supo bien, no sólo porque estaba enamorada de la idea de fungir como esposa a tiempo completo (lo que sea que esto fuera), sino porque veía en dicha renuncia la superación de algo anómalo en mis motivaciones: era enfermera no sólo por ayudar, sino muy principalmente por perpetuar la dependencia de seres frágiles y alimentarme de su necesidad. No me gustaba trabajar con enfermos cualesquiera, sino con desahuciados, esos pobres que ya no levantarían cabeza. Los ancianos de la residencia fueron una gran solución: ninguno salía vivo, nunca estaban sobrados de personal, nadie quería hacer ese trabajo. Ahora que volvía, ya sin Anthony, encontraba muchas dificultades para disfrutar de limpiar mierda y vómito en pasillos y camas, para regocijarme del permanente dolor de espalda por trasladar ancianos, para sentirme satisfecha con la absoluta dependencia de los internos a la hora de ingerir alimentos o pastillas en horarios específicos.
Luis era diferente y por eso sentí tanto que murirera al poco de haber ingresado yo. El mexicano daba los buenos días en su idioma y me retenía suavemente con sus manos, sin esa lascivia propia de los viejos que ven en cada contacto físico la oportunidad de cebarse imaginaria e impunemente de carne. Me preguntaba por mi vida, especialmente por los tipos con los que salía los fines de semana en compañía de Susan y alguno de sus novios, muchos de ellos fanfarrones consumados que gustaban de exhibir su metrosexualidad en las discotecas de Manchester. Reía temblando con cada una de mis historias y, a cambio, me contaba cada día un poco más de la suya, la única, un malentendido de proporciones gigantescas al que quizá no debería dar demasiado crédito.
Decía haber estado casado desde muy joven y vivido en su país hasta la muerte de ella, en algún lugar cerca de la frontera. El mexicano decía haber tenido un matrimonio feliz, pero haberse casado por error. También decía haber disfrutado muchísimo de sus hijas -tres mujeres que vivían en Estados Unidos- pero haberlas tenido por error. "Me casé para poder estar más cerca de los hombres", me dijo una mañana en que yo había dormido mal soñando que Anthony golpeaba la puerta furiosamente para que lo dejara salir. "¿Cómo dice Don Luis?", le dije utilizando la palabra española "don" que me recordaba vagamente a las monjas del instituto cuando hablaban de Oxford. "Quería estar cerca de los hombres. Tenía que vivir como hombre."
Me habló de un amigo suyo, Sebastián, compañero de bachillerato, con quien asistió a innumerables fiestas y bailables, prostíbulos y borracheras, por quien algún tiempo dejó la universidad para acompañarlo a trabajar en las fábricas de la frontera. Al anciano se le alegraba el rostro hablando de su viejo amigo y del mundo rudo y semidesértico al que pertenecía: "Era maravilloso perder la memoria, querida, sentir que todo el mundo se acabaría en una noche de exceso al lado de un hermano, hacer pactos y juramentos como si fuésemos dos contra el mundo, como si nunca nos fuéramos a separar".
Pero se separaron, supongo.
Por un tiempo, cuando él se casó. Y lo hizo pronto, Dios, qué poco duran las épocas felices de la vida, querida.
–¿No lo volvió a ver?
–Claro que sí, no iba a dejarlo ir tan fácilmente. Terminé la universidad y volví a buscarlo. Comprendí que la vida matrimonial sólo puede compartirse con otros matrimonios, pero el mundo de los solteros les causa rechazo, animadversión. No voy a cuestionar que así sea, son las reglas. Jugué con ellas.
–¿Cómo?
–Casándome.
–Ninguna mujer habría aceptado que...- pensé en Anthony. Me callé.
–Pero claro que sí, las mujeres se conforman con poco, sobre todo las que más seguridades e intereses tienen. Esas se conforman con dinero. Yo en cambio necesitaba asistir a la vida de Sebastián, cuidarlo, protegerlo.
–¿Y ya casado pudo frecuentarlo?
–Me casé con una hermana de su esposa. Reconozco que Raquel fue una gran compañera. El matriomonio, querida, no es como lo creen ustedes los jóvenes, un asunto de pasión y enamoramiento, nada de eso. Se trata de acuerdos y rutinas, de una convivencia convenida con lealtades precisas que no pueden ni extenderse ni rebajarse. Así lo entendían los antiguos y el mundo vivió bien por siglos con matrimonios arreglados.
–Eso es terrible, Don Luis, ¿cómo cree que Raquel pudo sentirse?
–Estaba cerca de Sebastián y él pudo seguirme incluyendo en su vida sin experimentar culpa ni vergüenza, sin siquiera dar explicaciones.
–¿Y eran necesarias las hijas, Don Luis?
–Qué ternura causa la mojigatería de los jóvenes. Sus mundos ordenados, sus impecables cuentos de hadas. Se escandalizan de lo pragmático, de lo sincero. Raquel quería hijos. Yo también. Y Sebastián. Y la esposa de Sebastián.
–Pero si Usted quería estar con él, ¿no hubiese sido mejor que...?
No me has entendido, querida, quería estar con el hombre Sebastián, no con su pálida sombra; con el fanfarrón, no con el consecuente, con el que hundía sus morenos pies en aquellas playas y no con el que habría escapado a un país de estos para vivir tranquilo, con el que ligaba a todas las chicas del vecindario y se perdía con ellas en las ensenadas, no con el que habría de prescindir del alcohol para acostarse conmigo...
Hay algo equivocado en todo esto, Don Luis, estoy segura de que no se le escapa...
Acaso no, no se le escapaba. O acaso soy yo la patética, la que no supo sostener su matrimonio y sigue ocultando a sus padres la separación. La que se acuesta casi siempre como pagando una deuda con los niñatos semiebrios de las discotecas del centro que acceden a traerme hasta Oldham, que me rasgan las medias con su torpeza, que se quedan dormidos apenas eyacular infestando la habitación de agrios olores.
Sebastián murió poco antes que su esposa. Luego se fue ella. Luego él empleó todos sus ahorros en pagar su retiro en este apartado lugar, en alejarse -dice- de sus nietas ñoñas y vulgares. El día que murió le llamé a Anthony. Me contestó su amigo de toda la vida, Paul.

7 comentarios:

Anónimo dijo...

Jaja! he confundido a todos los personajes, estaba a punto de protestar recordándole a Luis que no tuvo hijos según consta en su biografía. Maldita sea, los efectos secundarios (primarios y preescolares) del ISIDM.

Miguel Ángel Bernal Reza dijo...

Pensé que Vuesa Merced protestaría enérgicamente por la hispanización de Sir Cromer Blake: una vez más, faltan muchas almas... Empiezo a considerar posible coasesorar tesis con el ISIDM: gente extraña me visita preguntándome cuáles son mis temas... jajajajaja

Anónimo dijo...

¿Tus líneas específicas?, ciencia y satán desde luego.

Anónimo dijo...

I really enjoy it, what a masterpiece!

Anónimo dijo...

:-*

Miguel Ángel Bernal Reza dijo...

Y aun hay que soportar los domingos sin latín...

Anónimo dijo...

*-: