miércoles, marzo 26, 2014

Come as you are

Tuve un cliente, a los pocos meses de venir desde la sierra de Puebla hasta Hermosillo, que igual que yo no era de aquí y que me subió a su auto la primera vez con una seguridad que creí fingida —sus ojos valorando mi cuerpo al tiempo en que cuidaba que no me llevara nada, pensaba— y con quien tuve una relación, si tal cosa cabe, un tanto más amplia que la puramente comercial (algunos dirían carnal) y a quien echo de menos en estos tiempos apacibles en que ya no me sirve el cuerpo para ventas y la salud, sorprendentemente, todavía no me falta.
No es que no estuviera acostumbrado a caprichos y fantasías —clientes de látigo y mordaza no faltaron, igual que maridos ejemplares que deseaban medias rotas de algún color o juguetes improvisados con los utensilios de cocina— ni que se me escapara, pese a la educación escasa, que al lado de la exuberancia sexual no era infrecuente el seso por cuanto lo torcido requiere elaboración y complejidad, cálculo y obsesión minuciosa, tareas intelectuales que durante el día productivo despegan aviones de sus pistas y cierran jugosos negocios, tanto como de noche nutren el morbo y fabrican escenas no exentas de sofisticación. Sólo el vulgo cree que la potencia sexual viene de entrar y salir una y otra vez, una y otra vez, tan machacona como insatisfactoriamente, primitivismo ranchero que hube de padecer por montones en estas latitudes.
No es pues que no supiera, ya digo, lo que hay de variado en el inagotable catálogo de los deseos sexuales, pero este cliente era diferente por cuanto resultaba impredecible en sus mezclas —quizá era un desequilibrado necesitado de una nueva categoría, quizá era sólo peculiar para mí y ordinario a ojos más experimentados: tampoco presumo saberlo todo— e infinito en sus diálogos que me hacían creer que participaba de su vida menos como amigo que como discípulo, un maestro preocupado porque alguien lo supiese todo antes de su extinción. Porque efectivamente un día no hubo más noticias ni volvió su auto a pasar por un costado del jardín donde tenía yo que soportar la presencia de travestis —nunca he tolerado la impostura, menos aun el autoengaño— cuyos clientes, sin embargo, nunca eran los míos (las categorías quizá son más sólidas de lo que los escépticos queremos otorgar, más cerradas e inamovibles de lo que sugieren las asociaciones infestadas de palabras como diversidad y tolerancia).
El encuentro inicial me hizo creer que era uno de esos clientes impotentes que no desean ser follados y desde luego no pueden follar, que pretenden que la sublimación es algo más que asunto de místicos y jesuitas y que bien puede perpetrarse contra la dictadura de los genitales. 'Ya se pondrá negro de tanto hablar' —pensé— 'pero al menos se ve que pagará bien'. Me preguntó de dónde era y le dije la verdad. No me gustan las mentiras, no porque las considere una falta moral, menos aun con desconocidos, sino porque casi siempre resultan tan inocuas como la verdad; cuántas veces la realidad sigue el curso que dictan unas y otra con entera indiferencia, a ciegas, sin un criterio formado y sin que nosotros podamos hacer nada para convencerla en un sentido u otro. La verdad era barata: Puebla, un pueblo de la sierra que explicaba tanto mi piel morena como mi acento.
—Yo tampoco soy de aquí. ¿Por qué viniste a Hermosillo?
—Siempre quise venir para acá, desde niño.
—La pregunta se sostiene.
—Me gusta la palabra.
—¿Hermosillo? ¿te gusta la palabra Hermosillo?
—Es sonora, es...
—Eres la persona adecuada. Cuando yo era niño hice que mi madre y mi hermana nos mudáramos a una ciudad cuyo nombre casi es un anagrama de esta, ¿sabes? Villahermosa, en el otro extremo del país. No recuerdo más qué razones di a mi madre —eran falsas, ¿cómo podría recordarlas?— pero sí sé por qué quería ir para allá: la palabra era sonora.
—Como Sonora es este estado.
—Exacto. Y a un hombre nunca deben faltarle de dónde irse ni a dónde llegar.
Pensé que no habría sexo cuando nos detuvimos en una calle lateral a la salida sur. Como estaba ligeramente obscuro, pensé que podría ser un día de mala suerte: un navajazo, una soga al cuello salida debajo del asiento, un asesino que deja perpleja a la policía por su móvil escaso o perverso. Empezó a tocarme: '¿en la calle?', pensé; 'en la calle', me dije. Trazaba círculos entre mis piernas con una mano, pero no dejaba de hablar. Entre más atención deseaba poner, más se me escapaba aquello que me decía y me quedaba con un murmullo, un zumbido rítmico que me causó —sorpresa— una intensa erección. El mundo alrededor estaba suspendido, carente de foco, era como si el cerebro —ese otro yo con quien dialogaba por dentro— se hubiese desplazado de la cabeza al pene a voluntad de este hombre que en un momento dado contaba números y en otro más hablaba en lengua extranjera.
No nos detuvo nadie. Terminamos. Un hormigueo abandonaba mi cuerpo cuando el auto avanzaba ya por entre el tráfico y lo que él hablaba sin parar volvía a ser inteligible y claro, no exento de un tono extraño y una voz prestada, 'satánica' diría mi madre que tantas veces me llevó con el cura del pueblo para que me sacara los demonios que me hacían masturbarme en el colegio y que espantaban menos a las monjas que a ella. Quería preguntarle que había pasado, quería mirarlo bien para que no se me olvidara su rostro, pero las palabras no me llegaban a la boca. Cuando llegamos al crucero donde me recogió, me tocaba yo mismo los labios para ver que aun los tenía en su sitio.
—Nos volveremos a ver— dijo con una sonrisa sin que pudiera verle los ojos. Me sonreí por toda respuesta, dueño de una placidez extraordinaria. Y juro que él me escuchó decir que sí, que ahí mismo le esperaba en siete o veintiún días exactos a la medianoche, que mientras entrenaría mi cuerpo para realizar todo aquello que me había sido comunicado y que ahora había que realizar pormenorizadamente, sin faltar a un sólo precepto, por servicio a la humanidad que no sabe lo que hace atrapada en su aburrición en detrimento del placer, que no comprende que por este último puede llegar el mayor conocimiento y la mayor concentración, que las ciencias matemáticas y físicas se coronan en la biología y en el misterio de la materia que quiere perpetuarse eternamente bajo el premio de Epicuro.
Mi vida siguió normalmente. Otros clientes —insatisfactorios todos, pero ¿qué prostitución es placentera?— desfilaron antes de que él volviera a aparecer. No obstante, despertaba en las noches en posiciones extrañas con las manos en el ano o los genitales, los orgasmos más inverosímiles en cabeza y cuerpo como extraídos de los sueños donde él —él sin duda— había estado dictando hipnóticamente con su voz densa e interminable. ¿Se comunicaba conmigo? ¿existe la telepatía? Ya no ofrecía ninguna resistencia a su influjo, ningún esfuerzo por comprenderlo le oponía.
No sé cuántos encuentros más me fueron dados. ¿Seis, siete? De todos salí transfigurado y, sorprendentemente, sin miedo. En los períodos conscientes —siempre algo antes y algo después del acto— me ponía música de cantantes suicidas y me hablaba de ellos como si los hubiese acompañado hasta sus últimos momentos, me hablaba de lugares que ya jamás conoceré porque a pesar de lo que parece no todo puede alcanzarse de camión en camión como se llega de Puebla hasta Hermosillo —Perpignan, el Mar Muerto, Lassa— con tal abundancia de detalles que me hacía recorrerlos en su compañía hasta empezar a oler las especias y los sudores que sólo él conocía. Yo deseaba hacer el amor todo el tiempo. Nunca lo decía. Él lo sabía.
En la última ocasión me filmó. El cantante de Seattle en el fondo incorporado al murmullo preciso e ilegible de sus instrucciones. Jamás miré esas grabaciones, ya no hubo oportunidad, pero sé que mis ojos debían estar en blanco y mis pies contraídos, como si me estuviesen devorando de adentro hacia afuera, inexorablemente, todos mis orificios invadidos, saturados, todo mi cuerpo suspendido en posesión.
Nada entonces apuntaba a su desaparición ni la abundancia de su narrativa incluía advertencia alguna. ¿Cómo sé entonces que no volverá? ¿Cómo sé que no debo ir a esperarle a la acera junto al jardín invadido de travestis insoportables? Lo comprendí una madrugada en que el negocio había ido particularmente mal: sin placer, sin dinero, me había echado en la cama harto y agotado de sueño hacia las cuatro de la mañana. Lo escuché de pronto en la obscuridad de mi habitación, no sé si despierto o dormido, despidiéndose, haciéndome saber que pronto tendría yo que tomar el auto y salir a escoger el elegido. 'El paso siguiente', decía. Cuando dejé de escucharlo tenía los ojos abiertos y la entrepierna manchada. 'No volverá', me dije. Y en estos tiempos apacibles en que ya no me sirve el cuerpo para ventas, sí me sirve, en cambio, el dinero, para ir de compras.
Quizá ha llegado el tiempo de elegir.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Este relato es particularmente divertido por lo que amerita dos comentarios.
1. No es creíble que un pipope hable de manera tan rebuscada y parecida al propio autor. Jajajaja, recordé el comentario sobre los personajes de Marías hace unas semananas cuando encontré un ensayo de un estudiante sobre "As I lay dying" en donde decía que el intelectualismo de Darl era absurdo.
2. A diferencia del Nirvana de los 90's, el grupo Slade de los 70's tenía canciones con mejores nombres. En este caso debería ser "Cum ass u 'r".

Miguel Ángel Bernal Reza dijo...

Ass u r... ¿Un estudiante sobre "As I lay dying"? Nada tiene sentido.