martes, enero 29, 2013

La risa

A diferencia de los chavos de provincia, no tuve yo escasez de argumentos ni propensión a más engaños que los que mi propia retórica pudiera garantizar. Abundaba la información en libros y revistas, en bibliotecas y medios audiovisuales, en programas con locutores de excelente dicción y no escasa sesera, por radio, televisión e internet, cable, antena y hasta dvd pirata. Además era siglo veintiuno y tengo para mí que los estirados páneles de discusión con psicólogos de lentes cuadrados y ojos gelatinosos, trabajadoras sociales que apenas contenían las ganas de salir a tragarse una torta de tamal y travestis de diseño con visibles problemas de anorexia, eran cosa del pasado, un tiempo en el que todavía era vendible la discusión por parte de "expertos" del tema de la homosexualidad con el trasfondo de siempre sobre el derecho o no al placer; previsiblemente todos decían que sí, que cabía tal derecho; todavía más esperablemente algún sacerdote o paleto de las juventudes católicas completaba el cuadro diciendo que no todo era permisible y futuros conservadores se lanzaban a completar el guión con argumentos especiosos y uno que otro insulto. Viejos tiempos, ya digo. Retóricos, aburridos hasta la náusea. Quizá sólo de exploración y muy posteriores a los ayatólicos de ostracismo, discreción y torpeza.
Pero toda reiteración ociosa termina por aburrir y aquella, pese a mi homosexualidad de niñato, no era mi discusión. Aun sin cumplir veinte años tenía el rol bien asumido, la indumentaria negligente y la actitud más o menos abierta de quien no confunde orientación sexual con narcisismo. Nunca me sentí superior ni especial ni diferente, aunque comprendía que aun quedaban personas susceptibles en el mundo y alguna vez, admito, cedí a la tentación de burlarme y hacer pasar bochornos a los mojigatos. Pero no fue la intención de causar escándalo lo que me hizo acostarme con Caro Fora, el viajante de comercio que conocí en Plaza de la República y que aun doblándome la edad no tenía empacho en besarme en público y aun meterme en su habitación de hotel para mayor murmuración de los empleados de la recepción y de los varios botones de avanzada edad cuyas miradas recorrieron cada costura de mi pantalón rojo y cada variación del mechón naranja de mi cabello, hasta verme desaparecer en el ascensor. Fue atracción, desde luego, de la muy documentada entre hombres viejos y jóvenes imberbes, una atracción peligrosa para estos tiempos hipócritas que se empeñan en vigilar la voluntad de sus súbditos; pero a esta trivialidad he de añadir el dato de excepción: mi extraña capacidad para adivinar en Caro al adolescente detrás del tono o la mirada, en el fondo de aquel cuerpo sudoroso y bramador, palpitante; su extraña habilidad, también, para borrar nuestras fronteras haciendo horizontal lo que a ojos de todos los que nos vieron en esos escasos días no admitía equiparación alguna. Nos acompañamos, ya lo creo. Cabalmente.
Ya está dicho: en toda clase de medios está consignado el conocimiento sobre el más mínimo aspecto de la vida homosexual, vale, incluyendo todo sobre las implicaciones de meterse a la cama con figuras de autoridad cronológica o formal, con el padre o el tío, con el maestro o el médico, relaciones cuajadas de peso psicológico y aun exageración por su turbadora carga de edad y carnes en decadencia. Sospecho que todo esto es más invento de los adultos que de los adolescentes, uno de esos ejercicios que de pronto hacen los que no pueden con sus culpas y creen poder domesticarlas por medio de su pormenorizada consignación y análisis. Pero yo no necesitaba pretextos ni razones para empapar las sábanas de Caro y salir luego con él a pasear por esta ciudad que él sólo visitaba y que yo recorro ahora como acompañado por su fantasma, una extraña sombra conversacional cuyo hilo no rompen los tianguis improvisados del centro ni los franeleros de las esquinas con sus monas ni el organillo melancólico de la Alameda ni el ruido de platos y vasos de la pulquería. Me acompaña aun, no sólo entre las piernas con ese eco morfológico de la penetración que se retira ni sólo en los labios que no dejaron de besarse como sólo lo hacen los homosexuales que se aman eternamente hasta la noche, sino también con la risa, su risa, que quebraba de golpe su tristeza (yo no la conozco como él) y la seriedad del porvenir (que sólo intuyo).
Caro Fora insistió en que visitáramos este mural que ahora me toca mirar por mi cuenta, solo. Fue la mañana en que nos despedimos y paradójicamente no se ocupó tanto de la obra como de mis labios y mi cuerpo. Me estrechó contra él, con su olor a Rosa Venus de los varios días transcurridos en el cuarto de hotel, me miró contemplar el mural tan absortamente como si yo fuese el objeto, me pasó sus manos por las mías y no dejó de tomarme por la cintura. Los guardias del museo no se atrevieron a molestarnos, pero era claro que censuraban el asumido abuso del que él me hacía objeto. Se lo comenté y se echó a reír a carcajadas. "¡Pero claro que es un abuso, niño!", me dijo, "¡qué novedad!". Y le conté varios de sus dientes blanquísimos.
Yo creo que decía la verdad y aquello era un abuso. Yo creo que no debería proporcionar habitación, así fuese temporal y peor si es placentera, el nómada profesional. Si lo tuviera enfrente, maldito viajante de comercio, le preguntaría: ¿qué es para ti extrañar?

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Jajajajaja buena...

"y entre confusión y prisa me ha surgido una gran risa, era bella su sonrisa...
todo el mundo ama a Isabel"
Loquillo

Miguel Ángel Bernal Reza dijo...

Deje ya a Loquillo descansar, Lord Von Mogote: la música no endereza entuertos y, mucho me temo, ni siquiera los adereza... La noria sigue descompuesta y la tele apagada.

Anónimo dijo...

posiblemente Caro, el viajante de comercio, siga esperando el regreso a la plaza de la republica para un reencuentro sexual, ocasional y ser despertado a las 4 de la mañana con una llamada sumamente subliminal, un paseo por el metro en calzones y volver a reflejarse en ese espejo donde miraron sus cuerpos penetrandose...

chenlina dijo...

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