domingo, marzo 05, 2023

Paralelos satánicos

Patricia me decía que la locura nunca afectaba a una sola persona. Yo he de agregar que casi siempre afecta a dos, aunque desde luego se conocen casos de tres, diez y hasta naciones enteras arrastradas al abismo por la demencia. Así fue hace veinte años cuando, con pretexto del amor libre, viví en Černý Most una tormentosa relación de unos cuantos meses con un refugiado iraní que me enseñó a preparar ensaladas de yogurt, pepino y cebolla. Así fue también hace un año cuando, con pretexto del presunto agotamiento del modelo filosófico que había gobernado mi vida hasta entonces, pero también de la penitencia que supuestamente debía pagar por haber vivido cinco años de amor carnal fundados en el sacrificio de otros dieciocho de amor verdadero, viví por varios meses con un lumpen sonorense que me enseñó a preparar botanas de chile, tomate y cebolla. A ambos —el refugiado iraní y el lumpen sonorense— los caracterizaba una amplia serie de malentendidos que, no obstante los estudios universitarios que realizaban al tiempo en que sostenían una relación conmigo —medicina en el primer caso y arquitectura en el segundo— revelaba años de crianza en las más miserables condiciones sociales, económicas y culturales. Santa Teresa y Abadán, el Valle del Yaqui y la desembocadura del río Shatt al-Arab en el golfo Pérsico, se hermanaban así por algo más que su calor extremo y su fundación improvisada a principios del siglo veinte: habían parido y deformado, hervido y excretado, en dos décadas distintas que dan cuenta de los veinte años que median entre la fundación de una y la otra, a dos neuróticos retorcidos que, en su ambición desmedida y en su supina ignorancia, no tardaron en huir a tierras extranjeras que consideraban más adecuadas para su desenvolvimiento ulterior: Europa en el caso iraní, Estados Unidos en el sonorense. 
En efecto, aunque los traficantes de personas que lo trasladaron escondido en un camión a través de Turquía y los Balcanes, no lo dejaron en Berlín como prometían, sino en Praga, la mudanza sin retorno del iraní estaba fundada en los mismos prejuicios que los del sonorense cuando se instaló —pereza obliga— en la bahía de San Diego: la abundancia del dinero, el último grito de la moda, lo más reciente en aparatos electrónicos, la libertad más absoluta de hacer lo que en sus países de origen estaba prohibido o era mal visto, el acceso a un club exclusivo que les permitiera ver a sus compatriotas dejados atrás como seres inferiores. Pronto descubrirían que sus respectivos destinos eran sociedades estratificadas donde la movilidad social estaba limitada precisamente gracias a la continua llegada de inmigrantes: los nativos podían continuar su camino de sofisticación intelectual y económica, seguir disfrutando del ilimitado acceso a las ventajas de sus respectivos países, gracias a gente como ellos que realizaría los trabajos más embrutecedores a cambio de una mínima cantidad de dinero: instalar alfombras en casas que nunca serían suyas, por ejemplo, o lavar cacharros por muchas horas en un restaurante chino. 
Pero aunque la riqueza no llegara, su contacto aún tangencial con el primer mundo desde su más completa impreparación para con los valores de la democracia y los derechos fundamentales del hombre, produjo fenómenos curiosos. Habiendo crecido en un ambiente de profunda censura para con su orientación sexual, abusados por sus propios familiares desde pequeños (no sin su activa y creciente participación), y limitados a encuentros clandestinos en montes baldíos y baños de vapor, el refugiado iraní y el lumpen sonorense se enfrascaron en una espiral creciente de lo que ellos consideraban excesos cuya contraparte era un odio cada vez mayor hacia su persona que, enajenada por la residencia en el extranjero y cada vez más alejada de sus supuestos valores originarios, se les aparecía como otro ser, diabólico y atrayente, a cuyo influjo y dictados no podían resistirse. De este modo, mientras uno terminó visitando recurrentemente los rincones de Chotkový Sady al anochecer, el otro recorrería años después el Redwood Circle en los mismos horarios y con la misma frecuencia; mientras uno acabaría siendo filmado por alemanes que pagaban a gitanos y vagabundos sacados de Hlavní Nádraží por tener sexo frente a las cámaras, el otro participaría en largas sesiones de fisting que después serían compartidas en Twitter por gringos aficionados a los mexican boys; lo que en uno fue el culposo consumo del hachís y el ocasional coqueteo con la cocaína, en el otro fueron la mariguana y los poppers con alguna noche señalada de inesperado cristal; desde luego alcohol y cigarrillos a mansalva completaron sus tendencias toxicómanas en ambos casos. El círculo vicioso estaba servido: por cada abuso que iba más lejos que el anterior se producía un período de abstinencia y circunspección en el que ellos aprovechaban para ser, aún desde la más abstrusa inopia cultural, hombres de bien que, a través de lentos y tortuosos estudios universitarios, se alejaran para siempre de la así llamada mierda; pero ésta no se iba con horas y horas de estudio de textos de anatomía en checo o la dolorosamente lenta ejecución de un plano arquitectónico en el restirador. La mierda, como ellos llamaban sin saberlo a su verdadera vocación, los convocaba siempre al final de un período de creciente neurosis y deseos reprimidos, como el inevitable estallido de una olla de presión a la que sigue alimentando el infernal fuego primigenio. La inescapable repetición en que estaban inmersos estos individuos con los que, no olvidemos, hice vida común por varios meses sin que nadie pudiera advertir cuándo le pondría fin, me ha servido, indirectamente, para comprender el comportamiento de mi padre cuya máxima realización consistía en poder disponer de un matrimonio oficial al que oponer las mayores canalladas concebibles: a él no podía servirle renunciar a mi madre para entregarse a sus vicios desde una soltería que, por su sola legitimidad, restaría morbo a sus excesos; mucho menos podría convenirle, si fuese siquiera realizable, honrar la monogamia a la que se había comprometido por las vías civil y religiosa. No: lo suyo era disponer del combustible necesario para alimentar su espiral destructiva, tan necesario su matrimonio como sus cada vez mayores atrocidades para mantener el movimiento perpetuo de su desquiciada cabeza. Tuvo suerte mi madre de que este enfermo huyera para siempre hace treinta años luego de elevar a una de sus víctimas al dudoso privilegio de ser su esposa. Yo, por mi parte, quizá porque no mediaba ninguna concepción de lo sagrado ni de lo legal, tuve menos paciencia para con el refugiado iraní y el lumpen sonorense: no hizo falta que se fueran porque yo me fui.
Muchas cosas quedan, sin embargo, flotando en el aire como insidiosos tábanos que me aguijonean de vez en cuando, no sólo en forma de recuerdos concretos sumamente vergonzosos sino como reflexiones cuya sombra revela el inequívoco perfil de un monstruo. Si, como dijo Patricia, la locura nunca afecta sólo a una persona; si, como digo yo, la locura alcanza su máximo cuando son sólo dos los involucrados, ¿qué es lo que nos dice a mi madre y a mí sobre nosotros mismos el haber pasado por las referidas relaciones procelosas que tuvimos? Desde luego, que también estamos locos en alguna medida. Que nuestras patologías y las de nuestras exparejas, si no eran las mismas, sí se daban la mano con inquietante naturalidad. Que a pesar del evidente abismo que nos separaba a mi madre y a mí, por un lado, de mi padre, el refugiado iraní y el lumpen sonorense, por el otro, nuestra educación y sensibilidad, nuestros mundos intelectual y espiritualmente elevados, no fueron obstáculo para incluir en nuestra vida diaria a cerdos neuróticos que amenazaron con destruirnos física y mentalmente. ¿Cura la vejez todos los entuertos? Mi madre está sola. Yo todavía no.

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