domingo, abril 16, 2023

Las cuatro estaciones

Desconozco cuáles fueron los mecanismos por los que Patricia, desde poco antes de entrar a la tercera edad y cada vez más decididamente, fue adentrándose en la locura. El razonamiento matemático que, sin menoscabo de la sensibilidad más elevada, poseía en su juventud y madurez, fue desapareciendo como si, acaso por obvio, le aburriera; la expresión de sus emociones también se fue anquilosando en fórmulas ordinarias y predecibles, irreflexivas, que sólo hacían pensar en la profunda indiferencia que debía gobernarla desde el fondo de su cada vez más abigarrado paisaje mental.  ¿Qué le interesaba de verdad? Cuando la visitaba en los últimos años, igual que hiciera en mi adolescencia, se paseaba de un lado a otro de su enorme casa, habitualmente invadida por uno o más desconocidos que cada cierto tiempo recogía de la calle sin considerar el peligro que ello pudiera encerrar para ella, buscando ya un cepillo o una escoba, ya una factura o una blusa; pero si antes hablábamos a partes iguales y ella me escuchaba tanto como yo a ella, si antes respondía a mis preguntas y abría incisos y subrayados sobre mis afirmaciones y comentarios, ahora no dejaba apenas margen para decir nada, poseída por una logorrea inacabable centrada en sus novios reales o imaginados, presentes o remotos, vivos o muertos. Parecía perder la noción del tiempo en que vivía y, de pronto, hablaba de la opinión que su madre —fallecida hacía veinte años— tenía sobre tal o cual pretendiente con el que no podía haber coincidido en vida, acusándola de ser poco complaciente y en exceso selectiva, justo los calificativos que la mamá, en privado, había empleado conmigo para describir a su hija muchos años atrás: 'Esa que se presenta como su hermana no ha hecho sino estorbarle en todo, espantándole a los pretendientes. Ya en su adolescencia Patricia era una muchachita antipática que sólo quería ocuparse de su escuela. Yo la animaba a que conociera muchachos o saliera a dar la vuelta con sus pretendientes, algunos de muy buena familia, muy educados, pero ella, siempre arrogante, se negaba; o aceptaba y les humillaba de tal forma que nunca más volvían a buscarla. Pero es que ahora es peor porque sus exigencias no han hecho sino crecer convenciéndola de que no necesita a nadie mientras sigue viviendo con esa que se presenta como su hermana; mi hija no me da nietos y se está haciendo vieja ¿y la dizque hermana? Pues ya con dos críos, prosperando a nuestra costa. Qué injusticia'. ¿Era la creciente soledad la causa de su locura? Aquella que se presentaba como su hermana se fue de la casa poco después del fallecimiento de la madre, cuando Patricia, ignorando sus airadas advertencias y reproches, contrariando incluso sus violentas amenazas, se casó inexplicablemente con un alcohólico del que se divorciaría poco tiempo después. Aquel matrimonio dio a Patricia las experiencias más vergonzosas de toda su vida, algunas con grave daño físico y económico, todas con perjuicio moral y psicológico. ¿Fue aquella mala decisión la primera manifestación concreta de su deterioro mental o, de manera no menos preocupante, una debilidad producto de la convicción de que urgía enlazarse con quien sea para no estar sola? ¿Sucede esto a todos los que, signifique lo que signifique, se quedan solos? La hermana mayor de mi madre, luego de décadas de solitaria productividad económica y profesional, desmonta su amplio proyecto para diluirlo en una peligrosa secta enajenante; mi enamorada checa prolonga su orfandad original en su madurez, incapaz de unirse a nadie que no sea yo mientras acumula una riqueza que sólo sus sobrinos, no ella, disfrutarán; Lord DeBrosse  escoge el Pabellón Helado para no padecer las excrecencias de Nuevo Aztlán y termina atropellado por dos mujeres —una princesa báltica y otra indochina— que lo utilizan para emigrar y luego lo abandonan. Así pues, mis solitarios persistentes enloquecen; pero acaso sólo sean los míos.
Aún en años recientes, en el arranque de su vejez, Patricia tiene momentos de lucidez que compensan —incluso si me faltara el cariño (que no me falta)— su delirante verborrea. En alguno de ellos, luego de que parecía haber ignorado el breve y entrecortado relato de mis desventuras recientes y había vuelto a hablar de su madre como si estuviera viva, me dijo lo siguiente adoptando el tono de vidente que solía poseerla: 'Debes seguir adelante porque, como el Dante, ya transitaste por el Infierno y el Purgatorio; o, si lo prefieres, ya que fuiste expulsado del Paraíso por tu codicia, errando durante años por desiertos y aguas salobres, ahora puedes ver la tierra prometida. Pecaste contra el amor de tu vida cuando todo parecía sugerir que sería para siempre. Entre el amor y el sexo escogiste lo segundo y, aunque intentaste hacerlo pasar por lo primero, comprensiblemente, te abandonó. Ese fue sólo el inicio de la penitencia que debías cumplir para limpiar tu pecado, pues llegarías todavía a los golpes y a la sangre, a la enfermedad física y mental, a la adicción y a la indigencia. Cuando hubiste saldado tus deudas aquel infierno terminó, justo a tiempo para recibir una nueva —y sin duda última— oportunidad. Amor, pecado, expiación, ¿amor? No lo sé... Ahora que has reunido una experiencia relativamente amplia en los terrenos de la enfermedad mental debes admitir que, en el fondo, no somos tan diferentes, excepto, quizá, en que tú todavía puedes salvarte'. Sonreí un tanto apenado, con los ojos muy abiertos y la mirada baja. 'No creo que la realidad tenga argumentos como lo tienen las historias de ficción', dije al fin. Y continué: 'Tampoco creo que sean sólo una sucesión de hechos inconexos. Existen causas, desde luego, también efectos, de acuerdo. Pero no existe propósito, Patricia, ni finalidad ni más sentido que el que uno le da a la vida, olvídese de interpretaciones religiosas. Cometimos errores parecidos y quizá sus causas también lo sean, pero de ahí a hablar de salvarse o condenarse, eso ya es demasiado. Y por supuesto que nos parecemos, por eso somos amigos ¿no? Es lógico'. Mi escepticismo no la arredró y me ofreció una sonrisa amplia: 'Sabes que tengo razón, cabezón'. 'Ya veremos, Patricia, ya veremos... Mejor cuénteme de ese novio joven que se acaba de echar encima', dije apretándole una mano para luego soltarla. Y empezó a hablar animadamente, imparable, como una loca. 

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