sábado, julio 15, 2023

Península

Conforme el día de iniciar el viaje se acercaba comenzaron a aparecer los signos; al principio insignificantes, sutiles, luego ya perturbadores y decididos. Ella y yo habíamos acordado hacerlo para que yo pudiera conocer a su familia, originaria de un ejido en el extremo sur de la península y de quien yo no sabía nada más que lo que ella me contaba. 'No aprueban nuestra relación', me dijo al poco tiempo de que se instalara en mi casa, luego de pasar veinte minutos en uno de los locutorios del centro desde donde les llamó a casa de una vecina. 'Dicen que no está bien que no estemos casados ni que no les hayas pedido mi mano. Están resentidos desde que me fui de casa. Mi madre sólo llora y mi padre no quiere volver a verme. Mis hermanos me insultan y amenazan'. La había conocido en una fiesta organizada por algunos conserjes de la universidad, a la que accedí a ir en contra de mi voluntad por insistencia del jardinero Prats. 'Venga esta noche, maestro, anímese. Por su cara puedo ver que ya lleva mucho tiempo solo y necesita divertirse'. Ella también parecía extraviada en esa fiesta, pero, venciendo su aparente timidez, me abordó alternando preguntas superficiales con pequeños sorbos de una cerveza que ya debía estar tibia. Como no la invitara a bailar ni se me ocurriera nada más que sonreírle, ocupado como estaba en limpiarme el sudor de la frente en aquella todavía caliente noche de octubre en Santa Teresa, ella tuvo que proponérmelo. Bailamos un poco y, cuando anuncié que me iba luego de la cena porque ya me sentía cansado, ella me pidió que la llevara a casa pretextando lo mismo. Prats me dirigió una sonrisa pícara al verme salir de ahí acompañado por ella. Esa noche yacimos. No pasaría un mes antes de que ella se instalara en mi casa dejando la sórdida habitación en que vivía y a la que nunca aceptó invitarme. 'Es que tengo poco tiempo viviendo aquí y no tengo nada', me explicaba. Yo no me hallaba convencido de llevarla a vivir conmigo pero accedí por la escasa resistencia que por entonces tenía hacia los planes de cualquiera que deseara utilizarme. Ese era mi estado mental desde que mi esposa se separara de mí y se llevara a las niñas consigo: una completa falta de voluntad ya no para actuar sobre el mundo sino hasta para protegerse de sus iniciativas. Por fortuna, hasta que ella apareció, yo había pasado desapercibido para la gran cantidad de desesperadas mujeres de Santa Teresa que buscaban marido o amante, concubino o proxeneta. Había tenido suerte y aún creía tenerla cuando, luego de unas semanas de extrañeza, conseguí sentirme cómodo en su compañía, aunque no supiera demasiado sobre su pasado ni tuviera contacto con nadie de su familia ni amigos. '¿Qué sabes tú de ella, Prats?', pregunté una vez al jardinero cuando ya era febrero y él se limitaba a fingir que atendía árboles pelados y jardines amarillentos. 'No sé por qué fue a la fiesta. Creo que la invitó una de las que hacían el aseo en la biblioteca. Pero ya no trabaja aquí'. Recordé que ella estaba sola en la fiesta; casi hubiera dicho que los demás la evitaban. 'Ah, pues no sé, maestro, ahora sí que mejor pregúntele a ella'. No me gustó su respuesta como tampoco me gustaban las historias más bien sintéticas y artificiales que ella me daba sobre su familia. 'Es que no quieren hablar contigo', me decía cuando salía de las cabinas del locutorio, '¿cómo quieres que les pida que te hablen si no quieren?'. Los meses transcurrían y, como se acercara el verano, una noche, todavía sentados a la mesa después de cenar, le propuse ir a su tierra. 'Sé que hay que subir hasta la frontera para luego bajar más de dos mil kilómetros por la península, pero dispongo de tres semanas de vacaciones. ¿Qué piensas?'. Ella se removió incómoda en su asiento con la mirada baja, pero en cuestión de segundos se recompuso y, levantando la vista para recorrer mis expresiones con mal disimulada inquietud, me dijo 'Está muy bien. Quizá podamos convencer a mis padres y a mis hermanos de que acepten nuestra relación. Quizá puedas pedir mi mano'. Su mirada, hasta entonces ligeramente turbia, se despejó. 'Yo no deseo casarme todavía', le dije. Ella volvió a agacharse. Entonces empezaron los signos. Una tarde, mientras revisaba el mapa de la península que había sacado esa mañana de la biblioteca, tocaron a la puerta de mi cubículo. Era una hora bastante inusual para recibir visitas. Vacilé antes de decir 'pase' o 'adelante', sintiendo de pronto la inexplicable urgencia de esconder el plano que tenía ante mí. Era Prats, el jardinero, quien como es lógico jamás había venido a mi oficina. Mi sorpresa, tan parecida a la estupefacción, contrastaba con la actitud despreocupada con que pasó luego de saludar y quitarse el sombrero, hasta tomar asiento en la silla de visita más cercana a mi escritorio. 'Supe que quiere viajar hasta el final de la península, maestro', me dijo pasando los dedos de una mano por el borde de la mesa. No me molesté en preguntar cómo lo sabía. En sus uñas se advertía tierra negra; la mezclilla que llevaba puesta estaba plagada de rasguños y rozaduras verdes. 'La carretera es peligrosa', añadió sin levantar la mirada, 'horas y horas de montes pelados y piedras, sin apenas una garita o una gasolinera... ¿ya ha viajado hasta allá?'. Como acababa de estudiar el mapa que ahora estaba mal doblado en el cajón, le recité los nombres de los lugares que había que recorrer primero desde Santa Teresa hasta la frontera, luego por el estrecho brazo entre la frontera y el golfo, y finalmente por la solitaria carretera transpeninsular hasta que no hubiera ningún sitio a dónde ir que no fuera de regreso. Prats no pareció asombrado. 'Usted es un hombre estudiado, maestro. Pero la península no son matemáticas, ¿verdad? Yo nomás le digo que sé de casos de gente que no ha vuelto. O que regresó muy alterada. No volvió a ser la misma'. Por algún impulso inexplicable me permití compartirle un detalle personal en vez de echarlo de ahí cordialmente. 'Mi padre no volvió, Prats. Nos abandonó a mi madre, a mi hermana y a mí hace ya veinte años luego de muchos otros en que, de manera cada vez más espaciada, fue y vino del norte. No fue a la península, desde luego, sino allende la frontera. Y no vivíamos en Santa Teresa, desde luego, sino en Ciudad Natal. Siempre he querido recorrer el camino de mi padre, Prats. Esta es la oportunidad de hacerlo aunque en el último momento no cruce yo la frontera y, en cambio, baje por la dirección equivocada hasta un callejón sin salida. ¿Un cigarro?' Prats aceptó el Raleigh que le ofrecía, sin filtro. Le acerqué una cerilla encendida con la que también encendí el mío. Del cajón donde estaba mal acomodado el plano de la península que precipitadamente guardé cuando él entró, saqué un pesado cenicero. 'Yo nomás le digo, maestro, ándese con cuidado', dijo Prats poniéndose de pie y calándose el sombrero. Me desconcertó que no se quedara a conversar conmigo, al menos por el tiempo que llevara la consumición del cigarro que acababa de obsequiarle, pero traté de aparentar la mayor naturalidad posible. Fallé, pues en vez de quedarme sentado fumando, inclinando la cabeza en señal de asentimiento, pero también de superioridad, me puse inexplicablemente de pie y apagué el cigarro al que no había dado sino un par de caladas. El jardinero se fue tan despreocupadamente como llegó. Me asomé por la ventana para ver qué tiempo hacía y advertí que la mitad del cielo estaba completamente oscurecida de nubes. Eché el mapa en mi portafolios y volví a casa. Camino a mi coche, pese al gris crepuscular que empezaba a cubrir la distancia, creí advertir a Prats hablando con una mujer pequeña y señalando en mi dirección con un dedo mientras hacía grandes ademanes con una mano. La mujer parecía doblarse de risa. Apuré el paso. '¿Te he contado alguna vez de mi padre?', le pregunté a ella esa noche o la siguiente cuando ya habíamos apagado la luz de la habitación. '¿Por qué me lo mencionas?' No supe contestarle y creí advertir en su tono un cierto horror. ¿De qué tenía miedo? 'El camino hacia el norte lo hizo él muchas veces desde que mi hermana y yo éramos pequeños. Al final ya no volvió. Me intriga hacer ese recorrido'. Sentí cómo se daba la vuelta sobre su sitio, incómoda. 'Deberías intentar dormir', me dijo: en silencio yo pensé resignadamente que mi tiempo para vivir con una mujer que quisiera conocerme y no sólo usarme ya había terminado muchos años atrás. 'Es esto o nada', recuerdo haber repetido en la duermevela. 'Es esto o nada'. Entonces empezaron las pesadillas. Hay dos tipos de autores: los que cuentan los sueños y los que omiten siquiera mencionar que ocurrieron. Alguno de los segundos alegaba que eran formas fáciles de distraer, ridículas incursiones en el terreno de los psicoanalistas o de los poetas, cosas carentes de significado en última instancia por tenerlo múltiple y arbitrario. Ese primer sueño no me halló en la carretera ni en compañía de mi padre. No había nadie más que yo en casa. La luz era crepuscular, pero no como si la noche estuviera por caer sino más bien como si estuviese a punto de llover. Sabía que me habían robado y corría de una habitación a otra tratando de registrar los faltantes: hileras completas de libros, algún adorno, una estera. Encendía la luz para poder mirar mejor, pero las bombillas titilaban amenazando con extinguirse e iluminaban de forma muy tenue las piezas. En algún momento abrí la puerta que daba a la calle y todo era oscuridad, como si el barrio entero hubiera sido abandonado. Tuve mucho miedo y, cuando quise cerrar la puerta de nuevo, una mano la empujó en dirección contraria. Intentaba ganarle y asegurar la puerta, pero para mi mayor angustia no lograba vencerlo. Desperté ahogándome y completamente empapado en sudor. Con una mano toqué a mi mujer y, aunque no se movió ni dije nada, estuve seguro de que se hallaba despierta. El sueño se repitió un par de noches más hasta que, al tercer día, ocurrió el episodio de los perros callejeros. Eran cuatro los que merodeaban por la universidad cuando salía en mi coche a la hora de la comida. Dos hombres en uniforme se afanaban en perseguirlos mientras una mujer pequeña los miraba, sonriendo siniestra. Bajé la velocidad y vi ahí cerca el vehículo de la perrera municipal. Nunca había visto uno. Era una camioneta con una caja trasera tan baja que apenas podría entrar en ella un hombre pequeño a gatas. La caja tenía rendijas tan estrechas que no podía verse dentro a ninguno de los perros capturados de los que sólo se oían sus ladridos. El carro se había detenido por completo. Bajé. Uno de los perros trató de esconderse detrás de mí y me puse en cuclillas para acariciarlo. 'Qué bueno que lo agarró', dijo uno de los empleados de la perrera municipal. El perro comenzó a gruñir. '¿Sabe? Estoy pensando en quedármelo', le dije. La mujer pequeña empezó a reír doblándose un poco hacia delante. '¿De veras se lo va a quedar?', intervino, 'porque si no se lo queda yo me lo llevo'. El empleado ya se había ido para ayudar a su compañero con el resto de los animales. 'Ah, si Usted quiere adoptarlo', le dije, 'no tengo objeción'. 'Bueno, no exactamente', dijo ella, 'lo que pasa es que yo llevo perros a la frontera'. Levanté la vista sin dejar de acariciar la cabeza del perro. '¿Cómo dijo?' A unos metros se oía el chillido de otro de los perros que era arrastrado hasta la camioneta de la perrera. 'Que yo llevo perros a la frontera', insistió la mujer. Hasta ese momento no le había prestado demasiada atención: tendría unos treinta y cinco años y llevaba un maquillaje excesivo y grueso, como tizne de colores negro, plata y rosado, aretes de arracada, un vestido de una pieza de tela basta y sandalias desgastadas. '¿Para qué?', pregunté, '¿cómo es que lleva perros a la frontera?'. La mujer se dobló de risa otra vez y, recompuesta, contestó: 'Ese es mi trabajo: allá necesitan los perros. Yo los llevo desde aquí todo el tiempo'. Abrí la puerta de mi coche y metí al perro en el asiento del copiloto. Quise encontrar sentido en lo que oía preguntando si ella trabajaba también con los de la perrera municipal. 'No soy empleada del ayuntamiento, si eso es lo que está preguntando. Yo sólo llevo perros a la frontera, pero de ninguna forma se me ocurriría llevarlos a la península. No estoy loca'. La mujer había dejado de reír y ahora parecía disgustada. Me despedí haciendo signos con la cabeza y volví a casa. Mientras comíamos, mi mujer y yo teníamos los ladridos del perro como fondo. 'Voy a llevarle estos huesos', dije al terminar. 'Todavía no entiendo por qué has traído un perro'. Le expliqué lo de la señora que quería llevarlo a la frontera. 'Eso no tiene sentido', me dijo. Y yo me quedé admirado de que esta mujer que tanto había forzado lo razonable y lo correcto a lo largo de tantos meses apelara ahora a la lógica. 'Es mi casa', le recordé en tono áspero. 'Recuerda que en unos días nos vamos de viaje. ¿Qué vas a hacer con él?'. 'Llevarlo con nosotros, desde luego', le dije. 'Prats podría cuidarlo', sugirió. 'No le tengo confianza', agregué. Las siguientes tres noches la pesadilla fue otra: todas las puertas y ventanas de la casa estaban abiertas y era mediodía cuando alguien me llamaba al patio con voz meliflua: era mi ex-esposa. 'Ven, asómate', me decía, señalando el jardín. En dos zanjas separadas se hallaban las niñas con vestidos de primera comunión que cegaban de tan blancos. Despertaba sudando, pero me resistía a levantar a la mujer que me acompañaba para tranquilizarme o a contarle los sueños que estaba teniendo en esos días. 'No parece que estés durmiendo bien. ¿Estás seguro de que quieres ir a mi pueblo?', me dijo faltando sólo tres días para el viaje. El perro ya no ladraba sino cuando oía algo inusual en la calle o en el patio. 'Claro que iremos. Vamos a conocer a tu familia. Ya en persona las cosas serán distintas. No podrán negarse a hablar conmigo como lo hacen por teléfono en el locutorio. Por cierto ¿qué tanto hablas con ellos? ¿por qué tardas tanto? Si mi madre o mi hermana vivieran yo no tendría tanto de qué hablar con ellas'. 'Trato de que me perdonen'. 'Si sólo te fuiste de casa no tienen nada qué perdonarte'. Ella hizo ademán de ocuparse en la cocina. Como ello no bastara agregó 'Voy a limpiar el patio'. Esa noche me despertaron los ladridos del perro. Me levanté con cuidado de no levantar a la mujer peninsular, me asomé por la ventana de la sala y no vi nada. Salí al frente de la casa y el perro vino hacia mí, me asomé a la calle y no vi nada. '¿Qué te pasa?' le dije poniéndome cuclillas y acariciándole el cuello. El perro me lamió las manos ligeramente, me puse de pie y volví dentro. Apenas me volví a meter en la cama y el perro volvió a ladrar insistentemente. Me levanté —esta vez sin ningún cuidado particular— y me asomé desde otro ángulo de la ventana de la cocina. Creí ver a la mujer de los perros detrás del árbol frente a la casa y un temor extraño me recorrió el cuerpo. '¡Hey! ¿Qué quiere?', grité luego de abrir la ventana. La mujer no respondió y, extrañamente, pareció caminar hacia atrás con rapidez sin dejar de mirar en mi dirección. '¿Con quién hablabas anoche?', me dijo ella antes de irme al trabajo. 'El perro estaba ladrando', contesté. 'Eso no fue lo que te pregunté. Creo haber oído a una mujer'. 'No seas ridícula', le dije, 'nadie habló con nadie y sólo salí a callar al perro'. Preparaba mi viejo portafolios y ella recogía la mesa. 'Ya casi nos vamos', agregó, 'no me gustaría que justo ahora me estuvieras engañando'. 'No estamos casados y yo no te traje a esta casa a la fuerza. Cuando quieras puedes irte. Y por ahora yo debo irme'. Al salir vi una cruz de tizne en el tronco del árbol frente a la casa. En la universidad aproveché una pausa entre clases para preguntarle a Prats por la mujer con la que hablaba hacía días. 'No sé de quién me habla, maestro'. Le describí a la mujer de los perros. '¿Perros a la frontera?', me dijo riendo, 'yo sólo he sabido de polleros que llevan gente, no perros... por cierto, ¿cómo se fue su padre al otro lado?'. 'Con polleros, naturalmente. A nadie que fuera originario de los pueblos alrededor de Ciudad Natal le daban permiso de cruzar la frontera. Esto debes saberlo ¿no? Aunque seas de Santa Teresa. Al final él mismo cruzó la línea sin ayuda de nadie, ya fuese por la sierra rocosa o el desierto, ya por el río o por el mar'. Le ofrecí un cigarro y en el acto me arrepentí, recordando cómo me había dejado fumando a solas en mi oficina cuando le ofrecí un Raleigh. Encendió el cigarrillo y, en vez de irse, comentó: 'Muy aventurero su padre, ¿no, maestro? Un hombre de acción, no como Usted que es hombre de estudios. Qué riegos tomó el hombre. Qué valiente. Y qué buena cabeza de no bajar por la península, dios, qué idea, mejor quedarse en el norte'. No me gustó que llamara valiente a mi padre, el hombre que nos había abandonado. Disimulé mi enfado y volví al tema. 'Sí sabes quién era la mujer a la que me refiero, Prats, no sé por qué me lo ocultas'. 'Maestro: si llego a saber de ella le informo. Pero no sé de quién me habla ni la he visto'. 'Ahí hay una contradicción, Prats'. '¿Una qué?' 'Olvídalo'. Otra vez la pesadilla de mi mujer y mis hijas, otra vez los ladridos del perro. Me asomé en dirección al árbol y en vez de la mujer encontré la sombra de un hombre (¿Prats?). Me puse el pantalón y salí dispuesto a enfrentarlo, pero al salir de la casa aquella sombra ya se hallaba en la esquina. Y al llegar a la esquina ya se hallaba a un par de cuadras. Y al recorrer ese par de cuadras ya se hallaba a orillas de la laguna. Y hacía mucho calor esa noche y cuando volví a la casa estaba empapado. Y el perro ya se había ido. '¿Por qué le abriste la puerta?', me dijo ella durante el desayuno. 'No le abrí la puerta, mujer, entiende: salí porque vi a alguien a quien le ladraba'. '¿Y entonces dónde está?' '¿Desde cuándo te preocupa tanto el perro? ¿No decías que era una tontería haberlo traído?' 'Yo no he dicho eso, pero esta es tu casa ¿no? Tú sabrás qué haces' 'Sí, yo sabré'. Era el último día de trabajo y en el portafolio eché el mapa maltratado de la península, algunos apuntes que yo había tomado para informarme de las distancias y los puntos de repostaje, la fotografía de mi ex-mujer y las niñas que guardaba en un viejo libro de geometría. Tenía miedo de volver a casa y pasar la noche sin el aviso de un perro que me advirtiera de peligros o sombras, acaso presentimientos. Durante la cena, mi mujer estaba particularmente callada y quise darle una última oportunidad de explicarse en relación con su familia. 'No hay nada qué decir: ellos no te quieren conocer y a mí no me perdonan lo que hice. Dudo que yendo hasta allá cambien las cosas. Y menos si no te quieres casar. ¿Cómo esperas que yo les explique eso?' Me empiné el café de un sólo trago. 'Voy a dejar estos huesos en la cochera por si el perro volviera', contesté. Por la noche hubo una tormenta extraordinaria y el agua golpeó con fuerza las ventanas de la casa y las láminas del patio. No tuve ningún sueño y aquello me pareció aún peor signo que las pesadillas de los días pasados. Entre el ruido furioso de la lluvia creí escuchar el ruido de la reja y me puse de pie para ver si era el perro. Desde la ventana de la sala no vi nada; tampoco desde la cocina. Pero al pasar por la puerta de la entrada me di cuenta de que el pomo estaba siendo forzado: alguien intentaba entrar. 'Eres un hombre', me dije para darme ánimo y cogiendo un abrecartas de la mesa esperé a que la puerta se abriera para rajar al intruso. La voz de mi mujer desde la obscuridad del pasillo rompió mi concentración, llenándome de miedo: 'No te resistas más, abre la puerta. Ya vas a conocer a mi familia'. Entonces comprendí que había llegado al final de la península.

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