lunes, enero 12, 2009

Ficción

Con la afortunada muerte de mi asesor se abrió la posibilidad de que defendiera una de las dos tesis contradictorias entre sí y consistentes en sí mismas, que le envié sobre las sectas en el Medio Oeste americano. El proceso había quedado congelado por varios años, pero luego de su muerte el comité universitario de titulación me envió una carta hasta Chico, Wyoming, exhortándome a "regularizar" mi situación, es decir, invitándome a proporcionarles un graduado más en antropología que evitara la desaparición de la carrera. No sólo se conjuró la amenaza del Ministerio de Educación, sino que a pocos meses de la defensa de mi tesis fui invitado a ocupar la vacante dejada por mi asesor: antropología lógico-lingüística. Fue como profesor de esa materia que conocí al pelirrojo Riebeling, un alumno problemático como sólo puede serlo quien reúna juventud, ingenuidad y fiebre de consistencia. Mis colegas me informaron que era el famoso estudiante que años atrás bailó delante del presidente en una premiación, presuntamente para mostrarle su repudio. Y aquella mañana, firme e inexorablemente como a veces se presenta, su destino comenzó a cercarlo. Yo peroraba:
–El problema entre ficción y realidad, literatura y compromiso, arte y vida intelectual, es una falsa trampa: puesto que el mundo imaginario es creado por hombres reales es fácil caer en la tentación de mezclar la obra con el autor, exigiendo a ambos una consistencia imposible y casi siempre ajena. Se trata, en el fondo, del viejo conflicto entre significado y significante. Para demostrar esto último, imaginemos un cuadro obsceno: ¿dónde reside esta cualidad? Para algunos de ustedes quizá radique en un genital expuesto, para otros será una esvástica o el cadáver de un niño. ¿Quién tiene la razón? ¿dónde está la obscenidad? La respuesta no está en el cuadro, sino en cada uno de ustedes: la obscenidad está en el observador; el significado, pues, es suyo, no de la obra. En la literatura pasa lo mismo…

–Perdón, Doctor, no estoy de acuerdo- dijo Riebeling sin siquiera mirarme, agitando la cabeza mientras veía sus manos danzar sobre la butaca. –En Europa está prohibido el uso de la esvástica y creo que hay muy buenas razones para que sea así, ¿no le parece?
–Las buenas razones son históricas y enteramente ajenas al símbolo, mucho más antiguo que los nazis. Pero ya que toca el tema, preguntémonos: ¿podemos admirar el trabajo de un autor que, digamos, sólo haya escrito libros donde personajes miembros de las SS muestran cualidades indiscutibles y exponen sus razones para llevar judíos al matadero?
–¡Eso sería repugnante! No, no podemos.
–Me parece entonces que no está preparado para leer literatura, señor Riebeling, sino variantes del libro sagrado, catecismos o libros de moral. Es incapaz de distinguir entre persona y personaje, entre las razones de un autor y las de un ente de ficción. Si un lector siente simpatía por las SS históricas a partir de la obra de ficción de nuestro hipotético autor, tant pis! No podemos ocuparnos de la idiotez ajena. Otra cosa sería que nuestro autor presentara su trabajo como investigación histórica o planteamiento intelectual, proponiéndose justificar lo injustificable sin salir de la realidad…
–O sea que la literatura es un permiso de impunidad, ¿eh?- dijo Riebeling riendo y mirando a sus compañeros como quien busca la celebración de sus ocurrencias. Los paladines de la Verdad –con mayúscula- tienden al exhibicionismo. Expliqué:
–A nadie escapa el hecho de que cualquier libro es un arma de muchos filos. Lo que quizá distinga a la literatura es que, por mucho que utilice historias reales o contextos históricos, parte del supuesto de la ficción, un sobreentendido en que autor y lectores están normalmente de acuerdo. Cuando esta asunción se rompe aparecen problemas como el suyo, señor Riebeling, pero le consolará saber que no está solo y no únicamente en lo literario: hubo quien chilló por el antisemitismo en las malas películas de Gibson, por haber leído y disfrutado a Kundera enterándose luego de que denunciaba a los enemigos del comunismo, por la utilización de Wagner en los tocadiscos hitlerianos, por la militancia ciega de malos escritores como Fuentes o Poniatowska, por la falta de compromiso de grandes señoritos como Proust, por el excesivo celo comunista de Picasso y Neruda, porque había mucha o poca politización, porque eran buenos o malos, porque fueron irresponsables ante los asuntos del mundo o bien más activistas que entregados al arte… en fin, no veo razón para desavenencias si nuestra discusión se sujeta a un contexto: hay buenos y malos autores por razones literarias, hay buenos y malos políticos por razones políticas, hay buenas y malas personas por razones morales, hay buenos y malos pensadores por razones intelectuales. Las tablas rasas son para irreflexivos o intolerantes, para espíritus estrechos encadenados a su tiempo y circunstancia, con gran necesidad de asideros porque se marean y trastornan al solo atisbo de complejidades y matices, pero la realidad es así y, la ficción, todavía más. Los tontos hacen daño con su censura y mojigatería, incluso cuando sus intenciones son buenas…
–Entonces, según usted, debemos respetar cualquier mentira que se ampare en la invención, ¿no es cierto? Que se las arregle la gente para separar la sustancia de la paja, que nadie sea responsable de lo que suelta, aunque sea mierda…
–¿Qué es una mentira en literatura? Estamos dispuestos a disfrutar los cantos de un poeta medieval en recorrido por el infierno, a acompañar a Lindbergh en la ucronía de una América nazi, incluso a dar por buenos los diálogos sostenidos entre los muertos de Comala, pero luego no faltan musulmanes que se indignen por la falsedad en una mala novela británica, cardenales que quieran ponerle calzoncillos a los querubines de la Sixtina, judíos que quieran defenderse de la mala imagen que de ellos se da en una película… Y entonces tenemos dos tipos de discusiones: hablar de una obra de ficción en su contexto (literario, musical, cinematográfico, pictórico) o sacarla de ahí para criticar o elogiar lo que no es (moraleja, intenciones, consistencia lógica, verosimilitud, coherencia histórica, corrección política, etc.) Sobra decir que a este curso sí le interesa distinguir la mierda de aquello que no lo es, pero sólo en el primer sentido. Hacerlo en el segundo es una pérdida de tiempo, es hablar no de la obra, sino de nosotros.
–Y nosotros no tenemos importancia, claro…
–No. No la tenemos. ¿Le importa dejarme continuar, Riebeling?

Pensé que el tipo había quedado, si no satisfecho, sí consciente del ridículo, pero la ignorancia es temeraria. Y su caso iba mucho más lejos que un vulgar curso de finales de carrera: ¿estudiaba antropología? ¿literatura? ¿filosofía? Nunca lo averigüé y tampoco sirvió para aclararlo el segundo altercado que con él tuve cuando discutíamos en clase el tema de la duplicidad como recurso retórico posmoderno.

–Si examinaron aunque sea superficialmente los libros mencionados hace una semana y cuya lectura debería estar lista a estas alturas, habrán notado que el tema de la duplicidad invade la literatura en todos sus ámbitos, desde Eco hasta Pamuk, desde Saramago hasta Marías, todo ello lo explican los psicólogos como un fenómeno de alter ego, pero no nos interesan los autores, sino el por qué se echa mano de este recurso, cuál es su sentido, digamos, literario…

–Es obvio, ¿no? El objetivo es mentir, travestirse, fingirse otro para mejor introducir nuestros excesos, ¿no es ese al fin y al cabo un derecho literario?

–Veo que no me expliqué del todo bien la vez pasada, señor Riebeling, creí que había quedado claro que la verdad y la mentira eran no sólo conceptos aburridos, sino vacíos en el terreno artístico. Casi diría más: son peligrosos.

–No cambie el tema, profesor- se atrevió a decir el pelmazo. Sí, por mucho que haya ganado concursos en la preparatoria era un tonto, un imbécil y, mal de males, un necio. No habría manera de hacerle entender nada, tendría que atajar.

–No he cambiado de tema, señor Riebeling, pero comprenderá que, no obstante los muchos años que llevo en la academia, no soy especialista en hablar con sordos, de modo que aguce el oído: no nos importa, hasta nuevo aviso, hablar de verdad o falsedad, sino de literatura. Hoy, en particular, nos interesa el asunto de la duplicidad literaria cuya recurrencia da mucho qué pensar: ¿qué le pareció El libro negro?

–Un elogio a la suplantación.

–Toma usted las cosas de manera muy literal- dije en tono de broma. Mientras el salón rió ligeramente, Riebeling apenas dejó ver una mueca siniestra. –El libro es un ejercicio de apropiación, no sólo de un personaje que se apropia de otro que siempre ha querido ser y, sin saberlo, ha sido, sino también de una ciudad cuyas coordenadas son tan universales que puede tratarse de Estambul o México, Río o Yakarta. Los buenos autores no tienen dificultades en pasearse por lo más provinciano con aire cosmopolita, nos lo devuelven universalizado, ¿lo nota?- No me contestó, naturalmente.

–¿Y Ferrante también es una apropiación? ¿o el obvio paralelo entre Jacques Deza y el autor español? A mí me parece simple y llanamente una cobardía, una incapacidad de los autores para suscribir con su nombre las opiniones ahí vertidas, ¡porque hay que ver cómo se las gastan sus dobles, eh!

–Parece incómodo con la libertad literaria, Riebeling. ¿Qué le aterra? ¿descubrir que ha vivido por persona interpuesta? ¿cruzarse con el hombre duplicado? ¿con el fantasma de Pessoa o Ricardo Reis? Volvamos al recurso, si le parece, y dejemos en paz a los autores. Relájese.

–Estoy harto de tanta farsa- dijo entonces con un enfado que me crispó.

–Sálgase, Riebeling. Le espero en mi cubículo esta tarde- Me detuve para no agregar una retahíla de insultos o ironías. Le vi recoger sus cosas e irse. Seguí con la clase.


Pasados cinco minutos de las dos de la tarde Riebeling se presentó a mi puerta. No parecía haberse relajado en absoluto, lucía furioso. Una vez que se sentó frente a mí, encendí un cigarrillo luego de que él rechazara uno y le pregunté:

–¿Cuál es su problema, Riebeling? ¿qué le molesta tanto?

–Usted- dijo con labios temblorosos, enrojecido el rostro para mayor encender su cabeza ya pelirroja. –Sé que fue alumno del maestro Pardon. Está acostumbrado a la falsedad.

–¿Qué? Pardon fue mi objeto de estudio y un amigo. Pardon está muerto. Vaya y consulte mi tesis, si así lo desea, no encontrará ninguna apología del lógico matemático que estafó a media América. ¿Qué tiene que ver esto con su arrogancia?

–Su tesis ya la leí. Deberían de quemarla.- Y sacando de su mochila un ejemplar en pasta roja lo arrojó sobre el escritorio. Extrañado, miré el título y hojeé el contenido: era la tesis que nunca había enviado, sellada, con todas las firmas de mi comité de tesis.

–Esto es una locura. ¿De dónde ha sacado este documento, Riebeling? Esta no es mi tesis, esto…

–¡No lo niegue ahora, bastardo!

–Deje de insultarme, Riebeling, no toleraré que…

–¡Cállese! Estoy harto de mentiras, estoy harto de…


Menos mal que el conserje entró para quitarme al pelirrojo de encima. Mis colegas aseguran que un grupo de matemáticos está usando con bastante provecho las notas que Riebeling escribe diariamente desde el manicomio. Yo, desde luego, he quemado el ejemplar apócrifo de mi tesis sin hacerme más preguntas. Por si acaso.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Riebeling será candidato del "partido de izquierda" qué esté de moda en el 2018 o 2024. Hasta entonces su estancia en el manicomio no le resulta de utilidad a nadie.

Miguel Ángel Bernal Reza dijo...

En otras palabras puede ser candidato de cualquier partido. Quizá convenga leer "Izquierda y derecha en el cosmos" de Martin Gardner, aunque sólo sea para mejor pasar el tiempo en el manicomio...