domingo, mayo 25, 2025

Disquisición sobre las veladuras

Con el transcurso del tiempo, me digo, hasta los ciclos naturales encuentran cada vez más complicado repetirse, se acumulan las pérdidas y lo que un día fue un jardín bien cuidado tras el ventanal de la biblioteca, se convierte en un rectángulo de tierra yerma poblada de excrementos de conejo, donde sólo me consuela pensar que alguien vendrá después —alguien todavía desconocido— a ponerle remedio y empujar la rueda nuevamente, aunque ya no caigan del árbol vecino las flores de cabello de ángel con que se adornaba el centro de mesa los meses de mayo y junio, ni se produzca ya ninguna inundación importante en agosto o septiembre que amenace con saltar por poco el par de escalones que separan el agua de la biblioteca, la calle convertida en un río oscuro cuya humedad se condensa en los cristales lo mismo que el aliento de quien tengo delante de mí, viendo hacia afuera, con las carnes desnudas y satisfechas, estúpidamente confiadas en su eternidad aunque la verdad transcurra ante nuestros ojos, meridiana, murmurando sin cesar que todo pasa, ya no sólo a través del obligado estrecho de la muerte sino también por inadvertidos umbrales sin retorno, una tarde lluviosa, por ejemplo, estamos mirando hacia la calle de rodillas sobre el sofá, él con su espalda contra mi pecho y yo con las manos en su cintura, cuando de pronto ya está, ya ha ocurrido, ya nos hemos separado sin que haga falta el auxilio de la geografía ni la divergencia de las ideas, el resto de nuestros días un mero trámite hacia la salida donde las palabras antes recogidas son ahora tergiversadas y las bromas que nos hicimos ofensas insoportables y las risas que nos causamos deformes muecas hirientes, hasta las burlas que sobre lo absurdo del mundo nos pusieron a salvo de su miseria, no tienen de pronto gracia ninguna, se ha vuelto loco, me digo desesperado, se ha vuelto loco porque hasta lo más sencillo es ya imposible de aclarar, sus respuestas para siempre elípticas y contradictorias, llenas de desdén y pereza, acaso es sólo para mí que ya no volverá a haber claridad, sus ojos como su pensamiento cubiertos para siempre de una veladura impenetrable, el enrarecimiento sin fin de quien alguna vez fue lo más cercano a nuestro corazón y la mayor certeza de nuestro pensamiento, ¿existe acaso ahora —el jardín arrasado, el agua que se desborda— alguien para quien ese ser alienado sea la parte más firme de su vida?, me pregunto, ¿acaso en ese territorio sea yo un forastero de costumbres exóticas —cabello de ángel al centro de la mesa y conejos devorando el jardín—  cuya presencia no puede ser consentida?, me interpelo, a sabiendas de que hay cosas que no se pueden saber y otras a las que ya no accederemos, la asombrosa corporeidad de lo imposible como una gigantesca montaña de metal en cuya base ya casi no distingo el dolor que he causado —la fuerza del tiempo que todo lo nivela— ni la culpa que tengo en el encierro inexpugnable de la caracola —la miopía moral sin anteojeras—, compruebo entonces que un día no nos lamentamos más y en el libro negro anotamos otro nombre para luego cruzarlo con una línea roja, se acumulan las pérdidas, ya digo, y los ciclos no se reanudan porque nadie vuelve a entrar por esa puerta para inaugurar ningún periodo, qué poco queda en verdad, decimos asombrados a poco de mirar a nuestro alrededor una tarde demasiado larga en el extranjero, con la ropa ya lavada y seca, doblada en los cajones, los ojos enrojecidos de tanto leer los libros de quienes no pudieron escoger a sus lectores, la vida allá en la calle, imparable, tres pisos por debajo del nuestro, como un oscuro río de gente que no podrá alcanzarnos ya, y yo solo en el sofá, celebrando a los que emigraron a la tierra de los muertos porque ya no tuvieron tiempo de alejarse, todas las noches una nueva oportunidad de volverles a ver sin variaciones de carácter ni enajenación alguna, qué suerte, celebrando también a los que sin atravesar aún el obligado estrecho de la muerte me han ahorrado las dificultades increíbles de lidiar con su locura, habitantes de mundos paralelos donde quizá miren hacia el interior de sus casas, solos, de espalda a la ventana, sin que amenace lluvia ni caigan flores del árbol vecino, incapaces de pensar en el pasado ni de concebir el futuro, como suspendidos en un eterno presente cuya productividad elevada no pierde el tiempo en preguntas ni consideraciones, qué suerte, habrán borrado ya todas las fotografías y habrán tirado ya todos los discos y se habrán deshecho de las películas conmovedoras un poco avergonzados de que lo hayan sido en su momento, habrán eliminado conversaciones y bloqueado usuarios, se habrán teñido el cabello o inyectado bótox, ya los veo presentándose —en su despacho o en el gimnasio, al finalizar una conferencia o bajar al bar por aburrimiento— como personas sensibles que aman a los animales, creyentes de toda la vida en el rito católico, opuestos a la guerra y al maltrato, buenas conciencias, circunspectos hombres y buenas mujeres, respetuosos de las leyes, a los que nunca atraviesan pensamientos pornográficos ni asesinos, se casarán y tendrán hijos, serán premiados y reconocidos, pero no podré asistir a tanta evolución ni ordenamiento —el reacomodo, digamos— porque de aquel mundo ya tendrán buen cuidado de que no me lleguen noticias, no cuando me encuentre un domingo en el extranjero pensando en lo poco que queda luego de tantos ciclos a los que ya cuesta demasiado repetirse, no cuando haya llegado el desconocido que vendrá a desbrozar el jardín y plantar flores nuevas en la esperanza de que vuelva a llover, en la irrenunciable obligación de hacer que la rueda gire.

lunes, mayo 12, 2025

Muerte de Ferrante, hijo

En la duermevela como en un barco me dejo mecer y veo entonces a Ferrante, hijo, de pie junto al Negociador que está sentado a su izquierda, ambos en ese corredor frío y húmedo sin más colinas que las excrecencias de viejas minas largo tiempo cerradas, al sur de la Isla y muy al norte de Ciudad Levante donde el día ha sido largo para mí, desde que he despertado con el ventanal a la derecha de la cama, tres pisos por encima de la calle, y avisado por la luz grisácea cada vez más temprana de la proximidad del verano, hasta que he vuelto a echar las persianas de la habitación, de noche, musitando ya las palabras de una conversación habida hace muchos años con Ferrante, hijo, en Ciudad Natal o en Santa Teresa, debajo del ecuador o allende el meridiano cero, donde a fuerza de confianza alimentábamos la ingenua convicción de una inquebrantable cercanía, ya las reflexiones del Tigre para demostrar, sin más ánimo que el de ocuparse de la sustancia y no de mi persona, la insuficiencia de mis resultados para con una corrección y originalidad inalcanzables, así hube de meterme a la cama arropado por la atmósfera tibia de la habitación y la mirada suavizada por la discreta luz de la lámpara de noche, falsamente apaciguado por el silencio cada vez más extendido porque apenas entrecerré los ojos pude ver a Ferrante, hijo, de pie junto al Negociador que está sentado a su izquierda, asintiendo repetida y dócilmente a las todavía inaudibles voces que da, con rostro enfadado y mirada sanguínea, el hombre grueso que está sentado, pero aguzo el oído y ya lo escucho decir en un inglés pasado por un molino cuán brillantes son sus ideas y cuánto merecen ser ejecutadas con precisión por alguien competente, que no parece que hagas las cosas como yo lo indico, aquí donde dice más debe decir menos y las curvas que van hacia abajo deben ir hacia arriba, que debe darse prisa, dice, porque en su obra ya no le interesa tanto publicar, eso está tirado, sino producir sólo aquello que le proporcione citas, así hablaba el Negociador a Ferrante, hijo, que intentaba contestar sin que le vinieran las palabras a la boca, apenas un balbuceo, una acotación aquiescente, lo veo parpadear nervioso en algunos momentos, esbozar una sonrisa que quiere ser burlona y se deforma en mueca por temor a ser visto, acaso fue su educación religiosa la que lo convirtió a la hipocresía más que a la obediencia, porque lo que con sus iguales era rebeldía e irreverencia se transformaba en zalamería y sometimiento con sus superiores, se me aparece entonces el principio de todo en una oficina al final de un pasillo, separada de éste por cristales velados, donde explico a Ferrante, hijo, mis presuntos intereses científicos para adoptarle, y lo veo a él contestar que sí, que le interesa, que quiere ser como yo, la luz naranja pálido sigue encendida en la mesita de noche cuando una conversación tres pisos abajo en volumen ibérico, en la calle, me hace abrir los ojos repentinamente, y pienso que yo fui el primero en ir de Ciudad Natal al corredor frío y húmedo donde vive el Negociador, cruzando el meridiano cero, debería apagar la luz, pero entonces veo a Ferrante, hijo, escribirme cartas para contestar las mías, a espaldas de su madre que ve todo con sospecha y a espaldas de su padre que ve en todo mariconadas, nos convencemos misiva a misiva de la viabilidad de nuestros planes, de la afinidad de nuestros objetivos, él me escribe cartas cortas y yo se las escribo largas, él desde su casa del bosque y yo desde mi oscuro despacho, él a la izquierda del meridiano cero y yo a la derecha del mismo, en el corredor frío y húmedo, a espaldas del Negociador que me emplea y al que no gustaría en nada que yo use así el tiempo que debería dedicarle a seguir sus instrucciones y aumentar así su productividad y sus riquezas, yo también soy un subordinado entonces que un día cree en la amistad de este hombre grueso que a veces me lleva a su casa para entretener a sus contertulios y otro día se desconcierta por su rotunda negligencia, la misma confusión de Ferrante, hijo, cuando luego de haberle adoptado yo brevemente en Santa Teresa se hizo adoptar largo tiempo por el Negociador y creyó entrever horizontes que se extendían hasta el infinito y posibilidades enriquecedoras que se multiplicaban y una reivindicación cabal de su inteligencia, qué poco duró aquello, lo suyo y lo mío, cuán patéticos fueron después nuestros esfuerzos por mantener, aún en meridianos separados por distancias geográficas y morales gigantescas, la filiación con el Negociador para quien siempre estuvieron claras las jerarquías, esto pienso mientras crepita el fuego de una chimenea que se desvanece frente a mis ojos sustituida por el sillón de la esquina, la luz de la mesilla de noche todavía bañando de ámbar la habitación mientras el ruido de un motor se aleja, y yo debería apagar la luz y por fin dormir porque he tenido un día muy largo en Ciudad Levante, a donde he venido solo como hace un quindenio, entonces para alejarme de Ciudad Natal, ahora para alejarme de Santa Teresa, entonces con la insolencia que da la ignorancia, ahora con la prudencia que impone la decepción, no sospechaba al volver que bastaría la cercanía del Tigre para comprender la futilidad de mis esfuerzos, lo veo ahora escribir en el ordenador con la agilidad de que carezco e interpretar los resultados con el sentido físico que no tengo y mesarse las barbas para hablarme luego con soltura, esto que quieres presentar no es más que el trabajo que hace treinta años hizo el norteamericano de las desigualdades y esto que consideras nuevo, aun si se hiciera bien —y no está hecho bien—, no hace nada que no haya hecho antes el alemán que trabajó en Holanda, no sé yo si es correcto publicar esto que es tan poco, acaso debamos consolarnos de haber aprendido tanto sobre el tema, lo veo ahora en su ordenador escribiendo resultados que el Negociador habría publicado sin chistar y que él considera triviales, no se me ocurre nada, le oigo decir, todo está ya hecho en realidad, porque lo de arriba se reduce a lo de abajo y esto a su vez a lo que ya hicieron los grandes maestros hace más de medio siglo, estamos reducidos al papel de meros glosadores de lo ya establecido, y yo sonrío como si comprendiera lo que está diciendo y no me entero ni de la mitad, mi gesto seguramente el mismo que ahora tiene Ferrante, hijo, ante el Negociador, que no cesa de repetir que sus ideas son geniales y que el que está de pie a su derecha es un inútil que no sabe codificarlas como es debido, refunfuñe y ríe de pronto para aclarar que se trata de una broma, refunfuñe y se le pone la cara de piedra para recordar que habla completamente en serio, así Ferrante, hijo, ha vuelto a cruzar el meridiano cero para ponerse al servicio del Negociador y yo lo he cruzado de nuevo para ponerme al servicio del Tigre, a aquel le preocupa la productividad, a éste la originalidad y consistencia, a aquel el poder y la política, a éste la ciencia y la libertad, aquel cree que le rodean amigos que admiran sus excentricidades, éste no tiene más vida social que la que le imponen las circunstancias, Ferrante, hijo, ha ido desde el extremo sur hasta el extremo norte, yo desde el sur intermedio hasta el norte intermedio, él desde el meridiano intermedio izquierdo hasta el meridiano extremo derecho, yo desde el meridiano extremo izquierdo hasta el meridiano intermedio derecho, hay que ver la sed que me ha dado con estas reflexiones, pero ya no me apetece ponerme de pie, calzarme las pantuflas e ir hasta la cocina a beber agua, de modo que paso saliva para aclararme un poco la garganta y ahora sí reúno las fuerzas para girarme un poco y apagar la luz de la mesita de noche y vuelvo a cerrar los ojos y me veo recibiendo a Ferrante, hijo, en Santa Teresa, a su vuelta del corredor frío y húmedo de donde yo mismo volví mucho tiempo atrás a Ciudad Natal, las circunstancias no son del todo buenas, le digo, pero ahora que estás aquí podremos hacer muchas cosas, ya verás, porque nosotros somos amigos además de colegas, no de la forma amañada en que ha querido tratarnos el Negociador, no, ni de la forma seca y aséptica con que me ha tratado el Tigre, entrarás en mi casa y yo en la tuya, yo entraré en tu despacho y tú en el mío, formaremos una escuela en vez de sólo proporcionar más carne humana al Negociador y sus adictos, o al Tigre, aunque éste ha sido más justo, poco sabía yo entonces lo que sucedería, poco sabía él (o eso me digo para consolarme), veo a su madre puliendo la locura de un rencor inexplicado —su herencia— y veo a su padre llamando a la virilidad desde una posición cada vez más disminuida —su herencia—, pero ahora estamos juntos riéndonos a carcajadas aunque yo me encuentre profundamente dormido con el ventanal a la derecha de la cama, tres pisos por encima de la calle, tan lejos de Ferrante, hijo, como lo están los muertos de los vivos.