domingo, abril 30, 2017

El interlocutor

Lo que sucede es que se le olvida, querido Luis, no logra tenerlo en cuenta permanentemente; es decir, lo sabe, pero no siempre de manera activa o consciente. No sabe que sabe y, cuando cae en la cuenta de que ya lo sabía, es justamente porque un imbécil ha venido a recordárselo. Quizá sea su necesidad de interlocutores la que se impone en su cabeza haciéndole perder de vista con quién habla. Quizá, llevado por el entusiasmo desmedido que despliega en ciertas actividades para las que está particularmente bien dotado y, una vez conseguido un avance cualquiera, un resultado favorable, un triunfo mínimo, se siente en confianza y cree que el buen tiempo se extiende a la sintonía y disposición de los que lo rodean para el intercambio de puntos de vista filosóficos. Descubre luego siempre tarde que no es así: que a la coincidencia en que uno más uno es dos puede perfectamente seguirle la discrepancia en que uno más dos es tres, una analogía muy acertada por cuanto refleja su convicción, querido Luis, de que Usted lleva siempre la razón objetiva y que, respetadas las reglas de la lógica deductiva, los demás deberían estar de acuerdo matemáticamente con sus conclusiones; que si no lo están no es porque les asista el derecho a tener sus propias opiniones, sino porque están idiotas, sea por deficiencia orgánica o deshonestidad intelectual.
Me comenta que hace poco se puso en contacto con Usted un viejo amigo de la universidad. La nostalgia, querido Luis, es bien conocida por hacer trampa: convence a los que de ella participan de que las coincidencias del pasado se extienden al presente, de que por rutas distintas se llega a conclusiones similares, de que sentados a la mesa con un buen café, los viejos amigos descubrirán la verdad de la vida. Nada más lejos de la realidad, como habrá comprobado. Apenas intercambiadas algunas frases, me dice, redescubrió al mismo pijo de siempre: el hijo de funcionarios que consumía cocaína y rezumaba fanfarronería, el superhombre incapaz de aceptar errores o arrepentimientos, el socarrón que le robó tres discos cuando Usted no tenía en qué caerse muerto. Sepa, querido Luis, que no es el único decepcionado: su amigo también habrá quedado convencido de que usted no cambia y de que el encuentro, superado el ardor inicial, no tenía ninguna necesidad de ser. Él, como Usted, se habrá presentado al encuentro no sólo con curiosidad y ganas de pasarla bien recordando viejos tiempos, sino con la esperanza de comprender algo sobre sí mismo que sólo a través de Usted, del contraste entre sus experiencias y puntos de vista respectivos, podría validar. Se habrá marchado de ahí igual o peor de como llegó, con la certeza esa sí de estar más solo que nunca porque ni los viejos camaradas son capaces de comprenderle. Habrá sonreído y bromeado, se habrá puesto solemne en algún momento al hablar de problemas maritales o de aquella vez en que visitó la cárcel por una semana, pero al final sentirá traicionada su confianza al no advertir ni en las palabras ni en la mirada de su interlocutor un reconocimiento efectivo, ninguna comprensión verdadera, nada que vaya más allá de la superficie de su trato antiguo torpemente revisitado.  
En el fondo, bien mirado, ninguna comunicación es posible, ¿no le parece? Las personas somos islas que, alienadas en nuestras respectivas cabezas, crecemos en la convicción de que llevamos la razón y nadie nos comprende. Intentamos desafiar esta realidad con parejas y amigos, con desconocidos o colegas, sólo para volver dócilmente a nuestra guarida luego de haber sido apaleados o envilecidos, ridiculizados o avergonzados, exhibidos en nuestra torpeza e ingenuidad, nuestra terquedad solitaria y lamentable. Basta ver lo que le pasó hace unos días, querido Luis, cuando le ardió la cara de vergüenza en esa reunión con colegas donde leyó un sesudo texto sobre la importancia del trabajo y el sinsentido del matrimonio. Yo mismo tuve oportunidad de ver que uno de sus colegas más conspicuos asentía con fruición, presuntamente convencido de esas palabras perfectamente articuladas contra el matrimonio como mecanismo burgués de domesticación, sólo para ver a ese mismo colega manifestar unos minutos después sus deseos de casarse y tener hijitos, una afirmación ya no sé bien si dicha con cinismo o imbecilidad, pero en todo caso con convicción y sonrisa ancha, con despreocupada alegría.
Tiene Usted dificultades, qué duda cabe, Luis, para encajar las contradicciones ajenas y propias. Me imagino que estas últimas no las ve Usted, convencido como todo el mundo de que su actuar y su decir son uno y el mismo. Pero, aunque le irrite, tome en cuenta que esas contradicciones existen y las sobrelleva en forma no esencialmente distinta de como lo hacen los católicos de Santa Teresa o Wolfsegg: con esa extraordinaria capacidad para el ejercicio de la doble moral; con esa hipocresía supina, impermeable al contraste; con esa ceguera selectiva y desvergonzada. No me mire así, Luis, que no trato de zanjar esta cuestión con el mediocre argumento de que todos estamos mal y, por lo tanto, todos estamos excusados. ¿A dónde iría a parar la ciencia con semejante lasitud? Lo exhorto sencillamente a apartar de sí la debilidad de carácter detrás de sus intentos de granjearse el consenso de los demás, así sea del reducidísimo grupo de sus colegas y amigos. Olvídese de todos ellos. No los tome en cuenta. Escriba, si desea comunicarse, pero absténgase de recoger opiniones sobre sus escritos o ideas porque sólo encontrará estupidez e imperfección. Es muy probable que nunca conozca a los que lo leen correctamente porque los que así lo hacen suelen ser gente discreta y de pocas palabras. Déjelo así, Luis. Enciérrese. No tenga miedo al solipsismo. Hace bien en ser maestro porque eso garantiza que siempre contará con públicos cautivos, pero no se sorprenda si puestos a escoger la gente prefiere no escucharlo; no le dé importancia a que, si lo escuchan, lo malinterpreten; no se acerque a quienes siendo acólitos se disfrazan de interlocutores.
El tiempo ha terminado, querido Luis. ¿Le parece bien si agendamos la siguiente consulta el jueves? Sí, sólo efectivo. Hasta entonces.

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