sábado, enero 26, 2013

Morir en Santa Teresa

Ahora que la enfermedad ya pasó, no puedo dormir. Desaparecieron las fiebres y el dolor de huesos, la piel ha dejado de arder al contacto con las sábanas y el apetito vuelve a ser posible sin echar la pota, pero el sueño se me ha estropeado por completo haciéndome las horas largas e insufribles. A la duermevela activa de las noches delirantes le ha sucedido un silencio como de tumba que en no pocas ocasiones me ha hecho preguntarme si estoy vivo o muerto y si de verdad tengo un amor como dicen que tengo y si acaso queda algún amigo por ahí porque tengo la sensación de no haber visto a nadie en mucho tiempo.
Me preocupa la amistad. Antes de caer enfermo recuerdo haber frecuentado algunos personajes y haber hecho algunos sacrificios. No fui bien entendido y aun estoy seguro de haber sido tenido por imbécil en este extraño páramo de Santa Teresa en el que una tarde obscura intenté hacerme de lealtades y acabé en cama, temblando de escalofrío, imaginando que vendrían por mí para llevarme en un catre tirado por mulas de nuevo hasta la casa de mi madre, donde me recuperaría y volvería a ver la luz. No vino nadie y si acaso hubo alguien al lado de mi cama no reconocí su rostro, se sucedieron las noches como si se brincasen los días y no estoy seguro de haber acudido a la oficina ni de haber sido echado de menos en aquel cubículo de expectativas agotadas y ventanas grises.
Debe ser la vejez, que es insomne. Cuando dormía lo hacía confiado en la juventud de los otros que hipócritamente me obsequiaban con aire coloquial, mimando mis necesidades, saludando mis desprendimientos, serruchando con esmero los cuatro pilares de mi casa. Cuando finalmente enfermé la luz llevaba ya tiempo apagada y en la cocina sólo había una torre de trastos sucios que ya no tuve fuerzas para lavar. Había iniciado mi vuelta dolorosa a los brazos del tiempo, un retorno involuntario producto de los falsos afectos que no se sostuvieron y las alegrías planeadas que no se concretaron y los entusiasmos sinceros que la juventud preciosa y encargada tan sólo de sí misma no tuvo dificultad en aplastar como a un mal sapo. Estoy viejo como al principio, ese es el saldo.
Es inútil que quiera morirme, me digo, aunque tanto desee el verdadero silencio y tanto me apetezca el esquema de una desaparición por agotamiento. Demasiado temprano para retiros y bastante tarde para creencias (pero esto ha sido así desde siempre y no cuentan los momentos de alucinación por mucha compañía que tuviera y mucho camelo que fuese el amor: claro). Es inútil que eleve plegarias o quejas porque ya no habrá respuesta (oídos nunca los hubo) y como no tengo pistola ni sabría dónde dar una buena cuchillada, tendré que arreglármelas desde esta obscura inmovilidad sin contar siquiera con la colaboración del amor que me quiere devorar vivo y muy lentamente y no facilitará, por tanto, una buena sobredosis de barbitúricos para inducir un sueño firme, pero irreversible.
Como en la luz, también por la noche de Santa Teresa habrá que caminar solo.

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