Con el transcurso
del tiempo, me digo, hasta los ciclos naturales encuentran cada vez más
complicado repetirse, se acumulan las pérdidas y lo que un día fue un jardín
bien cuidado tras el ventanal de la biblioteca, se convierte en un rectángulo
de tierra yerma poblada de excrementos de conejo, donde sólo me consuela pensar
que alguien vendrá después —alguien todavía desconocido— a ponerle remedio y
empujar la rueda nuevamente, aunque ya no caigan del árbol vecino las flores de
cabello de ángel con que se adornaba el centro de mesa los meses de mayo y
junio, ni se produzca ya ninguna inundación importante en agosto o septiembre
que amenace con saltar por poco el par de escalones que separan el agua de la
biblioteca, la calle convertida en un río oscuro cuya humedad se condensa en
los cristales lo mismo que el aliento de quien tengo delante de mí, viendo
hacia afuera, con las carnes desnudas y satisfechas, estúpidamente confiadas en
su eternidad aunque la verdad transcurra ante nuestros ojos, meridiana,
murmurando sin cesar que todo pasa, ya no sólo a través del obligado estrecho
de la muerte sino también por inadvertidos umbrales sin retorno, una tarde
lluviosa, por ejemplo, estamos mirando hacia la calle de rodillas sobre el
sofá, él con su espalda contra mi pecho y yo con las manos en su cintura,
cuando de pronto ya está, ya ha ocurrido, ya nos hemos separado sin que haga
falta el auxilio de la geografía ni la divergencia de las ideas, el resto de
nuestros días un mero trámite hacia la salida donde las palabras antes
recogidas son ahora tergiversadas y las bromas que nos hicimos ofensas
insoportables y las risas que nos causamos deformes muecas hirientes, hasta las
burlas que sobre lo absurdo del mundo nos pusieron a salvo de su miseria, no
tienen de pronto gracia ninguna, se ha vuelto loco, me digo desesperado, se ha
vuelto loco porque hasta lo más sencillo es ya imposible de aclarar, sus
respuestas para siempre elípticas y contradictorias, llenas de desdén y pereza,
acaso es sólo para mí que ya no volverá a haber claridad, sus ojos como su
pensamiento cubiertos para siempre de una veladura impenetrable, el
enrarecimiento sin fin de quien alguna vez fue lo más cercano a nuestro corazón
y la mayor certeza de nuestro pensamiento, ¿existe acaso ahora —el jardín
arrasado, el agua que se desborda— alguien para quien ese ser alienado sea la
parte más firme de su vida?, me pregunto, ¿acaso en ese territorio sea yo un
forastero de costumbres exóticas —cabello de ángel al centro de la mesa y
conejos devorando el jardín— cuya
presencia no puede ser consentida?, me interpelo, a sabiendas de que hay cosas
que no se pueden saber y otras a las que ya no accederemos, la asombrosa
corporeidad de lo imposible como una gigantesca montaña de metal en cuya base
ya casi no distingo el dolor que he causado —la fuerza del tiempo que todo lo
nivela— ni la culpa que tengo en el encierro inexpugnable de la caracola —la miopía
moral sin anteojeras—, compruebo entonces que un día no nos lamentamos más y en
el libro negro anotamos otro nombre para luego cruzarlo con una línea roja, se
acumulan las pérdidas, ya digo, y los ciclos no se reanudan porque nadie vuelve
a entrar por esa puerta para inaugurar ningún periodo, qué poco queda en
verdad, decimos asombrados a poco de mirar a nuestro alrededor una tarde
demasiado larga en el extranjero, con la ropa ya lavada y seca, doblada en los
cajones, los ojos enrojecidos de tanto leer los libros de quienes no pudieron
escoger a sus lectores, la vida allá en la calle, imparable, tres pisos por
debajo del nuestro, como un oscuro río de gente que no podrá alcanzarnos ya, y
yo solo en el sofá, celebrando a los que emigraron a la tierra de los muertos
porque ya no tuvieron tiempo de alejarse, todas las noches una nueva
oportunidad de volverles a ver sin variaciones de carácter ni enajenación
alguna, qué suerte, celebrando también a los que sin atravesar aún el obligado
estrecho de la muerte me han ahorrado las dificultades increíbles de lidiar con
su locura, habitantes de mundos paralelos donde quizá miren hacia el interior
de sus casas, solos, de espalda a la ventana, sin que amenace lluvia ni caigan
flores del árbol vecino, incapaces de pensar en el pasado ni de concebir el
futuro, como suspendidos en un eterno presente cuya productividad elevada no
pierde el tiempo en preguntas ni consideraciones, qué suerte, habrán borrado ya
todas las fotografías y habrán tirado ya todos los discos y se habrán deshecho
de las películas conmovedoras un poco avergonzados de que lo hayan sido en su
momento, habrán eliminado conversaciones y bloqueado usuarios, se habrán teñido
el cabello o inyectado bótox, ya los veo presentándose —en su despacho o en el gimnasio,
al finalizar una conferencia o bajar al bar por aburrimiento— como personas
sensibles que aman a los animales, creyentes de toda la vida en el rito
católico, opuestos a la guerra y al maltrato, buenas conciencias, circunspectos
hombres y buenas mujeres, respetuosos de las leyes, a los que nunca atraviesan pensamientos
pornográficos ni asesinos, se casarán y tendrán hijos, serán premiados y
reconocidos, pero no podré asistir a tanta evolución ni ordenamiento —el
reacomodo, digamos— porque de aquel mundo ya tendrán buen cuidado de que no me
lleguen noticias, no cuando me encuentre un domingo en el extranjero pensando
en lo poco que queda luego de tantos ciclos a los que ya cuesta demasiado
repetirse, no cuando haya llegado el desconocido que vendrá a desbrozar el
jardín y plantar flores nuevas en la esperanza de que vuelva a llover, en la
irrenunciable obligación de hacer que la rueda gire.
domingo, mayo 25, 2025
lunes, mayo 12, 2025
Muerte de Ferrante, hijo
En la duermevela
como en un barco me dejo mecer y veo entonces a Ferrante, hijo, de pie junto al
Negociador que está sentado a su izquierda, ambos en ese corredor frío y húmedo
sin más colinas que las excrecencias de viejas minas largo tiempo cerradas, al
sur de la Isla y muy al norte de Ciudad Levante donde el día ha sido largo para
mí, desde que he despertado con el ventanal a la derecha de la cama, tres pisos
por encima de la calle, y avisado por la luz grisácea cada vez más temprana de
la proximidad del verano, hasta que he vuelto a echar las persianas de la
habitación, de noche, musitando ya las palabras de una conversación habida hace
muchos años con Ferrante, hijo, en Ciudad Natal o en Santa Teresa, debajo del
ecuador o allende el meridiano cero, donde a fuerza de confianza alimentábamos
la ingenua convicción de una inquebrantable cercanía, ya las reflexiones del Tigre
para demostrar, sin más ánimo que el de ocuparse de la sustancia y no de mi
persona, la insuficiencia de mis resultados para con una corrección y originalidad
inalcanzables, así hube de meterme a la cama arropado por la atmósfera tibia de
la habitación y la mirada suavizada por la discreta luz de la lámpara de noche,
falsamente apaciguado por el silencio cada vez más extendido porque apenas
entrecerré los ojos pude ver a Ferrante, hijo, de pie junto al Negociador que está
sentado a su izquierda, asintiendo repetida y dócilmente a las todavía
inaudibles voces que da, con rostro enfadado y mirada sanguínea, el hombre
grueso que está sentado, pero aguzo el oído y ya lo escucho decir en un inglés
pasado por un molino cuán brillantes son sus ideas y cuánto merecen ser
ejecutadas con precisión por alguien competente, que no parece que hagas las
cosas como yo lo indico, aquí donde dice más debe decir menos y las curvas que
van hacia abajo deben ir hacia arriba, que debe darse prisa, dice, porque en su
obra ya no le interesa tanto publicar, eso está tirado, sino producir sólo
aquello que le proporcione citas, así hablaba el Negociador a Ferrante, hijo,
que intentaba contestar sin que le vinieran las palabras a la boca, apenas un
balbuceo, una acotación aquiescente, lo veo parpadear nervioso en algunos
momentos, esbozar una sonrisa que quiere ser burlona y se deforma en mueca por
temor a ser visto, acaso fue su educación religiosa la que lo convirtió a la
hipocresía más que a la obediencia, porque lo que con sus iguales era rebeldía
e irreverencia se transformaba en zalamería y sometimiento con sus superiores, se
me aparece entonces el principio de todo en una oficina al final de un pasillo,
separada de éste por cristales velados, donde explico a Ferrante, hijo, mis
presuntos intereses científicos para adoptarle, y lo veo a él contestar que sí,
que le interesa, que quiere ser como yo, la luz naranja pálido sigue encendida
en la mesita de noche cuando una conversación tres pisos abajo en volumen
ibérico, en la calle, me hace abrir los ojos repentinamente, y pienso que yo
fui el primero en ir de Ciudad Natal al corredor frío y húmedo donde vive el
Negociador, cruzando el meridiano cero, debería apagar la luz, pero entonces
veo a Ferrante, hijo, escribirme cartas para contestar las mías, a espaldas de
su madre que ve todo con sospecha y a espaldas de su padre que ve en todo
mariconadas, nos convencemos misiva a misiva de la viabilidad de nuestros
planes, de la afinidad de nuestros objetivos, él me escribe cartas cortas y yo
se las escribo largas, él desde su casa del bosque y yo desde mi oscuro
despacho, él a la izquierda del meridiano cero y yo a la derecha del mismo, en el
corredor frío y húmedo, a espaldas del Negociador que me emplea y al que no
gustaría en nada que yo use así el tiempo que debería dedicarle a seguir sus
instrucciones y aumentar así su productividad y sus riquezas, yo también soy un
subordinado entonces que un día cree en la amistad de este hombre grueso que a
veces me lleva a su casa para entretener a sus contertulios y otro día se
desconcierta por su rotunda negligencia, la misma confusión de Ferrante, hijo,
cuando luego de haberle adoptado yo brevemente en Santa Teresa se hizo adoptar largo
tiempo por el Negociador y creyó entrever horizontes que se extendían hasta el
infinito y posibilidades enriquecedoras que se multiplicaban y una
reivindicación cabal de su inteligencia, qué poco duró aquello, lo suyo y lo
mío, cuán patéticos fueron después nuestros esfuerzos por mantener, aún en
meridianos separados por distancias geográficas y morales gigantescas, la
filiación con el Negociador para quien siempre estuvieron claras las
jerarquías, esto pienso mientras crepita el fuego de una chimenea que se
desvanece frente a mis ojos sustituida por el sillón de la esquina, la luz de
la mesilla de noche todavía bañando de ámbar la habitación mientras el ruido de
un motor se aleja, y yo debería apagar la luz y por fin dormir porque he tenido
un día muy largo en Ciudad Levante, a donde he venido solo como hace un
quindenio, entonces para alejarme de Ciudad Natal, ahora para alejarme de Santa
Teresa, entonces con la insolencia que da la ignorancia, ahora con la prudencia
que impone la decepción, no sospechaba al volver que bastaría la cercanía del
Tigre para comprender la futilidad de mis esfuerzos, lo veo ahora escribir en
el ordenador con la agilidad de que carezco e interpretar los resultados con el
sentido físico que no tengo y mesarse las barbas para hablarme luego con
soltura, esto que quieres presentar no es más que el trabajo que hace treinta
años hizo el norteamericano de las desigualdades y esto que consideras nuevo,
aun si se hiciera bien —y no está hecho bien—, no hace nada que no haya hecho
antes el alemán que trabajó en Holanda, no sé yo si es correcto publicar esto
que es tan poco, acaso debamos consolarnos de haber aprendido tanto sobre el
tema, lo veo ahora en su ordenador escribiendo resultados que el Negociador
habría publicado sin chistar y que él considera triviales, no se me ocurre
nada, le oigo decir, todo está ya hecho en realidad, porque lo de arriba se
reduce a lo de abajo y esto a su vez a lo que ya hicieron los grandes maestros
hace más de medio siglo, estamos reducidos al papel de meros glosadores de lo
ya establecido, y yo sonrío como si comprendiera lo que está diciendo y no me
entero ni de la mitad, mi gesto seguramente el mismo que ahora tiene Ferrante,
hijo, ante el Negociador, que no cesa de repetir que sus ideas son geniales y
que el que está de pie a su derecha es un inútil que no sabe codificarlas como
es debido, refunfuñe y ríe de pronto para aclarar que se trata de una broma,
refunfuñe y se le pone la cara de piedra para recordar que habla completamente
en serio, así Ferrante, hijo, ha vuelto a cruzar el meridiano cero para ponerse
al servicio del Negociador y yo lo he cruzado de nuevo para ponerme al servicio
del Tigre, a aquel le preocupa la productividad, a éste la originalidad y
consistencia, a aquel el poder y la política, a éste la ciencia y la libertad,
aquel cree que le rodean amigos que admiran sus excentricidades, éste no tiene
más vida social que la que le imponen las circunstancias, Ferrante, hijo, ha
ido desde el extremo sur hasta el extremo norte, yo desde el sur intermedio
hasta el norte intermedio, él desde el meridiano intermedio izquierdo hasta el
meridiano extremo derecho, yo desde el meridiano extremo izquierdo hasta el
meridiano intermedio derecho, hay que ver la sed que me ha dado con estas
reflexiones, pero ya no me apetece ponerme de pie, calzarme las pantuflas e ir
hasta la cocina a beber agua, de modo que paso saliva para aclararme un poco la
garganta y ahora sí reúno las fuerzas para girarme un poco y apagar la luz de
la mesita de noche y vuelvo a cerrar los ojos y me veo recibiendo a Ferrante,
hijo, en Santa Teresa, a su vuelta del corredor frío y húmedo de donde yo mismo
volví mucho tiempo atrás a Ciudad Natal, las circunstancias no son del todo
buenas, le digo, pero ahora que estás aquí podremos hacer muchas cosas, ya
verás, porque nosotros somos amigos además de colegas, no de la forma amañada
en que ha querido tratarnos el Negociador, no, ni de la forma seca y aséptica
con que me ha tratado el Tigre, entrarás en mi casa y yo en la tuya, yo entraré
en tu despacho y tú en el mío, formaremos una escuela en vez de sólo
proporcionar más carne humana al Negociador y sus adictos, o al Tigre, aunque
éste ha sido más justo, poco sabía yo entonces lo que sucedería, poco sabía él
(o eso me digo para consolarme), veo a su madre puliendo la locura de un rencor
inexplicado —su herencia— y veo a su padre llamando a la virilidad desde una
posición cada vez más disminuida —su herencia—, pero ahora estamos juntos
riéndonos a carcajadas aunque yo me encuentre profundamente dormido con el
ventanal a la derecha de la cama, tres pisos por encima de la calle, tan lejos
de Ferrante, hijo, como lo están los muertos de los vivos.
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