viernes, julio 19, 2024

Las opciones prohibidas

'Los mexicanos estamos podridos, ¿lo sabía? Todos. Aquí no se salva nadie. Desde el presidente de la república hasta el payaso del subcomandante Marcos.'
2666, Roberto Bolaño

Se cumplen doscientos años del fusilamiento de uno de los principales artífices de la consumación de la independencia de México: Agustín de Iturbide. Su muerte inaugura la que —ahora sabemos— sería la costumbre mexicana de devorar a sus hijos: durante largo tiempo a través de la traición y el asesinato; en épocas más recientes a través del ostracismo y el linchamiento. Si bien el joven país apenas tenía conciencia de sí mismo con su enorme retraso cultural y técnico, sus deficientes comunicaciones a lo largo y ancho de un territorio que duplicaba el tamaño del actual y su miríada de poblaciones indígenas aisladas a las que faltaba una lengua común, con la eliminación del que fue su primer gobernante como país independiente sentaba las bases de su espíritu antropófago, pero también de lo que a la postre constituiría su visión maniquea de la historia, una visión que se extendió a partir de entonces hacia adelante en el tiempo (los malos serían los monárquicos, los extranjerizantes, los ricos, los conservadores, la Iglesia, los reaccionarios; los buenos serían los republicanos, los liberales, los nacionalistas, los revolucionarios, el Estado benefactor), pero también hacia atrás (malos fueron Cortés y la colonia, buenos Cuauhtémoc y el mundo precolombino en general).
La historia no es una ciencia exacta; se le inscribe en el grupo de las así llamadas ciencias sociales para prestarle algunos de los atributos científicos de que gozan aquéllas: el presunto abandono de anteojeras ideológicas o religiosas, la sujeción más estricta posible a la objetividad, la deducción lógica y el rigor documental. No dispone, sin embargo, de la posibilidad de verificar sus hipótesis por medio de experimentos; tampoco posee un lenguaje propio que le permita sistematizar y demostrar formalmente sus conclusiones como se hace en las matemáticas. Los intentos cientificistas como el materialismo histórico del marxismo, que tanto entusiasmaron a muchos durante décadas con sus presuntas leyes de la historia, no han hecho más que el ridículo contra lo que el sentido común ya sabía: la historia no tiene libreto. Todo esto significa varias cosas: que la historia es un terreno movedizo cuyas diferentes narrativas dependen de qué elementos documentales se seleccionen, que las mismas fuentes pueden dar origen a distintas interpretaciones, que en última instancia uno escoge aquellas versiones que mejor le acomodan a uno amparado no sólo en sus propias ideas (ya que no puede verificar los hechos) sino incluso en su valoración de las fuentes y los historiadores (confiando en que ellos se han tomado la molestia de investigar profesionalmente lo que los profanos no podemos ni queremos investigar). Ante este estado de cosas, no es extraño que la historia sea, tanto para el que la hace como para el que la lee, una colección de narrativas cuyo único objeto es dar coherencia a un conjunto de datos, más o menos amparados en documentos, para justificar posturas ya asumidas de antemano. Por ejemplo, habiendo aprendido en la educación primaria que hubo una guerra terrible causada por un tal Adolf Hitler, uno desea aprender más en la adolescencia y lee aquello que le confirme en esa creencia de base. Y lo encuentra: evidencias de los métodos violentos del partido nazi alemán, evidencias de la eliminación física de toda oposición al poder totalitario, evidencias del expansionismo hitleriano a costa de las naciones vecinas, evidencias del exterminio de la población judía. En la adultez, ya sea que uno sea un social-demócrata de izquierdas o un liberal clásico de derechas, una vez pues que uno se ha hecho de una cierta ideología, se siente todavía más seguro en la lectura de aquello que nos confirma en nuestras convicciones y autorizado a rechazar violentamente cualquier sugerencia o insinuación en contra. Entonces podemos decir airadamente al supremacista blanco o al negacionista islámico del Holocausto '¿pero cómo puedes poner en duda estos crímenes? ¿cómo puedes creer que hubo siquiera algo racional que justificara que millones de personas apoyaran al dictador del bigotito? ¡Estáis locos!' Y así, de forma casi teológica, sin que nos conste lo ocurrido por haber nacido años o siglos después, sin tener la capacidad propiamente de juzgar la calidad de las investigaciones de los historiadores que leemos sino sólo su grado de cercanía con nuestras convicciones, nos quedamos tan tranquilos con nuestros conocimientos históricos y nuestras ideas políticas.
El tan socorrido ejemplo de Hitler y la Segunda Guerra Mundial es fácil: queda relativamente cerca, existe una enorme cantidad de evidencia documental, las minorías que ponen en duda las atrocidades del nazismo se desacreditan adicionalmente con muchas otras muestras de necedad criminal. ¿Pero qué hay de figuras como la de Agustín de Iturbide? ¿Qué hay de la persecución que hizo de los insurgentes como capitán del ejército realista? ¿Qué hubo detrás de su conversión a la causa de la independencia? ¿Qué méritos reviste haberse puesto de acuerdo con Vicente Guerrero y el virrey Juan O'Donojú para consumar la independencia de México al frente del Ejército Trigarante? ¿Qué ingenuidad o perversidad hubo en aceptar ser declarado Emperador de México luego de haber presidido la Regencia? ¿Qué motivaciones tenía para volver a México luego de abdicar y ser declarado fuera de la ley? No cabe duda de que despachar la figura de Iturbide como la de un miembro de las élites políticas, militares y económicas del Virreinato, reaccionario en tanto que protege la religión católica y la monarquía, es una visión armónica y fácil de retener, que se alinea casi de manera natural con el bando conservador de la Guerra de Reforma y el Segundo Imperio de Maximiliano de Habsburgo. Todavía más: es fácil extender este parentesco a las élites porfiristas y saltar de ahí al panismo más retrógrado de los últimos ochenta años. Esta presunta coherencia semántica se ve reforzada por su contraparte, que agrupa lo mismo a republicanos liberales y jacobinos de la primera hora como Valentín Gómez Farías que a los de la etapa cenital como Benito Juárez, pero también a los revolucionarios de mil novecientos diez y, cómo no, al régimen de partido hegemónico que fue su heredero. No importan los matices ni los detalles porque en contextos como el discutido la verdad es la última de las preocupaciones históricas: qué más da si Iturbide consiguió la independencia procurando evitar el derramamiento de sangre si fascinan más las masacres de inocentes como las realizadas por las hordas del Padre de la Patria; qué nos importa si Juárez quiso vender más territorio nacional a los Estados Unidos a cambio de armas o si intentó por todos los medios perpetuarse en el poder, si por fortuna el Congreso americano rechazó lo primero y un infarto oportuno evitó lo segundo; por qué deberíamos creer que un Habsburgo que ni siquiera nació en esta tierra dio muestras sobradas de ser liberal e indigenista; qué podemos deberle a Porfirio Díaz como indiscutible artífice militar de la Reforma y la Intervención, como modernizador de México, si claramente abandonó las así llamadas causas populares en favor de una oligarquía rapaz; qué importancia tiene que el régimen emanado de la Revolución se convirtiera en una democracia simulada si repartía entre el pueblo bueno todo lo que le sobraba hasta hipotecar el futuro.
Los países, como las personas, tienen traumas. Como algunos explican con sorna, México nació del evento traumático de la Conquista (realizada por indígenas) y continuó su formación tres siglos después con la Independencia (realizada por hijos de españoles). Dos enrevesamientos que no se enderezan mutuamente. Con el fusilamiento de Iturbide hace dos siglos quizá agregó otro trauma a su larga lista de daños psicológicos: la de su naturaleza parricida y la de su mezquindad contra el caído. Cuando leemos a los que tuvieron a bien alimentar su obra con datos o visiones prestadas de esta tierra, a Rulfo, a Vasconcelos, a Paz, pero también a testigos de épocas remotas como Madame Calderón de la Barca o Lucas Alamán, no podemos menos que comprenderlos como si fuésemos sus contemporáneos. Donde unos dicen cristeros nosotros decimos narcos, donde unos dicen cofradías nosotros decimos sectas, donde unos roban muchachas nosotros vemos desaparecidas, donde unos ven alcoholismo nosotros vemos drogadicción, de la historia que nuestros tatarabuelos marcaron con un primer crimen nosotros nos servimos para reescribirla a nuestro antojo de la forma que más convenga a nuestros intereses. Agustín de Iturbide aún sirve como sinónimo de conservadurismo, ya para los mexicanos que nunca se consolaron de no tener una monarquía (Paz), ya para las víctimas de la servidumbre voluntaria que aceptan gustosas el yugo de un gobierno que se dice de izquierdas (La Boétie). En un mundo como el de hoy, si nos sirve de consuelo, difícilmente hallaremos razón para exigir a los mexicanos una mayor congruencia en la consideración de sus figuras históricas que la que podríamos exigir a cualquier otra nación. Es, efectivamente, muy poco consuelo.