En sentido estricto no había habido asalto: no le habían quitado nada; tampoco sus heridas eran producto de las navajas ni de hipotéticos golpes, sino de la estrepitosa caída con que remató su vertiginoso descenso por una de las colinas del parque Eduardo Sétimo. Mientras cerraba el grifo y metía con dificultad los pies en el agua sin bajarse del banco, pensó con sorpresa que lo acontecido lo excluía del grupo de los sensatos que entregan el dinero tranquilamente para salvar la vida y lo hacía miembro de los afortunados que, habiendo opuesto resistencia, seguían vivos. Pero en vez de alegría, una película de pesadumbre tamizó su ánimo, y fue entonces cuando apoyándose en los bordes de la bañera decidió sumergir el cuerpo en el agua, como si ésta pudiera, si no lavarla, sí consolar la tristeza que tan repentinamente lo poseía.
Temblaba. Aquí y allá el agua era invadida por hilillos de sangre que parecían buscar la superficie y luego se difuminaban. Con los ojos cerrados recordó el momento en que sus zancadas se hicieron incontrolables y su pie derecho se torció hacia adentro obligándolo a empujar todo el cuerpo hacia la izquierda; recordó el pánico que le invadió al encontrar el suelo y mirar velozmente hacia la colina, sólo para levantarse de inmediato y arrancar en una nueva carrera hasta la glorieta. Ahí encontró por fin algunas personas e intentó pedir ayuda, pero su aspecto agitado, su mal portugués y su cojera recién adquirida sólo consiguieron asustar a una mujer y su hija que pasaban por ahí y se echaron a correr.
Abrió los ojos y sonrió con amargura. Controlando el inexplicable escalofrío que lo poseía tomó el jabón y empezó a pasarlo por las heridas. El agua en la bañera se volvió turbia y ligeramente fría, de modo que se puso de pie, desaguó la tina y se duchó pasando vigorosamente las manos por todo el cuerpo. No podía doblar bien la pierna derecha ni apoyarse en el codo izquierdo, cosas que averiguó dolorosamente al salir del baño e instalarse en la habitación. Deshizo la cama y se cobijó, pero los temblores volvieron a su cuerpo en cuanto rozó las sábanas tibias de aquel hotel de medio pelo donde hacía sólo unas horas había consumado una aventura. Un sentimiento de insoportable sordidez le empujó a encender la televisión para mejor olvidarse de sí mismo, pero no lo consiguió.
En mitad de un vídeo alemán donde la cantante repartía latigazos en un circo multicolor, le vinieron las palabras del taxista que lo recogió en la glorieta para llevarlo de vuelta al hotel. “Eso puede pasar en cualquier parte. ¡Pero a quien se le ocurre pasear por un parque luego de la medianoche!”, le dijo. “Usted es un hombre grande, ¿y qué hace un hombre grande, correr?”. Sintió un odio retrospectivo hacia aquel hombre que encima de reprenderlo se había atrevido a sugerir que había sido un cobarde, pero no pudo quitarlo de su pensamiento hasta que reparó en que la ira le había trepado a la cara: tenía fiebre.
Cuando volvió del baño a la habitación ya no estaba solo.
6 comentarios:
Buen final, si las armas de los asaltantes eran cuchillos todo acaba mal; en cambio si eran puñales acaba en fiesta.
Tengo noticias alarmantes: soñé hace un par de días que paseaba por el ITESO y conversaba con Enrique Rodríguez y Lupita la secretaria... lo de conversar es sólo una manera de hablar, sobre todo si tomas en cuenta que a la salida me esperaba Facundo el de "Incógnito", ¡ja, ja, ja!
No entiendo, Facundo era el rector o algo así?
Es probable, pues trató de impresionarme haciendo una pirueta sólo para caer sobre su nuca... Quien tenga oídos para ver que vea a un jesuita.
Estoy intrigado!!! ¿donde esta la otra tarjetaaaaa? ja ja ja
Que bonita apología de lo queer, felicidades.
atte.: Enriquito
deben de haber sido puñales como tu
barney
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