He cometido el peor de los pecados
que un hombre puede cometer. No he sido
feliz. Que los glaciares del olvido
me arrastren y me pierdan, despiadados.
Mis padres me engendraron para el juego
arriesgado y hermoso de la vida,
para la tierra, el agua, el aire, el fuego.
Los defraudé. No fui feliz. Cumplida
no fue su joven voluntad. Mi mente
se aplicó a las simétricas porfías
del arte, que entreteje naderías.
Me legaron valor. No fui valiente.
No me abandona. Siempre está a mi lado
La sombra de haber sido un desdichado.
—El remordimiento, Jorge Luis Borges
Ha cerrado con llave la puerta de su habitación y, apartando la ropa que cuelga de los ganchos, ha sacado la máquina de escribir color pistache que sobre relucientes teclas blancas lleva grabados oscuros caracteres que parecen de obsidiana, en su interior una cinta bicolor de la que utiliza el rojo para los encabezados y el negro para el cuerpo del texto; ha acercado a la ventana el mesabanco en el que ya casi no cabe y, una vez colocada la máquina de escribir sobre la mesilla, se ha sentado torpemente frente a ella sin poder evitar golpearse las rodillas con el propio mueble. Unos inventan historias, otros cuentan lo que les pasó, no valen aquí sutilezas sobre la presunta imposibilidad de relatar nada sin que lo deforme el propio lenguaje, ni la selección de unas palabras y el descarte de otras, ni la adopción de un punto de vista o la inclusión u omisión de un determinado aspecto: ha comenzado a escribir sobre los breves años de su vida, sobre su padre y su madre, sobre lo ocurrido en este mismo mes en el que ha habido tormentas casi todas las noches. La mañana es lenta, perezosa, detrás de la puerta de su habitación se alcanzan a escuchar los movimientos de su madre en la cocina y los de su hermana jugando con el perro, un poco más lejos los gritos de los vendedores de camote, los afiladores de cuchillos y los repartidores de agua. Nada lo distrae. Antes de la una de la tarde ha completado varias cuartillas con alguna interrupción para ir al baño, para sacar la basura por instrucciones de su madre, para recoger la caca del perro en el patio. ¿Qué tarea es esa que estás haciendo?, le preguntan. Es para la clase de redacción, miente. Ya sabes que no me gusta que tu puerta esté cerrada con seguro; ahora ve por las tortillas. Guarda las cuartillas escritas debajo de las nuevas, dentro de la bolsa de plástico en que se las vendieron. Sale a por las tortillas cuidando de cerrar la puerta a tiempo para que no se salga el perro, tarareando una canción por entre aquellas cuadras de casas bajas y jardines llenos de flores. En el camino se cruza con Doña Tina y su hijo Pipino. ¿Está tu mami en casa? pregunta la señora gruesa y alegre metida en un largo vestido de colores. Sí está, responde, sonriéndole abiertamente a Pipino, a quien le ha dedicado numerosos pensamientos y poluciones. El chico le devuelve la sonrisa, se despiden. En la tortillería de Licho, mientras hace fila, piensa en todo lo que no ha escrito esta mañana y hubiese deseado escribir. Una sombra ligera pasa por su rostro, pero se recompone enseguida cuando Licho le pregunta cuánto va a llevar. Un kilo, responde sonriente. Por la tarde, después de la comida, hace tarea, va al parque con su amigo Jorge, vuelve a casa cuando empieza a oscurecer. Antes de acostarse echa un ojo a las cuartillas escritas esta mañana: faltan algunas. De manera impulsiva revisa dentro del closet, pero sabe perfectamente que ahí no hay nada. No quiero que tu padre vea las cosas que escribiste, le dice su madre cuando él la cuestiona por las cuartillas faltantes. Hay cosas que no puedes escribir. Temblando de rabia, pero en silencio, vuelve a su habitación. Llora un poco, piensa en Pipino y se queda dormido poco después de eyacular.
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Como todos los sábados por la mañana, ha venido hasta el edificio sin nombre para hacer cuatro horas de entrenamiento. Esta vez le han acompañado sus amigos Dulcino y Bomar, aunque ellos todavía tendrán un año más para participar en la competición. Han sido recibidos por Maru, la entrenadora, pero el hecho de que él esté aquí debe mucho a otros entrenadores como Patricia, Leonardo y Lyanette, sus viejos maestros. Hasta hace algunos meses, antes de conocer a Dulcino primero y, por intercesión suya, a Bomar después, él dividía su tiempo entre los estudios de la escuela, por la mañana, y los estudios de casa, por la tarde: matemáticas, física, química, pero también historia, literatura, filosofía. Uno a uno, sus enamoramientos quedaban expresados no en noviazgos ni en citas, sino en poemas cargados de acrósticos; su atracción por este o aquel chico reducida a homenajes privados mientras sus compañeros tenían novias con las que se iban a la cama: concentración por circunstancias, espíritu elevado a la fuerza. Entonces su hermana llevó a Dulcino a casa y, poco después, Dulcino llevó a Bomar. Él les enseñaba matemáticas para la competición —su entrenador— y ellos le enseñaban a programar ordenadores —su pupilo—, pero la creciente amistad terminó por sacarlos de sus casas para explorar las afueras de la ciudad, prestar oídos al viejo rock británico y sus émulos locales, fumar cigarrillos a hurtadillas y pernoctar alternativamente en sus tres domicilios, así han llegado esta mañana hasta el edificio sin nombre para hacer cuatro horas de entrenamiento junto con el resto de la selección regional de matemáticas. Maru dirige la sesión y en mitad del Teorema de Menelao él piensa en el agua fría de las pozas de la Barranca de la que surge el torso desnudo de Dulcino; cuando se habla de congruencias y combinatoria su cabeza está en las canciones de La Maldita abrazado a Bomar mientras comparten un cigarrillo. Mis amigos, se repite mentalmente como si eso anulase el pasado más bien solitario. Mis amigos, sonríe sin reparar en las obvias diferencias entre su mirada y la de ellos. El día en que se decide la conformación de los que irán al evento nacional, él apenas reúne los puntos para ser incluido; el día en que se realiza la competición, sencillamente no clasifica. Su amistad con Dulcino es la primera en romperse: celos y envidias; la de Bomar tardará todavía un año entero en desaparecer: folie à deux. No volverá a ver a Maru en mucho tiempo. De sus viejos maestros llegarán noticias cada vez más espantosas: la enfermedad y suicidio de Leonardo, el fascismo recalcitrante de Lyanette, la locura ninfómana de Patricia.
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Ha sido el primero en salir del examen. Con un descaro temerario, lo ha hecho después de circular la hoja de sus resultados por entre sus compañeros de jerga todavía alcoholizados y un par de amigas que en los últimos meses han dado en reunirse con ellos. Con desfachatez, se ha quitado las gafas de sol cuando el profesor se lo ha pedido, explicando que tenía jaqueca. Han calificado su examen ahí mismo y, como suele ser el caso, ha vuelto a recibir una nota alta, con apenas un par de mínimos errores. 'Felicidades', dice el profesor. Él no se molesta en contestar. Salvo los cursos del Ingeniero Aguilera, la carrera no ha sido ningún reto para él, no porque sea un genio como finge creer ahora, sino porque las exigencias son mínimas como es mínimo el esfuerzo que ha hecho todos estos años para cubrirlas. A pesar de haber copiado cuanto fue posible, todos sus compañeros de jerga han reprobado el examen, no así el par de amigas suyas que han conseguido aprobar aunque sólo fuera con notas mediocres. Los acompaña a la cafetería a desayunar, pero él no tiene dinero: le paga una de sus amigas. No tiene cigarrillos, pero el líder de sus compañeros de jerga le invita uno al terminar el desayuno, con el mismo tono desenfadado con el que anoche le invitara rayas de coca. Queda poco para egresar por fin de esta universidad decadente financiada por la ultraderecha a la que debe dinero por concepto de créditos, pues perdió la beca apenas transcurridos un par de semestres por ventilar sus opiniones en público. Aunque los años sesenta quedan ya tres décadas atrás, él se explica este hecho como un acto de rebeldía y heroicidad, no como la estupidez que fue. Baraja ya opciones para estudiar un posgrado en el extranjero, único destino posible para una inteligencia como la suya, haciendo caso omiso de las enormes lagunas en sus conocimientos y la cada vez más escasa atención que presta a todo. ¿A dónde van en realidad sus pensamientos? La poesía es cada vez más árida, las notas autobiográficas cada vez más insatisfactorias. En la Barranca descubre a hombres que se masturban entre sí: participa; ahí, cuando quedan ya sólo unas semanas para concluir sus estudios universitarios, permite que uno lo folle: cruza. El saldo de la escuela es haber reducido el mundo intelectual y artístico a pretensión; el de sus exploraciones privadas haber convertido la carne en sustituto del afecto; ninguna de sus amistades sobrevive al paso del tiempo.
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Sentado en las escalinatas de aquel granero improvisado como área de cubículos, ha leído a sus compañeros la carta que el secretario académico le ha dirigido instándole a dejar de publicar caricaturas de maestros y alumnos. Membrete, firmas, copia a archivo y secretaría. Indignado, ha cruzado la carretera frente al centro de investigación para beber unas cervezas con sus compañeros al pie de un depósito que les facilita sillas al aire libre. Bebe pronto mientras cae una lluvia ligera que se convierte en brisa al veloz paso de los autos. Nuevamente se encuentra fingiendo, acaso de forma más decidida y fanfarrona, que las altas notas con que está concluyendo su posgrado son producto de su inteligencia, que lo más importante para él es la amistad, que el médico con quien vive no es su pareja porque a él le gustan las mujeres, que en el fondo es un revolucionario censurado por autoridades fascistas. Sus compañeros, sin embargo, no están convencidos en absoluto y miran a través de él con facilidad, aunque no tengan ninguna prisa por aclarárselo ni compartírselo. Unos ven a un homosexual inconfeso que disfraza de amistad lo que debe ser una forma de homoerotismo. Otros ven a un alcohólico decadente y exagerado, un hombre sin sentido del ridículo. Algunos más sacan provecho de su propensión a compartir tareas y resultados. Cuando ya han bebido más de la cuenta, deciden separarse: esta vez no irán como en otras ocasiones a los puticlubs cercanos ni a las discotecas pobladas de chicas neumáticas. Él vuelve al centro de investigación, discute airadamente con el Físico y el Vikingo acerca de filosofía, política y neurociencia, luego se marcha a tomar el autobús, que a esa hora de la noche va atestado. Se aprieta contra los pasajeros que dan tumbos mientras cuida que no le abran la mochila. De pronto, un chico se acerca y le restriega el pantalón abultado: él aprovecha la confusión para tocar decididamente con la mano. Ambos se apean en la misma parada y, en silencio, andan hasta una construcción abandonada a pocos pasos del periférico donde se masturban torpemente hasta eyacular. Unas calles después llega a casa donde encuentra al médico preparando la cena. Hueles a alcohol, le dice éste con ternura. Tomé unas cervezas con los compañeros, le contesta, a que no sabes qué hizo ahora el secretario académico. Un par de horas después ambos duermen en la misma cama frente al ventanal que da al patio.
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Hace un par de años que ha dejado de escribir poesía o textos autobiográficos. En su lugar, ha redactado un primer borrador de lo que será su tesis doctoral. Ha publicado, asimismo, algunos artículos extremadamente malos en congresos locales y revistas desconocidas. Sabe perfectamente que este largo periodo en el viejo continente ha sido un desperdicio en casi todos los órdenes, desde luego en el profesional por el que se supone ha venido hasta aquí. Es inútil culpar a sus mentores porque él ha dispuesto de un tiempo largo que ha preferido emplear en ir de bar en bar recorriendo la ciudad con el Artista, imponer una relación doble con el médico y el iraní alegando ser un progresista de mente abierta, tolerar la continua presencia de la Eslava obsesionada con volverlo heterosexual y escribir correos electrónicos a mansalva para no estar ni allá ni aquí ni en ninguna parte. De la mano de Genoveva, paseando por las Afueras a donde ha venido a visitarla tanto como ha podido, admite tímidamente sus errores; ella los convierte en escalas filosóficas donde no existe el bien ni el mal, sólo un continuo devenir, un incesante conocimiento. Escribe, le aconseja ella; escribe, le aconseja el Artista. Ella lee, éste pinta, ¿pero qué hace él? Desde luego no ciencia, en cuyos terrenos ha naufragado por mucho que el sínodo reunido le conceda el grado de doktor; tampoco literatura aunque él crea que hacer cartas sofisticadas lo especializa en epistolografía. Se insinúa ya de manera decidida, indisimulable, su falta de talento, aunque la sustitución de una carrera científica por una carrera burocrática le proporcione todavía una fachada presentable. De vuelta a casa descubrirá, sin embargo, que si de burocracias se trata más valía no moverse de lugar persiguiendo experiencias vitales reconvertidas en títulos. A sus futuros empleadores, en casa, no les importan ni las competencias ni las coartadas, sólo la inmovilidad.
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Ha salido a pasear nuevamente por los jardines del campus acompañado de aquel hombre grueso cuyos ojos inquietos se mueven detrás de unas gafas de fondo de botella, un profesor visitante de su propio país, judío, nacido en la estepa soviética hará unos cincuenta y cinco años. No te conviene quedarte en Francia, le explica, porque aquí como en Estados Unidos nunca podrás tener tu propio equipo de trabajo: debes volver a tu país. El hombre grueso se ha puesto como ejemplo de las virtudes de trabajar entre indios, fingiendo no darse cuenta de que su piel blanca, su acento extranjero y su apellido impronunciable, constituyen la base sin la cual jamás habría podido ponerse a la cabeza de nada. Intenta convencerle de trabajar con él elogiando su desempeño en el laboratorio: eres líder nato, dice, la gente te sigue porque tienes ideas, pero te falta una dirección que yo puedo proporcionarte. Pronto sabrá que en su país tiene montada una estructura basada en favores, hecha de ayudantes y ayudantes de los ayudantes, con reglas no escritas que son indistinguibles de las de la mafia. Trabajar con él es trabajar para él a cambio de nada, resistirse es ser condenado al ostracismo. Han subido la suave pendiente de la colina en cuya cima se encuentra el laboratorio donde él ha pasado tres años a las órdenes del Negociador, otro gordo, otro bon vivant que, a diferencia del soviético, al menos paga por sus servicios. Soy un mercenario académico, ha dicho a cualquiera que le pregunte por su trabajo en el laboratorio casi desde el comienzo. Ha pretendido así sacudirse la vergüenza de tener una carrera académica absolutamente mediocre y, al mismo tiempo, transferir al Negociador la responsabilidad por la irrelevancia de sus trabajos: son tus ideas, parece decirle, yo sólo recibo dinero por programarlas y escribirlas, por venderlas a congresos y revistas. El hombre grueso que viene de su país no le dará nada a cambio de todo. El Negociador le dará lo que le sobra a cambio de mucho. Pronto trabajará con el Tigre que le dará y pedirá lo justo: con él descubrirá que ni su talento ni su moral están a la altura de lo equitativo.
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Han terminado de acomodar las últimas cosas y se encuentran agotados. Echados en la cama, junto a Perrita, han visto poco a poco oscurecer mientras hablan de cómo encajarán sus horarios a partir de septiembre, el médico en el hospital y él en la universidad. En doce años no ha habido uno en el que no se hayan separado con motivo de los estudios o el trabajo de él. Que no exista ya en el horizonte ningún plan para nuevos excursos no significa que no estén amenazados: la cama se ha secado, las enfermedades han aparecido, se acuerdan formas de relación abierta cada vez más inauditas. Hasta antes de su reunión, durante los casi tres años que él lleva trabajando en la universidad, sin apenas preocuparse por todo lo que cree deber en materia de estudios, conocimientos o investigación, sin que le quite demasiado el sueño que se acumulen años sin escribir el libro que Genoveva o el Artista le pedían, se ha dedicado a fungir de padre putativo del Crío —la casa— y padre académico de Ferrante, hijo —la escuela—, sin que en una u otra actividad haya mostrado siquiera talento o consistencia. Liberado al fin de la frigidez europea y del sutil yugo de sus antiguos amos, financiado por el erario público de su propio país, se ha divertido construyendo una familia postiza de la que se cree el patriarca, sin advertir que es sólo un tuerto alucinado rodeado de ciegos ambiciosos. Todavía es temprano para ello, pero no falta mucho para que compruebe que quien cree conseguir amistad y trabajo no consigue ninguno, tan sólo un amasijo de abalorios. Aún quedan unos años, pero no tantos para que en su repetida costumbre de enamorarse de los suyos encuentre a uno que le corresponda, destruyendo así su matrimonio y, por poco, su carrera burocrática disfrazada de profesional. Primero morirá Perrita; luego morirá el Crío; morirá entonces su relación muerta. Uno a uno, su familia postiza le abandonará, incluido Ferrante, hijo. Pero por el momento, mientras bajan a cenar seguidos por Perrita, ni siquiera se plantea una vida sin el médico: no ve contradicción en continuar con él y seguir acumulando años de exitosas cacerías nocturnas conduciendo su automóvil. Adaptarse y morir no son una disyuntiva, sino una secuencia.
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Ha dejado la mascarilla sobre la mesa y lavado sus manos con un gel antiséptico que arde ligeramente. Antes de venir a casa, ha dejado en la de su madre la despensa que ella le ha pedido; ahora acomoda la suya en las alacenas. Además del pienso habitual para las dos perras a su cargo desde hace más de un lustro, ha comprado otro especial para los dos cachorros maltratados que abandonaron en el jardín frontal de su casa. Con motivo de la epidemia, hace casi dos años que trabaja desde una habitación; también por esa razón no ha podido volver al extranjero. Al aislamiento y soledad que imponen las circunstancias, se añade una relación que acaba de terminar por teléfono: del otro lado del océano, quien fuera su estudiante y vaporosa pareja durante casi un lustro, ha decidido que lo suyo —tres años de apasionada intermitencia seguidos de dos a distancia— no ha de continuar. Él sabe muy bien que, a pesar de haber sentido por el estudiante el mayor enamoramiento de su vida, a pesar de haber entrevisto una afinidad intelectual indiscutible, a pesar de haber alcanzado con él el placer sexual más alto, aquel intercambio siempre tuvo los días contados. Ahora que el plazo se ha cumplido —un término que esperaba con ansia para recuperar la concentración intelectual y artística presuntamente sacrificada por la alerta continua en que lo obligaba a vivir el deseo— se encuentra desorientado. Los libros y los cuadros, los discos y las películas, las monedas y el ordenador, parecen exigir de él una respuesta urgente: la ignora. Sus cada vez mayores recursos no le hacen compañía, tampoco el éxito de su carrera burocrática disfrazada de científica. Hace más de dos décadas que no es propiamente soltero. No sabe serlo. Ha sido esperado por largas temporadas mientras él ha estado fuera (el médico). Ha esperado también por largo tiempo el regreso de quien —ahora lo sabe— no volverá (el estudiante). Siempre solo, aunque acompañado; durante años libre, aunque dependiente; ahora está solo de verdad. Una noche se asoma a la aplicación de citas y la cacería pasa entonces del coche a la habitación. No volverá a conocer el enamoramiento.
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Se ha propuesto no volver a tener pareja porque sigue creyendo que tener una es, antes que nada, deseo. Y lo único que desea son cuerpos jóvenes cuyas mentes, desgraciadamente, son también recientes. Su propio cuerpo decae; su mente, ayuna de conversación, también. Pronto la distancia entre él y el objeto del deseo será insalvable. ¿Dónde estará Pipino?
Frente al ordenador no sabe qué escribir, de modo que lo apaga y coge otro libro y lee. Casi todo le parece estúpido. Hace ejercicio porque debe cuidar la salud, pero tampoco le encuentra sentido. No existe ningún sitio a dónde ir, ninguna persona a la cual ver. Muchos amigos se han perdido ya, los pocos que quedan están a distancias insalvables. ¿Dónde estará Jorge?
Imagina la falta de voluntad que es necesario reunir para llegar a la jubilación —el final de la carrera burocrática que vació su vida de ciencias y artes— y lo recorre un escalofrío. Debiera escapar, se dice, debiera escapar mientras todavía tenga fuerzas: huir de esta ciudad asesina, de esta universidad idiota, de esta gentuza gazmoña. Todavía es posible renunciar y encontrar una habitación pequeñita donde coger la máquina de escribir color pistache y llenar un folio tras otro, sin culpa ni objetivo, feliz, seguro de que nadie vendrá a censurar ninguna letra. ¿Dónde estará mamá?