domingo, mayo 12, 2024

Dos discos

Sin yo saberlo, mi aborrecida infancia daba sus últimos estertores a fines de mil novecientos ochenta y seis, musicalizada por dos discos sospechosamente parecidos en sus portadas: Entre el cielo y el suelo, del grupo español Mecano, por un lado; Veinte millas del grupo mexicano Flans, por el otro. A los españoles los conocí por primera vez en aquel año, lo que no es casualidad por tratarse del primer álbum propiamente internacional del grupo, un trabajo en que los hermanos Cano, sus compositores, dieron muestra de originalidad y maestría más allá de la guasa y despreocupación que habían caracterizado sus primeros tres discos, apenas conocidos fuera de aquella España a medio camino entre la modorra posfranquista y la agitación de La movida madrileña. Las perturbadoras letras de los hermanos Cano cantadas por la misteriosa voz de una mujer vagamente andrógina de trenza larga, encontraron eco en la psique de un chico que a los diez años de edad ya había conocido el onanismo compulsivo, la represión sexual por vía religiosa, los espantosos aullidos de la Llorona y las pesadillas más atroces pobladas de dinosaurios y demonios. 
En su piso alto de paredes gruesas de aquella zona céntrica y marginal de Ciudad Natal, mi madre había hecho esfuerzos por crear un lugar acogedor que se distinguiera en todo lo posible del entorno de prostitutas y mendigos, criminales y toxicómanos, que poblaban las calles de alrededor en las que yo pasaba más bien escaso tiempo, como no fuera para ir a la escuela y volver de ella: un grueso tapiz colgado en la pared de la sala con motivos de barcos y calas, un librero raquítico y artesanal con algunas enciclopedias populares, novelas de segunda mano, figurinas, mantelitos y ceniceros, una alfombra basta de color verde, sillones de forro barato a rayas, un estéreo con bocinas improvisadas encima de una vieja consola que ya no encendía, un pequeño minibar con cristalería azulada, una mesa redonda de madera corriente con mantel a cuadros y un canasto de mimbre con enredaderas como centro de mesa. Fue inútil. Por medio de una enciclopedia médica editada en la España de mil novecientos ochenta, que mi madre compró a un vendedor negro y grueso que nos visitaba con frecuencia, me enteré desde muy pronto de la masturbación y la homosexualidad, dando crédito a las amenazas de mi madre de internarme en un sanatorio mental si seguía sorprendiéndome recargado sospechosamente en el quicio de las ventanas, llamando a los vecinos del piso de abajo para que me mostraran sus calcetines, pasando más de media hora encerrado en el baño. En el catecismo del padre Ripalda y la Biblia en imágenes de Kenneth Taylor comprendí las razones de mi madre para hacerme rezar hincado en el oscuro pasillo de la entrada que daba a las puertas de la vecina, una anciana de rostro bulboso y ropas anticuadas que, al igual que tenderos y vendedores de mercado, amenazaba con raptarme y comerme porque, decía, yo era un niño muy guapo al que daban ganas de morder: sólo pidiendo perdón a Dios podía ser excusado de los actos impuros que cometía, sólo confesándome en el templo del Sagrado Corazón podía limpiar mi alma manchada por aquel placer para el que me servían lo mismo los pisos de la escuela bajo los mesabancos que el breve ángulo oscuro detrás de cualquier puerta. 
Dios existía. El Diablo existía. La enfermedad física era reflejo de la enfermedad moral, aunque la enciclopedia médica no diera cuenta todavía de ese nuevo mal del que todo mundo hablaba en la escuela y que sólo aquejaba a los jotos. En el mundo de los adultos, donde todo era terrorífico e inexplicable, arbitrario y confuso, lo único seguro era el castigo, la perdición y la muerte, algo que pude corroborar escuchando Ángel en el cassette de Entre el cielo y el suelo, que nadie sabe ya cómo apareció en aquel piso al que, como a mi infancia, quedaban escasos meses para ser liquidado. Con ansiedad creciente escuchaba la descripción del día final en el que todo mundo miraba arriba porque detrás del sol apareció un ángel de dios. Imaginaba el caos, la incredulidad, la histeria, cuando todo el mundo se puso a correr y al cielo no entraron ni niños, ni viejos, ni enfermos, ni sordos, ni muertos. Como en esos días era visitado por La Llorona una noche sí y otra también, con independencia de si estaba en casa de mis abuelos o en mi propia casa, No es serio este cementerio me hacía pasar saliva con sus interminables alusiones a muertos que salían de sus tumbas con macabro ánimo festivo. No era muy distinta la agitación que me provocaba Cruz de navajas con sus alusiones al sexo que Mario, su protagonista, quería tener y no tenía, cuando cantaba quiere cama, pero otra variedad, porque aquel año terminaba no sólo con los problemas masturbatorio y religioso arriba referidos, sino también con el primer enamoramiento homosexual de mi vida hacia un niño que, from all names, se llamaba Mario. Aquella singularización de lo que hasta entonces fue deseo abstracto me hizo súbitamente consciente de las dificultades que me esperaban en el futuro y me entristeció. Así, taciturno y pensativo, llegué a la Navidad de mil novecientos ochenta y seis en que mi tía Gabriela regaló a mi hermana Veinte millas de Flans. '¿Qué te pasa?', me preguntó. 'No te lo puedo decir', le contesté.
Flans y Mecano fueron grupos creados artificialmente, es decir, productos comerciales hechos por empresarios que reunieron músicos y voces para darles una imagen pop prefabricada. No fueron en modo alguno bandas como las que tanto abundan en el mundo anglosajón desde los años cincuentas, en las que grupos de adolescentes inquietos se reúnen en garajes a componer y tocar hasta ser conocidos en sus barrios, sus ciudades y, finalmente, más allá de sus países. Las discográficas que los promovieron les crearon personalidades, vestuarios, tocadas con playback, entrevistas. Precisamente en mil novecientos ochenta y seis, tras un pleito con su disquera, Mecano había dejado atrás aquella camisa de fuerza con la que fue creado y se había constituido en una banda real que sería conocida en todo el orbe hispánico y más allá: Entre el cielo y el suelo fue su primer álbum reivindicativo. Flans, en cambio, nunca se emancipó: desde su nacimiento hasta su disolución fue un grupo hechizo con canciones de letras bobas, comportamiento deliberadamente asexual y candidez rayana en el ridículo. Si España vivió cuarenta años sumida en un régimen ultracatólico, superviviente accidental y arcaico del nazismo alemán y el fascismo italiano, a su sociedad, en mil novecientos ochenta y seis, no parecía quedarle nada de ello en herencia, y menos aún en el ámbito artístico o musical donde todo había tendido más bien al desenfreno. Si México, en cambio, llevaba más de cincuenta años bajo un régimen político oficialmente emanado de una revolución social de izquierda, su sociedad, en mil novecientos ochenta y seis, era tan gazmoña y santurrona como la que más, teniendo precisamente en la música, la televisión y la radio, los monopolios más severamente restringidos y controlados. Así pues, Flans aparecía como aparece un anuncio de coca-cola, en el programa de siempre del canal de siempre, avalado por los únicos autorizados a crear nuevos 'artistas' en un país adormecido. Veinte millas fue un gran éxito de ventas, el único que podían permitirse los 'artistas' de entonces. En su descargo debe decirse que, aún con la rigidez de la época, o quizá precisamente por ella, fueron la materialización involuntaria de los recuerdos de toda una generación. En la portada del elepé, como en la del disco de Mecano, las chicas de Flans aparecen en tonos azules y lilas, con fondo de cortinajes o telas traslúcidas. Los españoles se permiten mostrar a una Ana Torroja que abraza con sus brazos desnudos, divertida, a un sonriente Nacho Cano, con José María Cano mirando hacia la izquierda con seriedad, como si aquello no fuese con él; las mexicanas, en cambio, no se permiten ningún contacto entre ellas ni muestran más piel que la de su rostro, el cuello envuelto en bufandas o blusas, los ojos cubiertos por gafas oscuras. Ilse, la cantante principal, al centro, lleva el pelo cubierto, pero se permite unas mechas de pelo rubio en la frente. Aunque Veinte millas era mucho más ligero que Entre el cielo y el suelo, su lado B tenía melodías progresivamente más oscuras; tuve así una banda sonora adicional para las angustias de aquellos meses en canciones como Ya no te perderé y Me juego todo. El ánimo ligero corrió a cargo de las muy populares Tímido y Veinte Millas, pero sobre todo de No tienes nada que perder que inauguraba el lado B del referido álbum de Mecano, una canción que, una vez superados los fantasmas de mis primeros años de vida, perduró como un himno a la despreocupación y el optimismo.
El elepé de Veinte millas no lo escuchó tanto mi hermana como yo, mientras la infancia se me acababa junto con aquel mundo opresivo y ordenado que mi madre había opuesto al corruptor circundante; lo escuché enamorado, aunque aquel sentimiento fuera tan transparente que terminara en burlas cada vez más crueles por parte de Mario que pasó así, en pocos meses, de ser un amigo de juegos con el que me había ilusionado a ser mi peor enemigo. Alguna vez tuve que esconderme en el templo del Sagrado Corazón junto con mi hermana, a la vuelta de la escuela, porque Mario y un amigo suyo me perseguían para golpearme; en otra ocasión, ya muy cerca del abrupto final de aquella época, tomé el revólver de mi padre del closet donde lo ocultaba para amenazar a Mario y sus secuaces en la puerta del edificio. Mi infancia terminó a poco de concluir la primaria, en una fecha y momento precisos: la mañana del viernes veinticuatro de julio de mil novecientos ochenta y siete.

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