Kam jdeš? fue lo primero que le
dije y lo último en checo de aquella noche, pues a su respuesta Na procházku sólo
pude responder con Do
you speak English? Hablaba poco checo entonces y hoy es rara la ocasión en
que tengo oportunidad de hablarlo, no tanto por la escasez de checos –sobre
todo moravos- en el norte de California, sino por mi precaria vida social.
Alí, sin
embargo, no era checo, sino iraní. Y hablaba un inglés mínimo, pero suficiente
a las urgencias de aquel momento. Me condujo por un pequeño puente que daba a
un parque más grande, en dirección opuesta al Belvedre, en medio de un diálogo
vulgar del que apenas tengo memoria; me quedaron grabados, en cambio, su
respiración y deseo, la incontinencia sexual que entrecortaba sus palabras y
hacía temblar sus manos cuando por fin nos instalamos detrás de varios árboles
y pudo tocarme. Era un morbo cabal, es decir, al que no le faltaba el
contrapunto del miedo o la moral: Alí exudaba deseo y, con todo, no se permitía
mayor cosa en aquel parque público ante el mero temor de ser visto. Yo sólo
quería desahogar los esfínteres y no pensaba prolongar aquello demasiado, pero
con el rostro endurecido –el deseo y su culpa, la fuerza- exigió que fuéramos a
mi casa. Y fuimos.
Contrario a las
probabilidades, el paseo en autobús hasta mi departamento no menguó el deseo
primigenio, antes bien, lo avivó por medio de la reposada consideración del
rostro y mirada de Alí, aun en medio de la multitud que hacinaba los espacios y
no cesaba de conversar en aquel idioma para mí todavía extraño: nariz recta,
grande, pestañas muy alzadas y labios moderados, rostro enjuto de barba
incipiente, cabello delgado y ligeramente crespo, un poco crecido, y debajo de
pobladas cejas, los ojos obscuros de intención transparente, fijos aún en la
recreación de anticipaciones y expectativas, inalterados en su expresión
lasciva, haciéndome su objeto, poseyéndome desde ya, no sin cierta tiranía u
obsesión hipnagógica.
A Genoveva le
fascinaban mis obsesiones asociativas, aun triviales, que liaban temas
aparentemente distantes hasta hacerlos cobrar un sentido sexual intenso y
perturbador. Algunas de estas asociaciones eran ya tan antiguas como mi uso de
razón, por ejemplo, aquella que veía en la hipnosis o las drogas un sentido
sexual. La madrileña –versada en psiquiatría, aunque inactiva desde cierta
circunstancia no del todo aclarada- me explicaba que el fenómeno no es
extraordinario: la hipnosis y las drogas están asociadas a la pérdida de la
voluntad, a una relación de dominio que fácilmente se asocia a la inconsciencia
del acto sexual genuino, cargado de un deseo atávico e irracional. Lo que en su
opinión era notable en mi caso, radicaba en la corta edad a la que había
cobrado consciencia de estas obsesiones, en particular, de la relativa al
hipnotismo.
–Te digo que
fue por los cuentos infantiles, güerita- le decía con mexicana familiaridad
semanas antes del encuentro con Alí, en la única visita que ella hiciera a mi
departamento en Praga. Era pleno invierno.
–Pero qué morro
el tuyo, joder. Que hasta en las cosas más inocentes hay un germen de
distorsión, la semilla de una interpretación obscura, pasa, pero verlo en un
cuento infantil a los cuatro años, hombre, eso ya es otra cosa.
–¿Pero no era
Freud un feroz defensor de la sexualidad infantil?
–Inconsciente,
cariño, inconsciente, aunque te recuerdo que no debes citar nunca a ese
drogadicto y maricón vienés en presencia de un psiquiatra. Yo soy médico, él
era un cuentista de tramas predecibles.
–Sí, claro, disculpa.
Pero reconoces que el sexo no es asunto de la pubertad en adelante, sino de
toda la vida, ¿no?
–Pues sí, es
verdad, pero su presencia es oblicua, casi nunca consciente y menos
controlada.
–A mí no me
pareció muy oblicuo. Mi madre había comprado una enciclopedia ilustrada de
cuentos infantiles. El volumen correspondiente al Libro de la Selva tenía una
imagen de Mwogli con trusa roja, montado en la rama de un árbol, envuelto
lentamente por la serpiente… ¿cómo se llamaba? Algo así como Sher-Kan o Shiva-Kan.
No recuerdo. Pero eran dos imágenes. En una la serpiente le habla y mira
fijamente, empieza a hipnotizarlo. En la otra ya lo tiene enroscado y sólo
pueden verse sus pies y su cabeza, con los ojos convertidos en espirales de
colores, con una sonrisa de plenitud toxicómana.
–Eso no lo
pensaste entonces.
–No, no lo
pensé. Pero ahora sé que era así y aunque no podía tener erecciones ni
eyaculaciones podía masturbarme y esas imágenes me hicieron hacerlo varias
veces, quién sabe si por primera vez en mi vida. O quizá ya lo hacía desde
antes, todo lo relativo a esa época se me confunde.
–Es curioso. En
el pabellón de ninfómanas el director de la clínica nos desaconsejaba toda
clase de técnica hipnótica, pues las pacientes, decía, lejos de seguir instrucciones,
podían desinhibirse en forma incontrolada. Debe haber relaciones.
–Supongo. Es
bien conocido que los afectos al sadomasoquismo, por ejemplo, echan mano de
hipnosis para mejor llevar las palizas o excesos de sus prácticas. Y aumentar
el placer, desde luego.
–Mira por dónde
vas a salirme tú un hombre de cuero negro y látigo en mano, ¿eh? Que estoy muy
pequeñita para aguantarte, grandullón- y se echó a reír con esa risa de alegre
murmullo que la caracterizaba. Para ser española hablaba en voz muy baja y
tenía una sintaxis demasiado limpia. –Pero has de saber que la hipnosis no es
necesariamente sexual –dijo reponiéndose- ¿no has visto de casualidad una
película de Woody Allen, creo que se llamaba El escorpión de jade,
la has visto?
–Sé de cuál
hablas, pero se llama El beso del escorpión.
¿A qué viene eso?
–¿De verdad?
Vale, pues en esa película el hipnotismo es la cosa más anticlimática del
mundo. Saca nada menos que a Woody Allen de la cama cuando ya la compartía con
una bellísima mujer perfectamente dispuesta a todo. ¡Imagínate!, ¡al director
norteamericano que ha dicho que el cerebro es su segundo órgano favorito!- y
volvió a reírse, ahora un poco más fuerte.
–Es verdad.
Pero no olvides que las palabras Constantinopla y Madagascar tenían también el
efecto de hacer que el detective C.W. y la hermosa Miss Fitzgerald se amaran
apasionadamente- contesté gesticulando con exageración y rematando con el amago
de abrazarla y besarla.
Ahora delante
de Alí volvía a poner mi excitación en manos de mis viejas obsesiones: estaba
en manos de un poseído, un hombre cuyo sexo hervía incontrolado y cuya mente
toda no tenía más espacio que para mí y el deseo de mí, gusano inmenso
horadando todos los rincones del cerebro, hipotálamo desbocado engullendo la
voluntad. Y entre el follaje de placeres en que nos habíamos metido no tuvimos
reparo en besarnos, algo que, a diferencia del puro sexo, era suficientemente
poderoso para involucrarme.
¿Y no sería
ello también una asociación atávica, una distorsión?, ¿no era simplemente el dejá-vu del
comienzo de la única relación profunda de mi vida, la de Fernando, que del otro
lado del océano ponía en el correo un libro de ecuaciones diferenciales
mientras yo me dejaba los labios en los de Alí? Ese comienzo había sido así:
una tarde entera instalado en su boca, una prolongadísima sesión amatoria
apenas suspendida por la cena y continuada hasta el amanecer. Yo me di cuenta
de que Alí también estaba siendo arrasado por una corriente impura, hecha del
sexo que le hacía crujir las mandíbulas y gemir, sí, pero también de una sed de
unir las bocas y abrazarse, un sesgo de ternura que sorprendía y hacía los ojos
ya no sólo concentrados en su carnalidad, sino azorados en lo inmanejable de un
vínculo que se abría paso sin considerandos.
–¿Pero de qué
hablas cuando dices que debes limitarte al sexo furtivo?- había preguntado
Genoveva luego de contarle a grandes rasgos sobre mi terror a los enredos
sentimentales. Habíamos cenado pasta. Acabábamos de abrir la segunda botella de
vino y volvía a nevar ligeramente.
–Pues a eso,
querida, que para mí el beso y el abrazo, las caricias reposadas, son todos
fuentes de perdición sentimental. Y aunque con Fernando tengo acordada la
libertad de usar mi cuerpo con quien yo quiera sin enterarlo y cuidándome, no
estoy autorizado a llevar una relación más allá de lo casual y fortuito. No
puedo enamorarme.
–Y sin
embargo…
–Sí, pese a
todo ha ocurrido dos veces en casi cinco años. Un récord, ¿no crees? Sobre todo
considerando que no he dejado de conocer gente, aunque sólo sea para fines
estrictamente sexuales. Soy un promiscuo al que la culpa sólo sirve de
estímulo.
–No estoy tan
segura de que seas un promiscuo, pues eso tiene definiciones precisas, que te
lo sepas; aunque tus relaciones con la culpa, perdóname que te lo diga, chaval,
pero son del todo clásicas, vulgares en sociedades como la nuestra. Llevada al
extremo es ingrediente esencial de las conductas psicópatas. Un individuo de
estos que van por ahí haciendo escabechinas empieza con lo que hoy hasta los
gendarmes conocen como trastorno bipolar: una disociación de la persona que
normalmente pone su aspecto cordial y simpático en una de sus personalidades y
el neurótico en la otra. Este neurótico suele servirse exclusivamente de la
culpa, torturándose a sí mismo y empujándolo, paradójicamente, a exacerbar la
ruptura mental en la que se haya. En otras palabras, la culpa es la que lo
obliga a escindirse para mejor sobrellevar la carga: sólo una de sus
personalidades tendrá que llevarla, pero en el envite puede hacer que el
neurótico exija más barbaridades hasta convertirla en una psicosis.
–Psicosis,
neurosis, disociación. Creo que estás exagerando, güerita. No estoy loco y tú
no estarías aquí tan tranquila bebiendo vino conmigo si así fuera- dije
sonriendo torcidamente, como quien aguanta la risa. Ella sonrió cálidamente y
dijo:
–No estés tan
seguro. Quiero decir que no creas que no me atrevería a reunirme contigo si
estuvieras listo para el manicomio. Trabajé años en uno de ellos, no se te
olvide.
–Entonces quizá
seas tú la que requiera atención- dije riendo ya sin problemas.
–Nunca he dicho
lo contrario- contestó Genoveva al tiempo que bajaba la mirada sobre su copa
con una sonrisa ambigua. ¿Qué veía?
–Ya en serio,
Genoveva, cuando digo que la culpa me mueve lo digo porque lejos de impedirme
algo, sólo me ha hecho obsesionarme con ello, haciéndome pasar por aquellas
situaciones arriesgadas precisamente por concederles tanta importancia. En un
principio fue la culpa de raíz religiosa, cuando niño…
–¿Hay de otra?-
me interrumpió Genoveva alzando de nuevo la mirada. Se había puesto
seria.
–Lo que quiero
decir es que entonces efectivamente sentía que ofendía a Dios con mis presuntos
malos actos, masturbarme, por ejemplo. Y ello no evitó que siguiera haciéndolo,
antes bien, me obsesionó, me hizo pasar a fondo por aquello que me hacía sentir
culpable…
–Una fijación,
claro. Te has quedado enganchado pretendiendo superar lo que considerabas un
problema. Sucede igual con los fumadores que quieren salir del tabaquismo con
una fruición tal que echan a perder sus propósitos desde el momento mismo en
que dejan ocupar toda su mente por ese despropósito. En otras palabras, muere
aquello a lo que no damos importancia y se avivan los incendios a los que se echa
aire. Y, por otra parte, la gente no debería ser tan gilipollas como para
querer deshacerse de algo sin cuestionarse antes si de verdad ese algo
constituye un problema.
–Exactamente.
En la adolescencia comprendí que no había motivo para abandonar mis gustos.
También empecé a fumar. Pero otras culpas esperaban su turno y no pensé que
fueran tantas y tan diversas.
–¿Y qué
esperabas? Donde haya una sociedad siempre habrá culpa, pues éstas son
consubstanciales al orden social, son el anverso de las normas de convivencia
familiares, sociales, religiosas. Es inevitable.
–Pero no todas
deben ser igualmente válidas. No es lo mismo sentirse culpable por ser
homosexual que sentirse así por haber matado a un hombre.
–Eso es
discutible, pues…
–¿Cómo
discutible, Genoveva?
–No seas tonto,
cariño. No quiero decir que sean cosas equiparables, sino que el mal, aquello
que presuntamente causa culpa, es siempre relativo, funcional.
–¿Cómo?
–Pues sí. Que
desde Jung sabemos que el mal es aquello disfuncional en relación con cierto
esquema cultural, social, religioso, etc. No es algo absoluto y, por tanto, no
hay manera de distinguir el presunto mal de ser homosexual del presunto mal de
matar a un hombre. Lo que hace la diferencia es creer que algo es malo o no lo
es.
–Comprendo. A
veces me parece que no es suficiente creer que algo no es malo para sacudirse
la culpa. La moral pública, como una parte más de la memoria colectiva, parece
hallar siempre el camino de vuelta a nuestro subconsciente, aunque la hayamos
echado solemnemente de nuestra reluciente corteza cerebral.
–Viejas
discusiones las tuyas: culpa y miedo. Qué clásico. Aunque dadas tus obsesiones
de salud ambas cosas se mezclan fácilmente.
–Son tiempos
jodidos para la promiscuidad, no cabe duda- dije haciendo luego una pausa para
dar grandes sorbos de vino. Encendí un cigarrillo del que me estaba absteniendo
desde hace tiempo: era el último de la cajetilla. Y continué. –Fuera de
Fernando no conozco el sexo sin condón, pero no dejo de sentir un vuelco en el
estómago al pensar en los peligros que, con látex o sin él, acarrea el
placer.
–Pero los
sigues arrostrando. Y ello, mi querido paranoico, significa que ya tienes una
relación especial con tus miedos y culpas. Lo natural ante el miedo es huir.
Eso hacen los sensatos, o los apocados si te place. Pero los obsesivos, los
paranoicos como tú estrechan lazos con sus obsesiones, con sus paranoias, se
hacen amigazos de ellas y luego no resisten vivir sin su adrenalina.
–Pues vale:
estoy enfermo y necesito mis dosis de excitación, ¿te parece? Pero que nunca
salgan del ámbito físico, que nunca invadan mi corazón y se limiten a mi
entrepierna, que nunca amanezca a mi lado nadie distinto de aquel a quien amo,
que nunca tenga tiempo ni disposición de enamorarme de otros ojos, de sentir
nostalgia de un abrazo o un beso de otro, de sentir esa ausencia, longing diría
Jason, de alguien que no sea Fernando porque entonces estaré en grave peligro.
Pero descuida. Tengo ya cierta edad y dos episodios de este estilo en mi haber,
que, por fortuna, duraron poquísimas semanas. Por lo visto, mi amasiato ya me
endureció lo suficiente como para no abrir el alma nunca más.
–Qué curioso.
Este arreglo entre Fernando y tú parece obligarte a conservar la humanidad en
toda su elevación sólo entre ustedes, y reducirte a animal puertas afuera. Pero
aquí hasta un vulgar terapeuta privilegiaría lo funcional. Y funciona, qué
coño.
Funciona. Retazos de
aquellas conversaciones hacían eco en mi mente en la fría duermevela de la
primera noche con Alí. Y seguían instaladas en mi cabeza cuando abrí los ojos a
otro día nublado, con aquel cuerpo todavía dormido recién devuelto a su
extrañeza, a su ajenidad, con mis miedos de golpe recuperados por el siniestro
graznido de los cuervos, tan frecuentes desde antes del amanecer en los últimos
días del invierno.