viernes, julio 30, 2010

Ciencia meridional

Era bien conocida la afición del Dr. Pardon a jugar bromas pesadas empleando todos los medios que la burocracia académica ponía a su disposición, aunque ahora algunos estudiosos comprenden que se trataba de experimentos perfectamente planeados: llevar al extremo la redacción de cualquier comunicado o solicitud, regodearse de exhibir inconsistencias graves en convocatorias y procedimientos, publicar artículos con datos enteramente falsos en revistas de prestigio para luego someter –bajo pseudónimos diversos- la reseña que los contradecía con lujo de detalles, incluir autores inexistentes en sus mejores trabajos a los que no pocas universidades ofrecían puestos de investigación inmejorables, agrupar la oposición en contra suya por medio de correos electrónicos anónimos o abusar hasta extremos increíbles de sus estudiantes menos habilidosos. Por no hablar de su excelencia en la falsificación de documentos y las apuestas de riesgo razonable. De este amplio repertorio, la estancia española de Luis Gala fue, sin duda, una de sus mejores canalladas.
Pardon sostenía que poco podía esperarse de la ciencia en los países meridionales, menos aun en España, “una mezcla de necedad gamberra, superstición vulgar e insuperable chulería, cocinada por al menos un milenio de oscurantismo”. Espíritu científico donde los haya, Pardon propuso a sus más cercanos estudiantes un experimento para comprobar su tesis: buscar un desempleado con preparatoria terminada sin mayor formación científica y enviarlo a España para una estancia corta bajo uno de los nombres falsos empleados en sus artículos. Aseguraba que nadie notaría la diferencia y, más aun, que de la estancia surgirían publicaciones, algún acuerdo institucional, seguramente un intento de continuar la colaboración y, quién sabe, alguna oferta de trabajo para el inexistente Luis Gala. Pardon se encargó del trámite frente a la Universidad de Sheridan, pagó un pasaporte con el nombre que quería en el mercado negro y seleccionó a un tipo al que conocía de algunas conferencias internacionales por su inglés espantoso para pedirle encarecidamente que acogiera al profesor Luis Gala que, por su origen hispano, tenía interés en colaboraciones con “la madre patria”. García Pedro, naturalmente, mordió el anzuelo.
Nunca supe el verdadero nombre de Luis Gala, pero sus hazañas en España fueron legendarias: dos artículos que indudablemente no escribió él y que Pardon tampoco le proporcionó (si bien llevaban su nombre), una presentación de resultados en que no faltó el intercambio de preguntas y respuestas, la oferta de permanecer otras seis semanas a cambio de que diera un seminario (lo que, increíblemente, aceptó) y la asistencia a una conferencia técnica donde presentó un póster del que algunos visitantes coligieron que se trataba de un trabajo estudiantil (mentira: lo escribió completo García Pedro que ya era profesor titular desde hacía al menos seis años). Otro profesor invitado (quién sabe si en sus mismas circunstancias, en todo caso un farsante) le invitó también a su universidad bonaerense.
Así empezó la carrera de Luis Gala. Porque lo que no previó el Dr. Pardon fue que el desempleado se sentiría a gusto en aquel ambiente donde todo era llenar formularios y solicitudes, asistir a conferencias y mezclar ingredientes ininteligibles con aire de quien todo lo comprende. Consciente de que su nombre ya tenía siete publicaciones importantes en los últimos tres años, conocedor astuto de los índices que todas las burocracias académicas del mundo empleaban para medir el mediocre desempeño de sus acólitos, Luis Gala no dudó en convertirse en mercenario académico proponiendo cosas disparatadas y saltando siempre de un sitio a otro con credenciales dudosas a las que sólo amparaban los siete trabajos originales –todos de Pardon- con los que no había tenido nada qué ver. De Valencia a Buenos Aires. De Buenos Aires a Lima. De Lima a Libia. De Libia a Irán. Especialmente los países más inverosímiles tenían el dinero y la credulidad necesarios para pagar sus extravagancias e ignorar los empeños de Pardon.
Porque el lógico matemático de la Universidad de Sheridan, una vez consciente de que aquello se había salido de madre intentó poner al rebelde en su sitio, denunciándolo. Inútilmente: García Pedro no iba a aceptar que se le exhibiera públicamente como un imbécil e hizo causa común con Luis Gala defendiendo sus colaboraciones y acusando a Pardon de padecer “la envidia de quien ya vio pasar su hora y ve a los más jóvenes tomar la estafeta”. El bonaerense, hizo lo propio con extraordinaria vehemencia, de hecho Luis Gala no volvería a España, pero sí repetidas veces a Argentina. Algunos estudiosos consideran que esto empujó a Pardon a publicar las sesiones privadas de su grupo y largarse para siempre de la academia. Cuando se le preguntó en Chico, Wyoming por su definición de idiotez, ya de lleno dedicado a la Real Science Society que él mismo fundó, Pardon declaró: “El punto quedó más que probado: todo comenzó en España”.

lunes, julio 19, 2010

Dos corazones

Cuando Luis Gala se instaló en el escritorio restante de mi oficina, no lo agradecí, no por nada relativo a su persona –aunque objetivamente también había razones de este tipo- sino porque a nadie le gusta compartir diez metros cuadrados con alguien más. El mexicano venía mal rasurado y con la ropa desgastada, aunque parecía limpio y atento, dueño de una sonrisa torva que parecía costarle mucho esfuerzo, rara vez iniciaba una conversación, pero bastaba hablarle un poco para que se soltara imparable con toda clase de meandros discursivos y retóricas imposibles, sudando como quien no controla la lengua o padece una vergüenza inexplicable. El jefe del departamento dijo que sólo estaría con nosotros seis semanas. Aguantaría.
Yo también estaba de visita en aquella universidad española aunque por más tiempo: los recortes del ministerio argentino no dejaban más opción que otros países iberoamericanos y ¿a dónde iba a ir sino a España? Me acompañó Claudia con un acta de matrimonio falsa que se tragaron en el consulado y hubo que sacar toda clase de permisos sanitarios porque ella se empeñó en traer a su perro Videlón, un french-poodle gris y nervioso que tardó una semana en adaptarse al nuevo clima y reanudar sus hábitos. Claudia pensó que el histérico animal se moriría (yo lo desee), que tal vez el vuelo lo había dañado irremediablemente y no volvería a levantar cabeza. Buena parte de los pocos euros que traíamos los gastamos en veterinarios durante los primeros días y si al principio desee enterrar a Videlón en la madre patria, la falta de sexo y la creciente abulia de una Claudia cada vez más preocupada me fueron empujando a buscarle remedio y salvar al animal. Por mi propia tranquilidad y no menos importante desahogo, desde luego.
Al principio Luis Gala llegaba antes que yo a la oficina, lo que si bien no pasaba de un mero detalle me fue resultando cada vez más antipático. Decidí llegar antes que él y por un par de días Claudia me preguntó por qué me levantaba media hora antes de lo habitual. No recuerdo lo que le dije, pero no fue la verdad. Mis esfuerzos fueron insuficientes: en ambas ocasiones Luis Gala estaba ya ahí con su sonrisita esquiva y sus ademanes afectados, fingiendo cordialidad cuando se veía claro que nos tomaba a todos por unos irredentos idiotas. Luego intenté irme después que él, pero por más que esperé hasta avanzada la tarde el pelotudo no se largó. Había apagado mi celular para que Claudia no me interrumpiera obligándome a darle explicaciones delante del mexicano, y como era de esperarse, de vuelta a casa, Claudia me echó en cara mi retraso con una discusión bizantina que un recuperado Videlón completó con una docena de bien distribuidos ladridos. Me quedé sin cenar. Y sin sexo, claro.
El trabajo iba mal. No es que esperara otra cosa de esta estancia, pero mirar todo el día a Luis Gala escribiendo con fruición y aire concentrado mientras mis ideas no cuajaban como era debido me ponía los nervios de punta. A veces el mexicano alzaba la mirada por encima del monitor y me sonreía no sé si hipócritamente o con burla, sin decir nada torcía la boca y volvía a su desenfrenada adicción laboral. Sin soportarlo, no fueron pocas las veces en que decidí interrumpirlo con un comentario tópico e incidental como el fraudulento clima mediterráneo (una mierda) o la vocación científica de nuestros países (inexistente), pero semejante acción siempre traía una cola peor para mí, pues Luis Gala hablaba entonces hasta por los codos dejando poco margen no ya para cortarlo, sino hasta para ir al baño. Lo que tenía que decir no me interesaba particularmente, de modo que intenté ser un poco más brutal en mi trato con él para ver si así reaccionaba, haciendo gala de los amigos que venían a buscarme (meros conocidos) o echándole en cara el contraste entre su muy miserable soledad y las satisfacciones (exageradas) de mi vida con Claudia. Con sorna le sugerí prestarle a Videlón, lo que declinó razonando por diez minutos sobre la relación entre las mascotas y la decadencia occidental. No parecía inmutarse.
Su actitud con el jefe del departamento era más mesurada. Hablaba poco y asentía, soportaba pacientemente un tratamiento paternal que a mí me parecía aberrante y no le importaba que el crédito se lo llevasen otros. Conmigo el jefe era distinto, parecía no conceder la menor importancia a que nuestros proyectos estuvieran detenidos por semanas y nos invitaba a Claudia y a mí a comidas y paseos por las cercanías, junto con su familia, naturalmente. Este tratamiento generoso, lejos de alegrarme, me causaba una extraña envidia hacia Luis Gala y la sensación de estar siendo tratado como mero bufón de compañía, como si en el trabajo nadie esperase realmente nada de mí que no fuera ver el fútbol los fines de semana con mi jefe, reír con las gracias de sus niños o escuchar las risas de su esposa hablando con Claudia en la cocina. ¿Qué haría el mexicano los fines de semana? Misterio.
Para tenerlo más vigilado y conocer mejor al enemigo, a las tres semanas lo invité a nadar. Aceptó de buena gana sin ahorrarme la narrativa pormenorizada de su desencuentro con todos los deportes. Yo no acostumbraba hacer natación y Claudia se extrañó que por las tardes llegara un poco después de lo habitual por ir a la piscina. Pensó que era mentira y me acompañó en una ocasión, llegando por sorpresa. Se limitó a vernos desde las gradas luego de que los empleados le explicaran que no había forma de dejarla entrar al agua con Videlón, por muchos certificados sanitarios que esgrimiera. Tampoco aceptaron encerrar al perro en uno de los casilleros. Luis Gala tenía mala técnica, pero la misma terquedad que exhibía en el trabajo: iba y venía sin parar mientras yo tenía que detenerme de vez en cuando para coger aire y mirar con rabia lo que el mexicano hacía sólo por humillarme. Las visitas a la piscina fueron haciéndose más escasas con el pretexto de que a Claudia no le gustaba dejar solo al perro ni limitarse a mirarnos. Una mentira estúpida que hasta Luis Gala debió disfrutar enormemente aunque disimulara con su cordial sonrisita de siempre.
Luego lo invité a cenar. Claudia prepararía pesto y atún, yo compraría una botella de vino barata porque al fin y al cabo los mexicanos, me dije, no eran franceses. Luis Gala pareció entenderse maravillosamente con Claudia y yo asistí a una cena que no quería ofrecer provisto solamente de monosílabos y poniéndome borracho con dos vinos baratos: el mío y el que trajo el invitado. Indigesto, tuve que vomitar con una urgencia que no esperó al retrete y luego apartar a Videlón que ya daba cuenta de la alcoholizada mezcla de cena y jugos gástricos. Claudia me obligó a meterme en la cama luego de recriminarme por el desaguisado y yo no tuve objeción en dejar al par hablando en el salón. Videlón se quedó a dormir conmigo con sus barbas tiesas y malolientes. Apenas me enteré cuando Claudia entró en la cama poco después, temblorosa.
En los días que siguieron aumentó el trabajo, pero no los resultados. Claudia salía a veces con Luis y a mí me parecía bien tener un poco de tiempo libre. Por primera vez llegué antes que el mexicano. A una semana de que se fuera, creí estarlo venciendo, me sentí superior y satisfecho cuando el jefe del departamento fue a buscarlo un día y pude decirle que no lo había visto por ahí. Luego, cuando me percaté de que había pasado tres noches seguidas sin follar y que a Videlón no le habían llenado el plato de comida por la mañana, monté en cólera y llamé a mi mujer. Saltó el contestador: llama al número de Claudia y Videlón, deje su mensaje, ¡chao! Salí furioso del departamento a buscar a mi mujer por la ciudad. Evidentemente no la encontré. De regreso a casa, agotado por el calor nocturno, los infinitos intentos de llamarle a su celular y las largas horas de caminata, me encontré a Luis Gala en los jardines del Turia.
Sin sorpresa, descubrí que ya no estaba enojado. Ni siquiera le pregunté por mi mujer. Entre los árboles y arbustos, en las bancas y los puentes viejos que antes cruzaban el río, abundantes sombras iban y venían como zombis enloquecidos. El mexicano no me dijo nada y me abrazó. Con lágrimas en los ojos, permití que me llevara a un rincón y me sodomizara. Luego me pagó un taxi a casa y, ausente como me encontraba, pude ver su torva sonrisa mientras me decía adiós con la mano.
Claudia dormía en la habitación con el perro a sus pies. Al sentir mi presencia encendió la luz y desperezándose me miró. Nos miramos. Luego ambos dijimos al mismo tiempo “Tenemos que hablar”. Y comprendimos que todo estaba dicho: Luis Gala, una vez más, había ganado.

jueves, julio 01, 2010

Miedo

"¿Pero por qué has vuelto? México se va al carajo sin remedio"
Los detectives salvajes, Roberto Bolaño.


Un día antes de irse, al caer la tarde, anduvo varios kilómetros más allá del periférico por avenidas grandes y muy transitadas mientras soplaba un viento atroz y caliente cargado de polvo y mierda. Lo habitual: perros muertos y basura. Lo acostumbrado los domingos: una pandilla de borrachos apretujados en una ruidosa camioneta se detienen a punto de atropellarlo, le gritan entre risas e insultos y enseguida desaparecen haciendo chillar las llantas.
Cuando recupera el aliento no puede pensar en otra cosa que no sea el 16 de abril de 1994 en que luego de comprar una cajetilla de cigarros se puso a fumar mientras esperaba la llegada de sus amigos para entregarse a la toxicomanía burguesa que tanta euforia le procuraba en sus días universitarios. Ellos llegaron en la camioneta del Abuelo ya entrados en calor por unas cuantas cervezas, algo agresivos y con los ojos vidriosos.
–¡Ándale pinche Menón, súbete!- gritó el Abuelo por encima del ruido de la banda sonora de En el nombre del padre puesta a todo volumen.
El espacio en la cabina siempre parecía más grande tras los vidrios polarizados: Maya, Gigio, el Tata y el Negro estaban entregados a una fiesta loca preparando cubas con hielo y limón, encendiendo cigarrillos, trazando delicadas rayas de coca. Avanzaron a lo largo de la avenida Patria rebasando coches con temeridad, trepando a la banqueta cuando convenía, insultando transeúentes, arrojando hielo por la ventana, gritándoles ciegos a los ciegos que esperaban el paso en una esquina cogidos de una mano y con el bastón en la otra. La gloria.
El Abuelo decidió aventurarse más allá de la Calzada mientras Maya se burlaba de todos nosotros diciendo que íbamos a buscar travestis. En el tocadiscos pasábamos de los Caifanes a U2, de Bob Marley a Héroes del silencio. Como no se acabaran las calles del Sector Libertad decidió dar la media vuelta no sin antes pararse a echar una meada. Recargado sobre la camioneta, en medio de la obscuridad, el Tata vomitaba para luego gritar abrazando al Negro y al Gigio "¡Hey, putos! ¡estos son mis amigos!".
Y el Abuelo le dice "Menón, ¿a dónde vamos a ir?".
Y sin dudarlo le contesta: "A la universidad".
Con las luces apagadas cruzan el umbral y descienden luego de estacionarse por la facultad de ingeniería. Gigio entra a un aula y decide cagarse encima del escritorio. Maya y el Negro no pierden más el tiempo y se dedican a coger en la tercera planta. El Abuelo y él se ponen a fumar mariguana, relajados. En un arranque que se pretende visionario, el primero le dice:
–Vas a ser un pinche licenciadillo como mi padre, Menón, igual de puto. Te va a ir bien.
–No te creas.
–Así va a ser.
–No te creas.
Media hora después están en la calle y chocan contra un árbol. Con uno de los rines chueco y el susto de haber visto pasar una patrulla de tránsito por ahí, alcanzan a llegar a casa de Gigio, donde su hermana Pamela se levanta a prepararles unos tacos dorados. Maya y el Negro ya se han ido, naturalmente, sin avisar a nadie. Hay llamadas en la madrugada, gritos al teléfono, llantos. Por la mañana emprenden el camino de regreso a sus casas.
La ciudad continúa cuando el día y sus fuerzas se han agotado. Se detiene y piensa "He perdido", luego da la media vuelta y emprende el camino a casa. Hay maletas que preparar, tal vez matar el tiempo en ese programa de comedia argentino que han puesto en la tele, también cenar sería bueno. Y leer un poco, aunque no cree poder conseguirlo.

Al día siguiente decide no ir a ninguna parte. Escribe.