Durante algún
tiempo, a fines de los setentas, trabajé en una pequeña división no recuerdo
ahora si de la Secretaría de Gobernación directamente o de la de Educación,
tanto da, coludidas como estaban entonces todas las fuerzas del Estado en
controlar lo imposible como ahora lo están las del mercado en expoliar a los
incautos dándoles todo lo que piden (y es bien poco y de mala calidad, ya les
digo). Trabajábamos en un amplio sótano cercano al Regis, sostenido por
columnas que temblaban al paso de cualquier vehículo medianamente pesado,
abombado en algunas paredes y húmedo casi todo el año, al punto de que Saldaña,
mi compañero recién egresado de filosofía, debía hacerse revisiones frecuentes
de vías respiratorias superiores, quizá no tanto por el moho como por los
muchos cigarros que sin ventilación alguna nos fumábamos los dos de nueve a
cuatro de la tarde —horario corrido— mirando películas tan horrorosas como
inocuas, de las que debíamos tomar notas y hacer una lista de censuras que para
exhibición en sala y televisión debían aplicar los técnicos del laboratorio del
piso de arriba, un verdadero engorro porque había que ser lo suficientemente
hábil para no pasar por ligero (porque entonces el jefe podía despedirlo a uno
para mejor quedar con el subsecretario de cultura o con la púdica esposa de
algún funcionario influyente), pero todavía más para no pasar por un gazmoño
retrógrado frente a los compañeros, que por supuesto abjuraban todos de
semejante oficio y se emborrachaban maldiciendo al gobierno del que cobraban
puntualmente sueldos, bonos y aguinaldos. 'No sé a ti, pero a mí me pagan',
solía acotar a Saldaña cuando se iba de la lengua tratando de limpiarse a costa
de maromas dialécticas. No siempre conseguía que se quedara callado.
—Es un
atropello, Efraín, a lo mejor no lo ves porque estás ya con el sistema, cabrón.
Dejaste la carrera trunca, no tienes educación y estás chavo: eres manipulable.
O quizá sea porque no tienes vergüenza y en el fondo eres un puto mercenario,
cabrón
—Necesito
dinero, Saldaña, como todo el mundo.
—Y te
prostituyes, ¿es eso? —me hacía reír la seriedad con que peroraba: era
ridículo. Pero casi todos lo somos a esa edad: los únicos auténticos son los
escépticos. Y no los que lo son por sistema. Casi nadie.
—Es un
trabajo, Saldaña. En los trabajos haces lo que te piden, aquello para lo que
fuiste contratado.
—¡Esos son
conceptos burgueses, mi chavo! Estás como operado del cerebro, ¿cómo me sales
con eso? Nunca vas a cambiar nada pensando de ese modo, pendejo.
—No pienso
cambiar nada, Saldaña, ¿vemos lo que queda de esta?
—Juega.
Y entonces
venían escenas de sexo tan malas que nos causaba pena censurarlas, diálogos que
algún guionista estúpido habrá creído revolucionarios y rezumaban
provincialismo intelectual, temas presuntamente subidos de tono ('Mucho ojo con
esta, ¿eh muchachos? que está fuerte') sólo porque alguien se practicaba un
aborto, dos hombres se besaban o un carbonero educadísimo soltaba por fin un
'chingado' en la escena menos a propósito para ello. Al menos el tabaco de
Saldaña y sus ataques de consciencia moral aliviaban mi aburrimiento.
Nunca lo tomé
en serio. Y quizá fue un error porque no lo vi venir. Saldaña me lo anunció de
camino a la oficina, luego de despacharnos una torta de tamal con atole muy
espeso y mientras se limpiaba los dedos con ese papel que dejó de existir desde
los ochentas para ser sustituido por ridículas servilletas de colores con
estampados.
—Voy a
renunciar.
—Sí, sí,
Saldaña, como tú digas...
—Que voy a
renunciar, pendejo, hablo en serio.
—¿Y eso?
¿hallaste otra chamba o qué?
—Quizá,
bueno... no sé. A lo mejor hago un posgrado. Pagan dinero, quiero decir, una
beca por méritos académicos, ¿me entiendes Efraín?
—La escuela
está mal fundamentada, Saldaña. Eso es lo que yo sé —respondí con una convicción
que entonces no era impostada: ahora me avergüenzo, por supuesto.
—Bueno, bueno,
tú puedes pensar lo que quieras, eres un pequeño-burgués descarriado. No seré
yo quien te quite las pendejadas de la cabeza. Pero yo voy a renunciar, Efraín.
Y no pienso irme limpiamente.
—¿Ah sí? —dije
fingiendo aburrimiento, aunque excitado ante la posibilidad de que Saldaña malograra
una censura y escandalizara a varios niveles de gobierno. 'Pero Jodorowsky ya
no hace cine' pensé. 'Y podría llevarme entre las patas este pendejo', completé
borrándome con este pensamiento la sonrisa burlona que tenía pintada.
—Voy a
liquidar al jefe.
—¿Harás que lo
despidan? Buena idea. Y buena suerte porque...
—No. Ese
cabrón se va a morir.
Empezaba a
reírme, pero Saldaña seguía caminando con paso firme, seriedad inalterable,
limpiándose las barbas y acomodándose la corbata con dificultad.
—No chingues
Saldaña, no hagas pendejadas de las que puedas arrepentirte —pero apenas
terminaba mi frase, era yo quien me arrepentía de soltarla por parecerme
estúpido el haberlo tomado en serio. Me reí entonces de verdad, casi escupiendo
los pedacitos de tamal que me quedaron en los dientes.
—No tomes el
elevador hoy.
—¿Qué?
—Por tu propio
bien. Ya me oíste: no tomes el elevador.
Saldaña y yo
estábamos solos en el sótano los martes y miércoles: al mediodía nos visitaba
un día sí y otro no, el jefe; al inicio y al final de la jornada pasaban los
técnicos. Nadie más. ¿Y quién nos visitaría en aquella caja de humo en que se
había convertido el sótano? ¿quién aun en tiempos tan permisivos y ajenos a la
ñoñería contemporánea? Ni siquiera Rita, la recepcionista, que fumaba dos
cajetillas diarias y a la que le éramos simpáticos. 'Si no los mata el humo los
mata la censura, cabrones', nos espetaba en medio de carcajadas.
Era miércoles.
Avanzó la mañana con normalidad, pero cerca del mediodía crecía la tensión y se
apoderaba de todo el silencio profesional: Saldaña y yo fruncíamos el ceño
echando un ojo a la cinta, otro al cuaderno de notas y miradas furtivas al
elevador.
—Voy al baño —dijo
de pronto Saldaña.
—¿Qué vas a
hacer? —le dije.
—Lo sabes
perfectamente. —Y contrario a sus recomendaciones tomó el elevador.
Vi la señal
luminosa trepar hasta el piso diez. Los minutos que siguieron se me hicieron
larguísimos y aunque no quité la cinta, me era del todo imposible prestarle
atención. Bajé el volumen y escuché mis latidos. Bum, bum, bum. Saldaña no
aparecía. Pero tampoco el jefe. ¿Qué estaría haciendo este imbécil? Me entró un
pánico frío pensando en que quizá su única intención era hacerme cómplice. O
autor involuntario. Pensé que cometía un error quedándome donde estaba. ¿Cuánto
tiempo había pasado? ¿Quince minutos? ¿Media hora? Quise ponerme de pie y salir
a recepción con cualquier pretexto, pero ¿no sería eso más sospechoso en caso
de que algo ocurriera? ¿y no lo era que estuviera absorto en estos pensamientos
y en los latidos desbocados de mi corazón en vez de estar mirando la cinta a
volumen normal y tomando notas taquigráficas? Sí, sí, había que seguir
normalmente. Como si nada, como si...
Se escuchó un
grito lejano. Luego un estruendo de metales. Saldaña bajó pálido corriendo para
pedirme ayuda, angustiado.
—¡El elevador
se ha caído y el jefe iba dentro! ¡pronto, ayúdame a abrir la puerta de aquí
abajo! ¡pronto!
Intentábamos
abrir la puerta entre los dos y su mirada encontró la mía. Tenía dibujada una
gran sonrisa.
—¿Lo
hiciste...? ¿cómo? —pregunté susurrando lo que ya sabía mientras se escuchaba a
una multitud invadir el sótano ahumado. Él quitó la sonrisa y gritó más alto:
—¡Con fuerza
Efraín! ¡con fuerza!
No dije nada
más. Rita gritó histérica '¡Apaguen esa chingada cinta, por dios!': una mujer
se hacía untar mermelada en el coño para luego hacérselo lamer por un caniche
blanco. '¡Qué porquería!', remató con lágrimas en los ojos.
Y Saldaña renunció,
claro, 'como una señal de respeto y solidaridad' —escribió en su renuncia—
hacia su desaparecido jefe: 'baluarte moral del cine nacional'.