lunes, enero 19, 2009

Mensaje

Una de esas tardes aburridas y europeas de principios de siglo, cuando examinaba una tarjeta postal titulada “invierno 2009” y me preguntaba si se refería al que comenzaba el 21 de diciembre de ese año o a los casi tres meses que iban de enero a marzo del mismo, recordé con cierta molestia inexplicable mi creencia infantil de que cuando envejeciera mis padres volverían a ser niños y, convertidos en mis hijos, pagarían todos los castigos y regaños que me procuraron. No advertí en la hora que siguió a ese fugaz pensamiento, mientras seguía husmeando entre los objetos de aquella tienda de antigüedades, el origen de mi malestar, hasta que hojeé aquel volumen titulado Cuentos y verdades de un tal P.Morell, S.J. El libro tenía una dedicatoria fechada exactamente cien años atrás que la postal (“Para la Señorita Eduarda Michel, en su onomástico”) y se dividía en tres partes: religión, moral y buenas costumbres, siendo esta última una de las más divertidas por cuanto el sacerdote autor del libro no se abstenía de abordar temas entonces espinosos como el anarquismo, el sufragio universal o el baile. Pero si en vez de argumentos la sinrazón más descarada se disfrazaba de enrevesado silogismo, si en vez de historias cuya intención era ridiculizar el pecado las había sólo capaces de exhibir la grosera mojigatería del autor, dentro de mí crecía el recuerdo de otros textos cuyos autores no se cuidaban de expresar su opinión acerca de esto y aquello con completo descaro sin siquiera tener el valor de sacar su obra del conjunto de la literatura para ponerlo en la canasta que les correspondía junto a P.Morell: proselitismo, religión, libros plagados de moralejas a plena luz del día, llenos de intenciones didácticas, de deseos de pontificar o, todavía más desagradable por cuanto era la convicción compartida por la mayoría del mundo editorial en aquellos ñoños días en que intentaba hacerme escritor, anunciados sin bochorno como “formativos” y “educacionales”, repartiendo “lecciones por un mundo mejor”…
Pensé mientras cerraba aquel volumen que sólo la ingenuidad más cercana a la ignorancia podía haber producido los horrendos libros que me venían a la memoria y cuyo delito principal no era su contenido basura, sino la profanación de un terreno de libertad como era el literario para los sucios fines de trasmitir mensajes. Si querían esto último debían haberlo anunciado a las claras, como el padre Morell y todos los que, por siglos, han querido ser tomados en serio y, por tanto, jamás disfrazan sus palabras de ficción. Fue al llegar a esta conclusión que comprendí mi malestar: llevaba poco más de una hora sintiéndome ingenuo por haber creído el cuento de que un día sería el padre de mis padres, una ingenuidad infantil que poco tendría que ver con la de un autor literario que por falta de oficio o ignorancia pretende anunciar al mundo cómo debe pensar, sentir y obrar para ser bueno.
Y, sin embargo, una vez develado el mecanismo de mi tortura mental, una nueva preocupación se instaló en mi cabeza: ¿cómo debía ser la literatura que yo escribiera a fin de evitar el vicio del mensaje? Thierry, mi colega en el periódico, solía decir que no hay libro inocente, dando a entender así que siempre había un mensaje, una intención, una propuesta; resultaba pues paradójico que ahora me asaltara la conclusión de que la ingenuidad, la inocencia de un libro –y por tanto su poco valor- radicaban justamente en su sermoneo. Pero ¿debía evitarse a toda costa el mensaje? ¿carecían de ideas los libros que admiraba? Probablemente no –me dije mientras revisaba libros de deportes considerando al mismo tiempo que quizá no fuese tan tarde para ponerme en forma- pero si alguna vez había intención en las grandes obras, si alguna vez se insinuaba una moraleja o una lección, era en el momento en que el lector –no el autor- las entreveía o creía entrever, siendo entonces la ingenuidad o perspicacia del observador las únicas responsables. Así que ahí tenía una manera de distinguir la buena de la mala literatura, pues en esta última las lecciones eran todas tan obvias que pertenecían enteramente al autor y no había lugar para que los lectores aportaran sus diversas y aun contradictorias interpretaciones…
Salí de la tienda dispuesto a escribir buenos libros que nunca llegaron...
Pero aun tengo la columna de crítica literaria junto a Thierry.

6 comentarios:

El Camion de la Prosperidad dijo...

Intenciones te da la vida mi querido miguel angel, yo tengo una lista de libros por escribir y eme aqui

Miguel Ángel Bernal Reza dijo...

¿Henos dónde? Ah, claro, aquí y allá... y donde sea.

Anónimo dijo...

El problema del Dr Wagner consiste en que todos los libros que podría escribir son el mismo y además ya los escribieron otros autores.

Miguel Ángel Bernal Reza dijo...

No estoy seguro de si traducir "Cómo hablar de libros que no hemos leído" del francés Pierre Bayard no será lo mismo que escribir el Quijote... ah, claro, era Menard el autor de este último... Diablos, todo sería más simple si pensáramos bien, ¡ja, ja, ja!

Anónimo dijo...

No es lo mismo, pero si lo traduces sin haberlo leído tal vez cuente.

Anónimo dijo...

¿Cómo podemos pensar bien?