sábado, mayo 25, 2024

Cavilaciones sustitutorias

El espíritu de la aventura a los cuarenta y ocho
Cuando se fue de vacaciones me divertí con la sola idea de acostarme con otro. Tenía opciones: convencer al voyeur telefónico de hacer en persona lo que llevaba tres años haciendo en pantallitas, repetir el empleado de supermercado que invité a casa en los dos últimos muy breves y cada vez más lejanos períodos de soltería, o aceptar las invitaciones no muy frecuentes pero siempre reiteradas del estudiante cuyos mensajes borraba sin contestar. Ese viernes consideré que tenía mucho tiempo por delante y me permití no hacer caso de ninguna de las alternativas señaladas. Me instalé la aplicación para convencer de acostarse conmigo a desconocidos con los que luego nunca me encontré, y entre las imágenes que me enviaban y las del porno habitual, eyaculé copiosa y despreocupadamente aquella primera noche solo. Me sentía lúcido, relajado y optimista. Cené bien. Me fui a la cama temprano. 

Resaca sexual
Volví a ver el vídeo del urólogo que daba consejos para mejorar la vida sexual con la pareja estable: eran cinco de ellos y aquel que más recordaba era el que desaconsejaba ver porno a fin de acumular el deseo sexual y redirigirlo hacia ella. 'Demasiados supuestos', pensaba, 'empezando por el que asume —con toda razón, pero también con toda ingenuidad— que los que estamos con alguien queremos y podemos tener el mejor sexo posible con esa persona; que se escoge primero a alguien espiritual e intelectualmente afín y luego debemos hacer esfuerzos por serlo también en la cama, o que, todavía peor, escogemos la compañía de quien tiene buenas nalgas o una polla enorme para luego paliar de la forma menos vergonzosa posible sus insuficiencias de orden filosófico; demasiado suponer también lo contrario, que sería deshacer el nudo que nos ata a quien no nos facilita la erección ni posibilita el encuentro de nuestras almas. Y yo me pregunto: ¿acaso no hay otra cosa en el mundo?' 

Referencias literarias
Mientras el urólogo habla del ginseng indio y de la musculación, recuerdo la advertencia de Marías acerca del peligro de que lo que no tiene futuro nunca termine (una aspiración, un modelo): ¿es la historia actual, la que de momento transcurre en dos geografías distintas por motivo de las vacaciones, una historia sin futuro con peligro de que nunca termine? ¿así lo prueban las dificultades de comunicación y el presunto deseo de acostarse con otros? ¿o es que no consumar dicho deseo a pesar de las facilidades es prueba de que no es tal, de que es otra cosa? ¿jugar como lo hace con la aplicación sólo sirve al pueril propósito de sentirse conquistador o es que oculta un verdadero deseo? 'Si me encuentro viendo este vídeo', se dice, 'es porque quiero tener mejor sexo con mi pareja'. Pero ¿puede? ¿no está ya en una edad más o menos provecta? Recuerda El Polaco de Coetzee, donde un músico octogenario 'hace lo mejor que puede' en la cama con una mujer treinta años más joven que él a la que apenas conoce y que inexplicablemente accede a acostarse con él, acaso por lástima. '¡Qué duro ser un hombre!', escribe el narrador. Qué duro, en efecto, piensa aliviado de no tener que tomar más pastillas azules por una semana. No más dolores de cabeza ni rostros ardiendo, no más vista borrosa ni constipación nasal. ¿Por qué toma esas pastillas desde hace algunos años si con las imágenes de las pantallitas no tiene problemas para endurecerse? ¿Por qué habrían de servirle si se supone que no producen ganas? ¿Significa esto que cuando funcionan en realidad amparan un deseo al que la impotencia no le permite expresarse o, por el contrario, que no existe tal deseo y por lo tanto no hay pastilla que valga como de hecho ha venido ocurriendo cada vez con más frecuencia? Y otra vez la insidiosa pregunta: ¿vale la pena pasar por todo esto para tener una vida sexual sana con esta persona? ¿no es una contradicción en los términos? Qué lejos están los días en que leyó conmovido 'Parejas venecianas' de Pérez Reverte, aquellas apreciaciones reivindicativas sobre las parejas homosexuales que habían debido remontar lágrimas y mierda para poder llegar juntas a esos viajes en los que aún debían comportarse con cierta discreción. Parejas equilibradas, simétricas, educadas, acaso iguales también en sus insuficiencias. 'Yo crecí con una así por largo tiempo', se dice, 'pero no es el caso de esta'.

Terapia para una sexualidad creativa
Borré la aplicación, bloqueé los números de móvil del estudiante y el voyeur, no me acerqué ni una vez por el supermercado. Salí a correr a pesar de los tobillos adoloridos y anduve por las horrendas calles de Santa Teresa acosado por malvivientes y perros bajo temperaturas inclementes, una manera más o menos a mi alcance de superar las horas del fin de semana sin incurrir en faltas a mis compromisos y de sudar lo suficiente para ducharme con buena conciencia por la noche. Las preguntas, sin embargo, persisten. ¿Qué quiere el amante de su amado? Que lo ame incondicionalmente. No desea que se aguante las ganas de acostarse con otros, sino que sólo desee acostarse con él. Que lo adore en definitiva. Hace años que no creo en estas cosas. Hace años, también, que no estoy enamorado. Con el paso del tiempo pongo en duda incluso aquellos enamoramientos de los que antes daba fe: los más escandalosos o etílicos porque en la ridiculez no hay nada firme, todos eventos de unas pocas semanas absolutamente despreciables; los menos porque tenían una raíz puramente sexual aunque luego hayan querido adornarse de sentimientos. No doy demasiado crédito a la tristeza que me causó el final de una de mis relaciones porque ahora creo que yo sólo quería seguir cogiendo y usaba mi presunta depresión como una forma de manipularlo a él y a mi entorno; tampoco confundo los enamoramientos con el amor que tuve por la pareja de largo aliento al que, para mayor paradoja, no asistió el sexo en los últimos años. En casa intenté escribir y fracasé, terminé el inocuo libro de un youtuber y continué la lectura de Stefan Zweig que me resultaba interesante, pero anecdótica, una prueba más de que los hombres han sido siempre más o menos los mismos, convencidos de ser muy diferentes de la generación precedente para pronto descubrir que su tiempo ha pasado ya, de manera anónima, al más completo e insalvable olvido. En esta época del año despierto demasiado pronto por la mañana.

Trabajo
Los hombres nos servimos del trabajo para comer, para introducir una idea de sentido y utilidad, pero también para ponernos cotidianamente a salvo de nuestras vidas privadas. La aplicación fue y vino durante la semana sin producirme apenas curiosidad. Los teléfonos bloqueados volvieron a estar disponibles, pero por el supermercado seguí sin acercarme. Un hombre de profesión liberal como yo dispone, sin embargo, de tiempo suficiente en la oficina, solo y acompañado, para entregarse a sus preocupaciones y aún ventilarlas con sus colegas y subordinados hasta donde lo permite el decoro. A pregunta expresa sobre la naturaleza de la infidelidad, mi asistente explica con desenvolvimiento la distinción entre lo que constituye un engaño (verse con alguien específico, aún en pantallitas) y lo que no lo es (ver algo impersonal como la pornografía). ¿Es esto correcto? ¿Engaño menos a mi pareja si me excito con imágenes de gente anónima que si lo hago con las de una persona conocida? ¿Me engaño a mí mismo en cualquier caso porque tal vez no ocurriría ni lo uno ni lo otro de estar con la persona correcta? ¿Esta idea de la persona correcta no es la misma que la del amante que quiere ser adorado en exclusiva por su amado, es decir, una idea infantil? ¿Llamamos infantil a lo deseable, pero imposible? Los católicos distinguen cuatro categorías de pecado: pensamiento, palabra, obra y omisión. Según un joven colega en Ciudad Natal, en un mundo secular donde la religión ha sido reemplazada por el equivalente laico de la ética, sólo importa la tercera categoría y las demás no tienen ninguna importancia, aunque algo signifiquen. ¿No es obra —un engaño, una infidelidad— sostener una videollamada de contenido sexual? Según mi asistente, lo es; según mi joven colega, no. ¿No es un camino resbaladizo pensar de cualquiera de estas formas? Es decir, si no distinguimos la penetración de un escarceo y no distinguimos una pantalla de lo físico ¿no terminaremos obligados a admitir —como buenos católicos— la equivalencia de la obra con el pensamiento, la palabra y la omisión? Y, por otro lado, si decimos que cada una de estas cosas son categorías distintas, ¿no terminaremos también consintiendo todo lo que no sea un genital insertado, explicando la diferencia entre un centímetro y el siguiente para medir la gravedad de una presunta falta? 'Vivo en un país tercermundista del orbe hispánico', les espeto, '¿qué se podía esperar de vosotros?'. Todos reímos a carcajadas. Mientras tanto mi asistente sobrevive con una mujer secundaria sin reparar en su creciente aburrimiento y mi joven colega se permite excursos maritales meramente retóricos, más por cobardía que por aserto. 'Como los míos', me digo, aunque yo no esté casado ni aburrido.

Sábado con todos mis muertos 
Tuve suerte durante la semana: una inesperada visita de familiares y mi asistencia a las diversas complicaciones del divorcio de mi expareja de largo aliento, completaron la extenuación producida por el calor y el trabajo, dejándome incapacitado para emprender ninguna conquista. Sin quererlo, se acumularon cinco días de ceñirme al consejo del urólogo de internet de no tocarme ni ver porno a fin de estar preparado para la vuelta de mi pareja, un consejo más bien contrario a mi experiencia que creía mejorar su rendimiento manteniendo una atmósfera lúbrica continuada. Un día antes de que llegara despedí a mis familiares en el aeropuerto y mi expareja de largo aliento no requirió de mi ayuda. Descansé. Descansé lo suficiente para que volviera a divertirme la sola idea de acostarme con otro. ¿Pero qué otro? Tengo el cabello y la barba llenos de canas, los brazos delgados, el abdomen ligeramente protruido, el pecho graso y los párpados hinchados. Tuve una pésima educación sexual producto del mal manejo de mi tempranísima compulsión masturbatoria y de mi homosexualidad. Tuve mi primera relación sexual a los veintiuno, devaneos varios hasta los veinticinco aun teniendo una pareja desde los veintidós que amañadamente declaré 'abierta' llegado el momento, e innumerables conquistas que levantaba en la calle, a pie o en coche, hasta cumplidos los cuarenta. Tuve luego aquella relación prohibida de cuyo acabamiento al cabo de cinco años fingí entristecerme para poder seguir cogiendo y entonces ya no hubo más logros ni en coche ni a pie, sino por medio de la aplicación, es decir, por pantallitas que terminaban en la cama y, en un par de ocasiones, en parejas. ¿Cómo espero conseguir acostarme con otro si no es a través de la aplicación que me reduce a una polla espectacular y un intercambio de salacidades que sólo son convincentes porque el otro desea ser convencido? El estudiante de los mensajes recurrentes, el voyeur indeciso y el empleado de supermercado eran todos producto de esa cacería informática. Ahora ya me conocían —al menos por teléfono en el caso del voyeur— y no hacía falta ninguna aplicación para convencerlos. Yo sabía que el empleado de supermercado salía a las cinco de la tarde y conforme transcurrió el día barajé la posibilidad de ir a apostarme en las cercanías del establecimiento para atajarlo. Él siempre había sido muy receptivo a la lascivia, aunque sin faltar nunca a las convenciones sociales. Como estaba casado con una chica, mantenía un apropiado sigilo en sus encuentros casuales y no le importaría, por tanto, que yo tuviera pareja. Era el candidato ideal para inaugurar mi vida de adúltero. Porque la verdad es que además de aquella relación larga y abierta, las otras fueron cerradas, de modo que a nadie le había puesto yo los cuernos a pesar de los muchísimos hombres con los que me había acostado a lo largo de mi vida. Pensé en todos ellos conforme avanzaba la tarde, según yo para animarme a dar el paso necesario. Pensé en aquellos de los que recordaba su rostro o su cuerpo, su olor, el año específico en que aparecieron, la sordidez o morbo que aportaron, también aquellos de los que sólo ha quedado su nombre en mis escritos sin que pueda recordar ya quiénes eran ni qué rostro tenían. 'La nutrida y abigarrada memoria sexual como un cuarto oscuro mal iluminado', pensé sonriendo con nostalgia cuando ya era casi la hora y me calzaba unos tenis para salir al coche y cogía el carnet para conducir al supermercado y me ponía la gorra para cubrir mi cabello blanco. 'Qué visión tan fantástica y demencial, tan atrayente y peligrosa'. La luz de la tarde caía sobre las persianas de la sala y, ya con la mano derecha sobre el pomo de la puerta, dirigí la vista hacia ellas deteniéndome en el acto: miles de pequeñas sombras se agitaban sobre la ventana proyectadas por las hojas de los árboles, removidas a su vez por el cálido viento vespertino de Santa Teresa. Dieron las cinco, luego las cinco y media, las seis. Poco después oscureció. Nunca crucé la puerta.

[...]
'¡Qué duro ser un hombre!', pienso ahora que espero a mi chico en el aeropuerto con el rostro afiebrado y la boca reseca. 
'¡Qué duro ser un hombre!', me repito cuando lo abrazo y lo beso deseando ser por fin uno con mi cuerpo. O con mi sentimiento. O con mi razón.
'¡Qué duro ser un hombre!', cavilo de noche cuando él se queda dormido a mi lado, pacífico y silencioso, casi tierno, con sus propios secretos cercanos e inescrutables.

domingo, mayo 12, 2024

Dos discos

Sin yo saberlo, mi aborrecida infancia daba sus últimos estertores a fines de mil novecientos ochenta y seis, musicalizada por dos discos sospechosamente parecidos en sus portadas: Entre el cielo y el suelo, del grupo español Mecano, por un lado; Veinte millas del grupo mexicano Flans, por el otro. A los españoles los conocí por primera vez en aquel año, lo que no es casualidad por tratarse del primer álbum propiamente internacional del grupo, un trabajo en que los hermanos Cano, sus compositores, dieron muestra de originalidad y maestría más allá de la guasa y despreocupación que habían caracterizado sus primeros tres discos, apenas conocidos fuera de aquella España a medio camino entre la modorra posfranquista y la agitación de La movida madrileña. Las perturbadoras letras de los hermanos Cano cantadas por la misteriosa voz de una mujer vagamente andrógina de trenza larga, encontraron eco en la psique de un chico que a los diez años de edad ya había conocido el onanismo compulsivo, la represión sexual por vía religiosa, los espantosos aullidos de la Llorona y las pesadillas más atroces pobladas de dinosaurios y demonios. 
En su piso alto de paredes gruesas de aquella zona céntrica y marginal de Ciudad Natal, mi madre había hecho esfuerzos por crear un lugar acogedor que se distinguiera en todo lo posible del entorno de prostitutas y mendigos, criminales y toxicómanos, que poblaban las calles de alrededor en las que yo pasaba más bien escaso tiempo, como no fuera para ir a la escuela y volver de ella: un grueso tapiz colgado en la pared de la sala con motivos de barcos y calas, un librero raquítico y artesanal con algunas enciclopedias populares, novelas de segunda mano, figurinas, mantelitos y ceniceros, una alfombra basta de color verde, sillones de forro barato a rayas, un estéreo con bocinas improvisadas encima de una vieja consola que ya no encendía, un pequeño minibar con cristalería azulada, una mesa redonda de madera corriente con mantel a cuadros y un canasto de mimbre con enredaderas como centro de mesa. Fue inútil. Por medio de una enciclopedia médica editada en la España de mil novecientos ochenta, que mi madre compró a un vendedor negro y grueso que nos visitaba con frecuencia, me enteré desde muy pronto de la masturbación y la homosexualidad, dando crédito a las amenazas de mi madre de internarme en un sanatorio mental si seguía sorprendiéndome recargado sospechosamente en el quicio de las ventanas, llamando a los vecinos del piso de abajo para que me mostraran sus calcetines, pasando más de media hora encerrado en el baño. En el catecismo del padre Ripalda y la Biblia en imágenes de Kenneth Taylor comprendí las razones de mi madre para hacerme rezar hincado en el oscuro pasillo de la entrada que daba a las puertas de la vecina, una anciana de rostro bulboso y ropas anticuadas que, al igual que tenderos y vendedores de mercado, amenazaba con raptarme y comerme porque, decía, yo era un niño muy guapo al que daban ganas de morder: sólo pidiendo perdón a Dios podía ser excusado de los actos impuros que cometía, sólo confesándome en el templo del Sagrado Corazón podía limpiar mi alma manchada por aquel placer para el que me servían lo mismo los pisos de la escuela bajo los mesabancos que el breve ángulo oscuro detrás de cualquier puerta. 
Dios existía. El Diablo existía. La enfermedad física era reflejo de la enfermedad moral, aunque la enciclopedia médica no diera cuenta todavía de ese nuevo mal del que todo mundo hablaba en la escuela y que sólo aquejaba a los jotos. En el mundo de los adultos, donde todo era terrorífico e inexplicable, arbitrario y confuso, lo único seguro era el castigo, la perdición y la muerte, algo que pude corroborar escuchando Ángel en el cassette de Entre el cielo y el suelo, que nadie sabe ya cómo apareció en aquel piso al que, como a mi infancia, quedaban escasos meses para ser liquidado. Con ansiedad creciente escuchaba la descripción del día final en el que todo mundo miraba arriba porque detrás del sol apareció un ángel de dios. Imaginaba el caos, la incredulidad, la histeria, cuando todo el mundo se puso a correr y al cielo no entraron ni niños, ni viejos, ni enfermos, ni sordos, ni muertos. Como en esos días era visitado por La Llorona una noche sí y otra también, con independencia de si estaba en casa de mis abuelos o en mi propia casa, No es serio este cementerio me hacía pasar saliva con sus interminables alusiones a muertos que salían de sus tumbas con macabro ánimo festivo. No era muy distinta la agitación que me provocaba Cruz de navajas con sus alusiones al sexo que Mario, su protagonista, quería tener y no tenía, cuando cantaba quiere cama, pero otra variedad, porque aquel año terminaba no sólo con los problemas masturbatorio y religioso arriba referidos, sino también con el primer enamoramiento homosexual de mi vida hacia un niño que, from all names, se llamaba Mario. Aquella singularización de lo que hasta entonces fue deseo abstracto me hizo súbitamente consciente de las dificultades que me esperaban en el futuro y me entristeció. Así, taciturno y pensativo, llegué a la Navidad de mil novecientos ochenta y seis en que mi tía Gabriela regaló a mi hermana Veinte millas de Flans. '¿Qué te pasa?', me preguntó. 'No te lo puedo decir', le contesté.
Flans y Mecano fueron grupos creados artificialmente, es decir, productos comerciales hechos por empresarios que reunieron músicos y voces para darles una imagen pop prefabricada. No fueron en modo alguno bandas como las que tanto abundan en el mundo anglosajón desde los años cincuentas, en las que grupos de adolescentes inquietos se reúnen en garajes a componer y tocar hasta ser conocidos en sus barrios, sus ciudades y, finalmente, más allá de sus países. Las discográficas que los promovieron les crearon personalidades, vestuarios, tocadas con playback, entrevistas. Precisamente en mil novecientos ochenta y seis, tras un pleito con su disquera, Mecano había dejado atrás aquella camisa de fuerza con la que fue creado y se había constituido en una banda real que sería conocida en todo el orbe hispánico y más allá: Entre el cielo y el suelo fue su primer álbum reivindicativo. Flans, en cambio, nunca se emancipó: desde su nacimiento hasta su disolución fue un grupo hechizo con canciones de letras bobas, comportamiento deliberadamente asexual y candidez rayana en el ridículo. Si España vivió cuarenta años sumida en un régimen ultracatólico, superviviente accidental y arcaico del nazismo alemán y el fascismo italiano, a su sociedad, en mil novecientos ochenta y seis, no parecía quedarle nada de ello en herencia, y menos aún en el ámbito artístico o musical donde todo había tendido más bien al desenfreno. Si México, en cambio, llevaba más de cincuenta años bajo un régimen político oficialmente emanado de una revolución social de izquierda, su sociedad, en mil novecientos ochenta y seis, era tan gazmoña y santurrona como la que más, teniendo precisamente en la música, la televisión y la radio, los monopolios más severamente restringidos y controlados. Así pues, Flans aparecía como aparece un anuncio de coca-cola, en el programa de siempre del canal de siempre, avalado por los únicos autorizados a crear nuevos 'artistas' en un país adormecido. Veinte millas fue un gran éxito de ventas, el único que podían permitirse los 'artistas' de entonces. En su descargo debe decirse que, aún con la rigidez de la época, o quizá precisamente por ella, fueron la materialización involuntaria de los recuerdos de toda una generación. En la portada del elepé, como en la del disco de Mecano, las chicas de Flans aparecen en tonos azules y lilas, con fondo de cortinajes o telas traslúcidas. Los españoles se permiten mostrar a una Ana Torroja que abraza con sus brazos desnudos, divertida, a un sonriente Nacho Cano, con José María Cano mirando hacia la izquierda con seriedad, como si aquello no fuese con él; las mexicanas, en cambio, no se permiten ningún contacto entre ellas ni muestran más piel que la de su rostro, el cuello envuelto en bufandas o blusas, los ojos cubiertos por gafas oscuras. Ilse, la cantante principal, al centro, lleva el pelo cubierto, pero se permite unas mechas de pelo rubio en la frente. Aunque Veinte millas era mucho más ligero que Entre el cielo y el suelo, su lado B tenía melodías progresivamente más oscuras; tuve así una banda sonora adicional para las angustias de aquellos meses en canciones como Ya no te perderé y Me juego todo. El ánimo ligero corrió a cargo de las muy populares Tímido y Veinte Millas, pero sobre todo de No tienes nada que perder que inauguraba el lado B del referido álbum de Mecano, una canción que, una vez superados los fantasmas de mis primeros años de vida, perduró como un himno a la despreocupación y el optimismo.
El elepé de Veinte millas no lo escuchó tanto mi hermana como yo, mientras la infancia se me acababa junto con aquel mundo opresivo y ordenado que mi madre había opuesto al corruptor circundante; lo escuché enamorado, aunque aquel sentimiento fuera tan transparente que terminara en burlas cada vez más crueles por parte de Mario que pasó así, en pocos meses, de ser un amigo de juegos con el que me había ilusionado a ser mi peor enemigo. Alguna vez tuve que esconderme en el templo del Sagrado Corazón junto con mi hermana, a la vuelta de la escuela, porque Mario y un amigo suyo me perseguían para golpearme; en otra ocasión, ya muy cerca del abrupto final de aquella época, tomé el revólver de mi padre del closet donde lo ocultaba para amenazar a Mario y sus secuaces en la puerta del edificio. Mi infancia terminó a poco de concluir la primaria, en una fecha y momento precisos: la mañana del viernes veinticuatro de julio de mil novecientos ochenta y siete.