jueves, julio 13, 2006

Convivencia

Tengo dos meses viviendo casi a diario en un pueblo del occidente de México, Lagos de Moreno, por más señas en el corazón de una zona famosa por muy católica, conservadora e intolerante: hace casi ochenta años la región estaba encendida por una vivísima guerra civil entre el ejército federal y un buen número de sus pobladores llamados cristeros, que decían defender su fe católica contra un gobierno que oprimía su Iglesia, una iglesia que, dicho sea de paso, siempre fue tibia hacia ellos; en los años cuarenta se fundó en la cercana ciudad de León la Unión Sinarquista, de franca tendencia ultramontana; cada año se hacen nutridas peregrinaciones al santuario de la virgen de San Juan de los Lagos, una población vecina también famosa por su olor a sacristía; y para rematar, la gran mayoría de los municipios de la zona están gobernados por el Partido Acción Nacional, el ala conservadora del espectro político nacional, por más que ahora sea tan difícil distinguir a unos de otros.

De modo que la historia y algunas costumbres todavía en vigencia hacen pensar que la fama del lugar es merecida o, cuando menos, no tan errada. No faltan, sin embargo, excepciones a toda regla, particularmente cuando de generalizaciones de este calibre se trata. Suele ser, incluso, que la situación aparente y la real guarden una distancia importante entre sí, a pesar del predominio del prejuicio que gobierna la apariencia. En la República Checa, por ejemplo, encontré muchas personas con la opinión de que España es un país muy conservador y católico, cuando sus costumbres y libertades son mucho más relajadas que las del país centroeuropeo. "Haz fama y échate a dormir", dice el dicho, pero por encima de refranes y criterios gruesos debe estar el propio criterio, y si la corroboración personal no es posible cuando menos debe darse margen a la duda.

Y ahora Lagos de Moreno: paseando por la noche me encontré, no hace mucho, un grupo de muchachos departiendo en medio de cervezas a la mitad de la calle. Nada extraordinario, naturalmente, pues en estos pueblos se goza de más libertad para beber en la calle que en las grandes ciudades (sí, en la mayoría de los municipios de este país está prohibido tomar bebidas alcohólicas en la vía pública). Encima, es bien sabido que el alcoholismo nunca ha sido mal visto por esa católica iglesia que tanto se ha empeñado en dictar anatemas y prohibiciones en otros asuntos privados. Hasta ahora nada que vaya en contra del generalizado prejuicio sobre la mochería de los laguenses.

Pero he aquí que con los muchachos convivía un grupo de cuatro o cinco travestis, compartiendo conversaciones, cervezas, risas. Aquellos eran muchachos proletarios y muy seguramente con noviecitas rubias (güeras alteñas, les dicen), tipos inmersos en el machismo imbécil tan caro a nuestra cultura y de puntualísima asistencia a misa los domingos; no obstante, sin empacho se permitían la convivencia -quizá más- con los pintarrajeados travestis que tampoco parecían estarla pasando mal. Un ejemplo de convivencia, así sin más, sin adornos de tolerancia ni embustes prejuiciosos. Un ejemplo de libertad en el margen de la noche y sin respetar la opinión preconcebida -falsa, ya se ve- de las mayorías. Un ejemplo que, reconozco, me ha hecho sonreír y creer, así sea por un momento, en las bondades humanas.