Sobre la mesa aun estaban las cajas con las pocas pertenencias de Taylor, quien pidió que me mandaran llamar hasta Berlín para hacerme cargo de sus cuadros, una vez que estuvo seguro de que su desaparición era inminente. Hasta aquella llamada inoportuna de los Kruszewski –en medio de una cena romántica que hubo de quedarse en eso por aquella interrupción- no había tenido noticia ni de la enfermedad ni de las dificultades económicas del pintor inglés que, una vez más y de modo definitivo, se había separado de su nueva mujer para vivir una trasnochada soltería en compañía de un viejo matrimonio polaco que, según me dijeron, se limitaba a rentarle el cuarto de estar, darle de comer y, llegado el momento, a inyectarle morfina. El propio Sr. Kruszewski, médico retirado, le diagnosticó la enfermedad.
Algo parecido a disparos se escuchó a lo lejos, seguido de una patrulla. Hacía varios minutos que el cigarro se había consumido entre mis dedos hasta quemarme, varios más habían transcurrido en ese estado de catatonia que sigue a todo viaje trasatlántico, algún otro se perdió en pensamientos obsesivos que intentaban poner en orden lo que venía ocurriendo, como si el hecho de narrarlo para mis adentros pudiera fijarlo y hacerlo manejable. Engaños. Cerré la puerta de la baranda y me puse a inspeccionar las cajas de Taylor bajo un foco de cuarenta watts que se encendía y apagaba por medio de una cadenilla oxidada.
Casi todos los cuadros eran nuevos para mí, aunque Tesoro lo conocía desde los tiempos de Sharon: Taylor aparecía con la nariz deformada, a medio camino entre una rosa y una herida, la mirada no estaba suficientemente bien lograda y había usado tanta pintura para el cabello que el resultado estaba más cerca de la escultura o el grabado. Sharon había conseguido un excelente comprador para ese cuadro, un polaco, por cierto, de apellido excéntrico e impronunciable. Naturalmente. Taylor decidió no vender el cuadro porque estaba seguro de que Sharon se había acostado con el magnate. Yo estaba presente en aquella ocasión cuando, borracho una vez más, la golpeó artísticamente salpicando el cuadro con tres gotitas de su ninfómana sangre. Mientras Sharon lloraba y Taylor vociferaba incontrolable, yo me asomaba al balcón y fumaba delicados cigarros importados por un comerciante tunecino. Echo de menos, ahora, la soberbia indiferencia de que era capaz en esos días.
Con el cuerpo todavía flotando por las varias horas transcurridas sobre el Atlántico y los ojos enrojecidos y secos, empecé a descubrir cosas extrañas: detrás de Cadáver perfecto II encontré un par de recetas sin surtir: algo de morfina, algún medicamento raro y de nombre amenazante, la presentación en gotas de un psicotrópico conocido; entre el lino y el entarimado del pequeño Perico fornicante encontré otro par de recetas, un recibo y un estado de cuenta a nombre de Taylor, con domicilio en Detroit, y por la friolera de dos y medio millones de dólares. Me tallé los ojos para comprobar el saldo y la fecha: hacía apenas dos meses que su cuenta del Chemical Bank estaba tan saludable.
Me levanté mareado por un vaso de agua, la boca reseca por la incongruencia de la situación. Bebí el agua y me dieron ganas de vomitar, salí a la baranda del patio que me quedaba más cerca que el baño y eché la pota sobre el jardín. No me sentí mejor, pero aun así preferí volver a la mesa y seguir revisando las cajas hasta que no me cupo duda: otros tres saldos y un recibo más del Meadow Museum me convencieron de que Taylor no había muerto pobre, sino millonario, de modo que, ya en plena paranoia, pensé lo peor en relación con los Kruszewski.
Un fuerte espasmo me obligó a sentarme en una silla y a vomitar otra vez. El vértigo aumentaba y se acompañaba ya de un sudor desagradable, cuando de pronto bajó
–Lo siento, señor, no nos quedó otro remedio- me dijo. –Mi esposa y yo estamos en la ruina y, por disposición del señor Taylor, esta es la única forma de garantizarnos una vejez sin dificultades. Lo siento, de verdad.
–No sé de qué me habla- balbucee con dificultad, ya sin aliento.
–El señor Taylor no quiere dejar cuentas sin pagar, el señor...
Se abrió la puerta del vestíbulo, escuché la voz de Taylor, pero ya no veía nada...
–Ayúdame, Taylor, ayúdame…- alcancé a decir.
–Que te ayude Sharon cabrón. Que te ayuden estos señores, que yo no estoy aquí- contestó.
Y dicho esto el Sr. Kruszewski me inyectó una sustancia que me quitó el dolor y me hizo dormir por mucho, mucho tiempo.
5 comentarios:
Me recuerdas a Tolstoy y mis lecturas de los domingos de frio esperando que callera la tarde y un cafe en la mano izquierda, me trajiste el aroma de un cafecito alla por av. chapultepec. Imaginate que drastico cambio en estos 110 f de temperatura. Salidos
Juanito, me temo que el café se ha enfriado y pasará mucho tiempo antes de que podamos volver a respirar su aroma beatíficamente. Tolstoi ha sido, con seguridad, el escritor más cristiano de la historia. Por eso hace frío por aquí...
He descubierto que tengo algo que comentar respecto a este mensaje:
http://sites.google.com/a/ajiems.org/academia-de-matematicas/home
Que se divierta.
No sé qué resultó más escalofriante: si el evento, si la redacción de la invitación ("atravez" en vez de "a través" o "continúa" en vez de "continua"), si la lista de patrocinadores o el hecho de que simultáneamente yo asistiera a otro congreso que no por ser en Constantinopla fue menos católico... In hoc signo vinces...
Pues de algo estoy seguro, llegar a Constantinopla desde la falsa Valencia es mucho más fácil que llegar al CUCEI desde el Mogote.
Tuve que caminar 20 minutos hasta la parada del autobús alimentador, transbordar al Macrobús en Fray Angélico, luego tomar el 644 en Revolución y finalmente atravesar el CUCEI de lado a lado para llegar al auditorio Díaz de León.
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