martes, noviembre 25, 2025

El salón de los muertos

En esta época del año, el Salón de los Muertos se ilumina tarde a tarde durante un par de horas desde la ventana alta trazando una diagonal de luz dorada y crepuscular. No siempre la aprovecha para tomar asiento en el sofá, leer sus libros o pensar en sus muertos, pero consigue detenerse unos segundos a contemplarla cuando, en su deambular de un lado a otro de la casa —y hacia esta ala norte se encamina mucho menos de lo que debería— la encuentra de pronto instalada como una aparición más allá del arco que la separa del Salón del Tiempo. Una luz alta enmarcada por la curvatura. Un llamamiento silencioso. La vida transcurre mientras tanto en el ala sur, en el patio, en la calle, sin que nadie preste sus ojos a la manifestación que tarde a tarde se produce en el Salón de los Muertos, actos sin testimonio, recreación de otros inviernos. Eso que llama vida —lo que transcurre allí fuera, lo que se mueve detrás de la pared— no siempre es una danza ni una comunión, no siempre es la belleza, a menudo es más bien sólo una espera. En su carácter provisorio, la vida en el ala sur no contiene apenas actos que la distingan de la vida en el ala norte, por más que a veces aquella se llene de aromas animales y la luz recorte la sombra de distraídos cuerpos. No puede ser invierno todo el tiempo, ni siquiera en el Salón de los Muertos al que la danza de los astros robará otra vez todo su esplendor, llegado el momento. Ya que los desaparecidos no deben volver, tan sólo ser evocados, ya que se recomienda viajar lo más ligero de equipaje, acepta reunir el peso muerto en este espacio al que la luz asiste tarde a tarde precisamente cuando más falta hace en el hemisferio. Allá afuera crece la oscuridad por encima de los árboles y en el interior de los coches: convive con su inquietud oponiendo tareas productivas a amenazas dibujadas. Allá afuera, apenas separado del Salón de los Muertos por una pared, se hincha y se encoge en la Alcoba Principal y en el Salón Comedor, rutinariamente, sin detenerse en más consideraciones que la transitoriedad de sus circunstancias. No siempre es la belleza, pero hay momentos en que el ala sur reivindica la ambrosía y el espejismo de otros tiempos y permite suponer que les asiste alguna verdad, aunque ésta no haya sido todavía enteramente revelada. En espera de ese momento, se sienta a la mesa del Salón Comedor y consume los alimentos que él mismo ha preparado. En espera de otro poco de certeza, conduce de la mano hasta la Alcoba Principal a mensajeros en cuyas entrañas aletean inquietas mariposas que él se afana en liberar. Mañanas en el ala sur pasando sus manos por el suave pelaje de mudas criaturas que —está seguro— algo saben: allá arriba el ligero susurro de las palmas y el avión de la mañana que gira justo encima. El olor del café. Nada de esto pueden sentir ya los desaparecidos a los que el Salón de los Muertos —la luz dorada en diagonal revelando una constelación de motas de polvo— faltará tarde o temprano en forma definitiva. Como la memoria. Cualquier memoria. Cierra los ojos un momento para imaginar el futuro más distante y desea sinceramente reunirse con los que, según la tradición, ya pueden mirar al interior de su corazón con absoluta transparencia y leer, mejor que él mismo, sus pensamientos, y conocer, sin la ambigüedad de su transcurso, sus sentimientos. Con ellos podrá asistir —imagina abriendo los ojos a la luz que parpadea insegura en el Salón de los Muertos antes de extinguirse una tarde más— a los misterios del universo. Omnisciencia. Omnipresencia. La aclaración de todo. El acceso a todo. Una promesa para los creyentes. Una ilusión para los románticos. Un bello pensamiento para los que, como él, ya cruzan la frontera de vuelta al ala sur para más espera de más espera.

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