viernes, diciembre 09, 2022

Otro fin de año

La primera vez que di clases de manera remunerada fue en la Unidad Guadalajara del Centro de Investigación y de Estudios Avanzados del Instituto Politécnico Nacional, en el verano de mil novecientos noventa y ocho, cuando yo aún era estudiante de maestría del centro y el Doctor Ramírez Treviño aceptó —quizá un tanto divertido— mi atrevida solicitud para impartir el curso propedéutico de matemáticas a los aspirantes al programa que yo estudiaba. El Doctor Guzmán, a la sazón director del centro, me entregó un cheque por una cantidad simbólica al final del curso de cuatro semanas que me estrenó como profesor, no sé bien si universitario porque todos los aspirantes ya eran ingenieros, físicos o matemáticos, no sé bien si de posgrado porque ninguno de los estudiantes estaba aún admitido en maestría.
Al poco tiempo empecé a dar clases bien remuneradas en distintas universidades privadas en calidad de profesor auxiliar, lo que significaba carecer de seguridad social y no tener obligación de estar en las instalaciones más que durante la impartición de mis cursos, una situación feliz que aproveché para leer muchísimo, pasear por la ciudad —casi siempre solo, aunque a veces con algún amigo— y disfrutar a mi pareja. Así transcurrieron casi cuatro años hasta que, persuadido de la necesidad de contar con más estudios para aspirar eventualmente a una plaza por tiempo indefinido, decidí hacer el doctorado en el extranjero. Esa decisión inició largos años de intermitencia en la relación con mi pareja, familia y amigos, pero también acabó con la felicidad que suponía vivir despreocupado de aspiraciones académicas y laborales, dedicado sólo al goce de cada función frente a auditorios cautivos. 
En efecto, con el doctorado quedó inaugurado un largo recorrido por las distintos estancos de la burocracia académica, una estructura gerencial que en poco o nada se parece a las ingenuas ideas que al principio tenía sobre el trabajo universitario. Me convencí de estar desnudo y, para vestirme, requerí un doctorado. Pero luego de éste seguí viéndome en pelotas y requerí más experiencia en el extranjero, una plaza en una universidad pública, la dirección de proyectos y tesis, la existencia de programas de posgrado, la interminable publicación de trabajos, el desempeño de jefaturas y coordinaciones, la traducción, en fin, de mis estadísticas en dinero constante y sonante bajo el eufemismo de reconocimiento público...  '¡Lo logré!', podría gritar entusiasmado. Lo logré... ¿Lo logré?
[...]
Dos de mi escritores más admirados han escrito algunas cosas relacionadas con la docencia y las universidades. Sus palabras no son las inanes cursilerías habituales que suelen ofrecerse en los discursos sobre el día del maestro. John Maxwell Coetzee dice, a través de un personaje suyo en Diary of a bad year:
'It was always a bit of a lie that universities were self-governing institutions. Nevertheless, what universities suffered during the 1980s and 1990s was pretty shameful, as under threat of having their funding cut they allowed themselves to be turned into business enterprises, in which professors who had previously carried on their enquires in sovereign freedom were transformed into harried employees required to fulfil quotas under the scrutiny of professional managers. Whether the old powers of the professoriat will ever be restored is much to be doubted.'
Y Javier Marías, en su artículo de prensa titulado Yo me divertiré, dice lo siguiente:
'Es esta una época en la que los docentes gozan cada vez de menos libertad, apabullados por normas, controles y pedanterías. Y así, se les permite siempre menos el uso de la imaginación y más les son impuestos el mimetismo y la uniformidad. Habrá quienes se sientan felices por ello. En todo oficio hay y ha habido gente rutinaria y perezosa, que prefiere saber a qué atenerse, no ya a diario, sino en su entera vida. Gente que sólo busca su seguridad y jamás aventura; reiteración y no riesgo; cómodas cortapisas y reglas que descarten el traicionero entusiasmo con que a veces se acometían las tareas en el pasado [...] Aún quedan personas que sí afrontan con imaginación y entusiasmo su trabajo cotidiano, y aun su vida entera que no quieren conocer ni vislumbrar así, entera, de antemano. Personas que recibirán las sorpresas con gusto, aun si no son muy buenas, antes que sentirse programadas hasta la eternidad. Tengo para mí que ese entusiasmo —que a menudo flaquea, cómo no— y esa imaginación —basta una modesta, un grano de sal— son especialmente necesarios en la enseñanza. No ayudan los tiempos, que poco alientan y recompensan a los docentes, en lo político, lo económico y lo social. Pero aún así, el primer precepto de un profesor para consigo mismo ha de ser: yo me divertiré [...] Y si algo me consta es que, si me divertía yo, los alumnos se divertían también.'
[...]
Otro fin de año con su sensación de recogimiento y contemplación. Otra vez los estudiantes que se esfuman como por arte de magia, la obra de teatro suspendida, los burócratas afilándose los dientes en la sombra, insaciables. No tengo idea de hasta cuándo viviré estos ciclos a los que voluntaria y decididamente me entregué en otra época —el mundo y yo mismo tan diferentes entonces que parece mentira que exista un hilo de continuidad que una aquel pasado con este presente—, pues en vez de resignarme al seguro envejecimiento y la presunta jubilación, acaricio la idea de escapar a la burocracia que, presupuesto de por medio, domesticó mis aspiraciones hasta convertirlas en desbocada carrera administrativa. ¿Es posible una operación semejante? ¿Se puede vivir sin enseñar cuando ya se ha enseñado toda una vida? ¿Se puede cambiar de actividad como si siempre se tuvieran veinte años? ¿O es que mi inconformidad —la de Coetzee, la de Marías— es resultado de una ingenuidad que no entiende que las universidades y sus profesores no tenían otra forma de vivir, que la situación actual es resultado de una mera adaptación? Lo ignoro. Pero mucho me temo que, de una u otra forma, tarde o temprano, tendré que averiguarlo. Y divertirme en el proceso, faltaba más... Consecuencias de la imaginación, supongo. O del espejismo. Las primeras, sí, pero también las últimas.

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