Para huir de
los testigos salía de su casa las mañanas de domingo hasta el mirador de la
Barranca de Huentitán, donde al menos los cantos del templo católico le
resultaban tranquilizadores delante de aquella hendidura en la tierra —amarilla
en invierno y verde en verano— que desde niño solía recorrer no tanto por
razones deportivas como por el placer de beber lechuguillas heladas al volver a
la superficie, mientras el cuerpo irradiaba un calor vivificante y los
vendedores de yogurt y hierbas anunciaban a gritos su mercancía.
No es que
tuviera nada en contra de los testigos, qué va: leía con avidez sus revistas y
alguno que otro libro que dejaron al pasarse por casa, pues le recordaban su
infancia y a veces le arrancaban risas por alguna ilustración excesivamente
boba u optimista. Después de todo no quedaba mucho qué leer en aquella casona
que su tía le había heredado al morir y por cuya ocupación apenas pagó renta
mientras ella estuvo en vida. Pero si antes los recibía en la sala y aun
hablaba con ellos deseoso de meterlos en aprietos o aprender algo en el envite,
si luego los recibía representando un papel aquiescente o como adalid de la
intransigencia (pero en todo caso retórico, como quien encuentra placer en ser
otro por unos instantes), ahora ya no toleraba ni ilusiones ni ensayos
teatrales, quizá porque la pérdida de las primeras resultaba demasiado dolorosa
y tardía como para retomarlas sin experimentar vergüenza, quizá porque para los
segundos hay que tener un ánimo lúdico que no resiste el paso del tiempo ni la
invariancia de su objeto.
De niño y
adolescente sí, por supuesto, no sólo los pasaba a casa para irritación de su
madre —los cuadernos de la secundaria en la mesa, el ruido de la lavadora
manual desde el patio, el murmullo de sus hermanos jugando a los carritos o las
muñecas— sino que les concedía la oportunidad de responder plausiblemente a las
preguntas que ellos mismos formulaban. Porque eso era innegable aun hoy en día:
se hacían toda clase de preguntas que su familia despachaba con desdén y que el
padre Sergio —que a veces oficiaba en la cochera de la casa conforme a un
calendario vecinal— no formulaba jamás. Que si el origen del universo estaba en
consonancia con lo que decía la Biblia, que si la muerte era el fin o había un
más allá, que si se puede hablar con los muertos o el Diablo gobierna el mundo,
todas cosas muy interesantes cuyas respuestas jamás estuvieron a la misma
altura. Una lástima, porque casi parecía un método científico, una deducción.
Parecía que la armonía total era posible y que al final habría un paraíso de
verdura donde niños rosados y ancianos bondadosos vivirían eternamente en la
abundancia.
'Qué
aburrición', piensa para sí mismo delante de la hendidura en transición
(cayeron las primeras lluvias de las cabañuelas de invierno, hasta esta orilla
llega el murmullo de los feligreses católicos dispersándose tras la misa),
'debí haber sabido mucho antes que sí hay preguntas necias, que el mundo
concreto también merece atención. No estaría aquí solo, pensando estupideces,
sin mi esposa y sin mi hija, la primera lo suficientemente normal como para no
plantearse nunca más inquietudes que las de poner algo de comer sobre la mesa,
la segunda demasiado pequeña —y cada vez más parecida a su madre— para
plantearse nada'.
Los testigos
aguantaban bien las majaderías de su madre ('Ya basta, él tiene tarea qué
hacer, ¿saben?' o 'Voy a barrer aquí, háganme el favor de largarse'), pero a él
le ponía de mal humor semejante incapacidad para discutir, tal desinterés por
las cosas trascendentes. 'Parece que a mamá sólo le importa parir y destapar el
baño', se recuerda pensando en su cuarto con la cara larga apoyada en sus manos
y la ropa acumulada en un rincón donde dos de sus hermanos se atrincheran para
jugar con soldaditos de plástico.
'Viene a
buscarte ese niño maricón', anunciaba su madre con displicencia, 'no me gusta
nada que te juntes con él'. Entonces salían juntos a caminar por los parques de
la colonia y hasta el mirador de la Barranca; pasando por delante de la
secundaria decían, por ejemplo:
—Vinieron los
testigos otra vez. Dicen que a Dios no le gusta que hagamos honores a la
bandera, ¿ves? ¡debería darte gusto que a pesar de tus calificaciones no te
dejen entrar en la escolta!
—No me dejan
entrar porque estoy muy alto. O porque no me llevo bien con el maestro de
deportes, qué se yo. En todo caso yo creo que nuestra iglesia está bien. Tú
nada más fíjate en el padre Sergio: vive como pobre, apenas si se viste con
ropa desgastada, pasa todos sus días organizando caridades para drogadictos y
desempleados. Los testigos son para ricos, son sectas.
—Pues hay
muchos pobres entre ellos, ¿cómo crees que le hacen?
—Todos los
ricos necesitan gatos, gatos que distribuyan, por ejemplo, los muchísimos
libros y revistas que hacen, ¿te has fijado?
—Muchos. Y muy
interesantes, luego te presto uno.
—¿A mí? Por
favor, ¿quieres que cambie de religión o vas a cambiar tú? No deberías, ¿no ves
que los protestantes son más cerrados que los católicos? Nuestra iglesia es
universal, consiguió que desapareciera el comunismo y...
—No, no pienso
cambiar de religión. No le veo caso. Pero es interesante hablar con ellos, ver
cómo piensan los otros.
Echaba de
menos aquellos diálogos atarantados de adolescentes inquietos por lo intangible,
pequeños dictadorzuelos que pretendían desterrar la duda y la contradicción de
sus respectivos reinos, arrojarla al fondo de la hendidura unas veces verde y
otras amarilla para que fuese arrastrada por las aguas negras del río Lerma. Hoy,
en cambio, convivía con ellas diariamente y apenas notaba su presencia: cada
vez más robusta, la duda; cada vez más sana, la contradicción. Eran las únicas
compañías porque el trabajo ya no daba para amigos, el niño maricón se fue al
norte, y se fueron la esposa y la niña a unas cuadras de ahí con los padres de
aquella.
Los testigos,
en cambio, siguieron viniendo religiosamente, aguantando sin chistar que él
entreabriera la ventana, tomara su material al tiempo que daba los buenos días,
y se despidiera dentro de la casa como un fantasma. Ahora ya simplemente deslizaban
las revistas por debajo de la puerta mientras él paseaba por la hendidura unas
veces verde y otras amarilla, pensando en que el sello de los tiempos pasados
no es un paisaje más despejado, un campo cultivado de jícamas donde ahora hay
un montón de casas, un puesto de fruta picada en la esquina donde ahora hay un
supermercado con estacionamiento; no, el cambio en el paisaje es irrelevante.
Lo que de verdad demuestra el envejecimiento es que la tierra se vaya sobrepoblando
de seres desconocidos entre los que se pierden aquellos que nos hacían
compañía. ¿Dónde andarán? ¿Por qué todo mundo es nuevo aquí y sólo yo quedo
como testigo de lo que fue?
Al volver a casa las
mismas preguntas impresas. Ninguna respuesta.
domingo, febrero 23, 2014
domingo, febrero 09, 2014
Trópico de Cáncer
Otra vez se
acumula el tiempo sin enamorarme; no debería lamentarlo. Los últimos episodios
estuvieron revestidos de ridículo y desproporción. Fue hace años o muchos
meses, ya no recuerdo, quizá cuando era joven. No se me malentienda: sé que
estuve enamorado porque hice anotaciones y tengo buena memoria, pero no
recuerdo el enamoramiento en sí. Ya no logro repensarlo, recorrerlo, menos aun
sentirlo. No es como la prolongada luz del alba de los veranos boreales, que
puedo encender en mi cabeza a voluntad aunque ya tenga lustros sin cruzar el
trópico de Cáncer. No. Es más bien una incomprensión pasiva, alelada, la que
ocupa mi cabeza cuando trato de recordarlo, una incomprensión sin objeto. No le
dan concreción las personas de las que estuve enamorado por mucho que recuerde
sus rostros o aun las trate —ya desapasionadamente como hace uno con la gente
que da por sentado: los desconocidos en su totalidad y casi todos los que nos
hacen rutina— porque se me aparecen objetivas y planas, asequibles por el
intelecto que las desmenuza y enumera, pero que no las puede sentir nuevamente —aunque
sólo fuese para recordar— con el ascua irracional del enamoramiento. Las
personas de las que estuve enamorado se reducen a palabras en un expediente.
No diré que la compañía abunda, pero la soledad es ya un sentimiento foráneo, seguramente mucho más antiguo que el enamoramiento que llevo años sin experimentar. He sabido de personas que un buen día se levantan y quieren hablar con un amigo y no encuentran entre sus conocidos alguien satisfactorio; gente que de pronto desea muestras de afecto o con quien reírse, pero no tiene entre los suyos quién corresponda a sus necesidades; se sienten solas. No es mi caso: yo no echo de menos a nadie. Sería inexacto hablar de misantropía porque no rehúyo el contacto, aunque tampoco lo procure, pues para esto último hace falta una fe que, sin llegar al enamoramiento, crea en las virtudes de convivir con otras personas. Y a mí me falta, no tanto la fe, cuanto la mera necesidad de planteármela.
Dirán los aficionados a la fisiología que lo mío es falta de sexo, que he deslizado enamoramiento cuando quiero decir pasión momentánea, calentura o libido. Pero la verdad es que nunca lo he tenido más abundante ni variado. Contrario a lo que yo creía, con la edad no vino el asco de la juventud que me obligara a limitarme a cuerpos como el mío —deformes por la gravedad, con vellosidades inexplicables y colgajos varios— sino la velada prostitución de quienes desean un hombre maduro que suplante a sus abusivos padres: una afortunada coincidencia de mis apetitos con el subdesarrollo social. Recuerdo, sin embargo, épocas invertidas en que por vía de cama se dieron algunos enamoramientos, tanto o más ridículos que otros en que nunca se llegó a los sudores. Cuánta inmadurez, me digo ahora, cuando no sólo es perfectamente posible el sexo anónimo y casual, incluso gratuito —o cobrado sólo indirectamente, con mayor o menor gracia— sino que es tal vez el único deseable y el que no se da tiempo de envejecer y mutar y hacerse eufemístico o teórico, el que conserva en toda su pureza y fugacidad las dosis necesarias de depravación y lujuria. La comprensión es siempre tardía.
Dirán los sacristanes que si el sexo parece resuelto será porque lo he confundido con el amor, cuyas alturas desconozco porque de lo contrario sabría lo que es estar siempre enamorado. Pero estas son idioteces para clubes católicos cuya inopia intelectual no da para más. Como toda persona normal, yo vivo en matrimonio, sujeto a una complicidad inquebrantable, satisfecho de llegar a un lugar seguro cuando me meto a la cama. No puedo pensar en un esquema más acogedor para el amor, modo de vida que exige funcionar, lidiar con el mundo cuya existencia suspende el sexo y niega el enamoramiento, estado con la consistencia necesaria para envejecer, encajar contradicciones, amigo equidistante de la frustración y del éxito, una cosa más bien discreta y no el delirio suicida de tantas novelas mal planeadas y páginas rosas para quinceañeras.
He sabido de gente insegura que un día se levanta y dice 'se acabó', pone fin a largas relaciones, descubre que por la persona con la que ha vivido tanto tiempo ya no siente nada y se siente urgida por tal motivo a no prolongar lo que consideran absurdo o injustificado. Algunos, incluso, se disponen deportivamente a lo que llaman 'rehacer su vida'. No las entiendo. Durante siglos los matrimonios se celebraron con plena comprensión de que los inspiraba la necesidad de enfrentar la vida en pareja, no de amarse, menos aun de vivir año tras año enamorado y con el más apasionado de los sexos. 'Este es un comercio reciente más bien propio de norteamericanos', me digo. ¿Quién es tan simple como para sentir lo mismo toda la vida? ¿Quién tan histérico como para alarmarse de no sentir nada? Voy y vuelvo al trabajo. Disfruto. Siempre espero.
Otra vez se acumula el tiempo sin enamorarme; no debería lamentarlo.
No diré que la compañía abunda, pero la soledad es ya un sentimiento foráneo, seguramente mucho más antiguo que el enamoramiento que llevo años sin experimentar. He sabido de personas que un buen día se levantan y quieren hablar con un amigo y no encuentran entre sus conocidos alguien satisfactorio; gente que de pronto desea muestras de afecto o con quien reírse, pero no tiene entre los suyos quién corresponda a sus necesidades; se sienten solas. No es mi caso: yo no echo de menos a nadie. Sería inexacto hablar de misantropía porque no rehúyo el contacto, aunque tampoco lo procure, pues para esto último hace falta una fe que, sin llegar al enamoramiento, crea en las virtudes de convivir con otras personas. Y a mí me falta, no tanto la fe, cuanto la mera necesidad de planteármela.
Dirán los aficionados a la fisiología que lo mío es falta de sexo, que he deslizado enamoramiento cuando quiero decir pasión momentánea, calentura o libido. Pero la verdad es que nunca lo he tenido más abundante ni variado. Contrario a lo que yo creía, con la edad no vino el asco de la juventud que me obligara a limitarme a cuerpos como el mío —deformes por la gravedad, con vellosidades inexplicables y colgajos varios— sino la velada prostitución de quienes desean un hombre maduro que suplante a sus abusivos padres: una afortunada coincidencia de mis apetitos con el subdesarrollo social. Recuerdo, sin embargo, épocas invertidas en que por vía de cama se dieron algunos enamoramientos, tanto o más ridículos que otros en que nunca se llegó a los sudores. Cuánta inmadurez, me digo ahora, cuando no sólo es perfectamente posible el sexo anónimo y casual, incluso gratuito —o cobrado sólo indirectamente, con mayor o menor gracia— sino que es tal vez el único deseable y el que no se da tiempo de envejecer y mutar y hacerse eufemístico o teórico, el que conserva en toda su pureza y fugacidad las dosis necesarias de depravación y lujuria. La comprensión es siempre tardía.
Dirán los sacristanes que si el sexo parece resuelto será porque lo he confundido con el amor, cuyas alturas desconozco porque de lo contrario sabría lo que es estar siempre enamorado. Pero estas son idioteces para clubes católicos cuya inopia intelectual no da para más. Como toda persona normal, yo vivo en matrimonio, sujeto a una complicidad inquebrantable, satisfecho de llegar a un lugar seguro cuando me meto a la cama. No puedo pensar en un esquema más acogedor para el amor, modo de vida que exige funcionar, lidiar con el mundo cuya existencia suspende el sexo y niega el enamoramiento, estado con la consistencia necesaria para envejecer, encajar contradicciones, amigo equidistante de la frustración y del éxito, una cosa más bien discreta y no el delirio suicida de tantas novelas mal planeadas y páginas rosas para quinceañeras.
He sabido de gente insegura que un día se levanta y dice 'se acabó', pone fin a largas relaciones, descubre que por la persona con la que ha vivido tanto tiempo ya no siente nada y se siente urgida por tal motivo a no prolongar lo que consideran absurdo o injustificado. Algunos, incluso, se disponen deportivamente a lo que llaman 'rehacer su vida'. No las entiendo. Durante siglos los matrimonios se celebraron con plena comprensión de que los inspiraba la necesidad de enfrentar la vida en pareja, no de amarse, menos aun de vivir año tras año enamorado y con el más apasionado de los sexos. 'Este es un comercio reciente más bien propio de norteamericanos', me digo. ¿Quién es tan simple como para sentir lo mismo toda la vida? ¿Quién tan histérico como para alarmarse de no sentir nada? Voy y vuelvo al trabajo. Disfruto. Siempre espero.
Otra vez se acumula el tiempo sin enamorarme; no debería lamentarlo.
domingo, febrero 02, 2014
Polvo rojo
Yo conozco
estos caminos. De niño solían traerme mis abuelos de vacaciones y luego
hicieron lo mismo aquellas maestras de la secundaria con quienes trabé amistad.
Apenas puedo ver por la rendija, pero no hace falta que mire porque el olor de
estos bosques me es suficiente para saber que no estamos lejos de Uruapan, tal
vez cerca de Los Reyes por las curvas pronunciadas que estos cabrones toman a
tan gran velocidad y con esa música horrenda que nunca pude tragar. Bien es
verdad que todos aquí la escuchan, pero yo tuve mi sueño fijo en reunir dinero
e ir hasta esa ciudad que llaman Londres donde se saben usar las guitarras
eléctricas y nunca hay demasiada luz. Las penumbras de aquella ciudad son
interiores, luces reguladas y urbanas; las de este bosque oloroso son
siniestras e inquietas, como un acompañamiento de apurados fantasmas y gritos
antiguos. De vez en cuando entra un rayo de sol por entre los árboles y hace su
camino por entre las rendijas de la camioneta, entra en mis pupilas y me obliga
a cerrar los ojos. No falta mucho para la noche. Poco más para el destino.
El viejo no conducía tan rápido por la carretera, pero era imprudente. Rebasaba en curvas sin importarle lo que viniera, rebatía con monosílabos y gruñidos los gritos de alarma de mi abuela, luego se paraba en seco o volvía a su carril precipitadamente cuando se encontraba con otro vehículo. Yo los escuchaba discutir, dejar de hablarse, volver a hacerlo con la naturalidad de los matrimonios que vegetan. Y fue en mitad de la secundaria cuando ellos decidieron plantar su cruz precisamente en estas carreteras: un par de palos entrecruzados pintados de blanco con las fechas de su nacimiento y muerte apenas legibles. Todavía con las huellas del aceite derramado y la calcinación, las maestras me acompañaron al lugar del accidente a depositar flores. Me llevaron a vivir con ellas a su casa de Jacona, donde había muchos perros, un gran patio interior rodeado de columnas, tumbonas y equipales en los pasillos.
Ellas eran raras. Dormían juntas en una cama muy grande, con los perros chicos junto a ellas y los grandes a los pies de la cama. Toda la casa era un desorden de libros y cachivaches, cacas y orines de perro, tanto en el patio como en las habitaciones. Aprendí a hacer caso omiso del desorden y me ayudó mucho a ello la colección de discos de una de ellas, música británica en su mayoría, que escuchaba provisto de unos enormes audífonos mientras fingía hacer la tarea sentado en el suelo. A veces se encerraban bajo llave en su habitación por horas. A veces las visitaban hombres armados con quienes discutían acaloradamente; entonces pensaba que esos eran sus maridos y ahora que otros hombres armados me custodian me viene el recuerdo de mis niñerías y algo me da risa por dentro. Quisiera decirles que yo vivía con las maestras, que soy de los suyos, que me dejen ir entre carcajadas, pero la voz no me sale y tampoco consigo reírme por fuera porque me duelen el pecho y la espalda de tanto puntapié. Creo que ya no hay sol, solo penumbra, mientras seguimos avanzando por la carretera.
Frecuentemente las maestras hospedaban a mujeres solteras que hacían de sirvientas y que siempre venían cargadas de hijos. Con uno de ellos aprendí a fumar, con otro me puse mi primera borrachera, con otro más me calenté el cuerpo y me escapé una noche robándonos los caballos de Don Tomasito, el vecino. Quise llevarme alguno de los discos británicos, pero mi compañero de fuga me disuadió: '¿para qué quieres esas pendejadas, cabrón?', me dijo, 'yo tengo música chila'. Y desde entonces he debido escuchar música horrenda en público y la que me gusta a hurtadillas, especialmente en aquellos meses por la sierra de Sonora, comiendo hierbas para aguantar el hambre, a veces robando de la mercancía, viendo pasar cantidades monstruosas de dinero de un lado a otro, hasta que a aquél me lo mataron y quise volver. ¿Que qué había reunido? Ni un cinco.
Hemos salido de la carretera hacia una terracería en mal estado. Huele a madera quemada como en Angahuan, ese pueblo de indios con su iglesia ceniza en cuyo atrio vendimos los caballos de don Tomasito, así que no me cuesta imaginar que la tierra por la que pasamos es roja. Recuerdo a mi abuelo activando los limpiaparabrisas para quitar el polvillo rojo del cristal y a mi abuela subiendo las ventanillas mientras se cubría la boca y la nariz con un pañuelo. 'Vamos a morir', me digo enseguida en un asomo de conciencia que hace que todos los golpes del cuerpo duelan al unísono y un revolvedero de estómago me corte la respiración. 'Rojo de sangre sobre rojo de polvillo', pienso. 'Rojo sobre rojo que en la noche sólo será negro'.
¿En qué estaría pensando cuando volví de Sonora para pedir posada en la casa de Jacona? Exhausto de la travesía, hambriento, con temblores por no haberme podido meter nada en el camino salvo la polla de algunos traileros celosos de su perico que cobraban así el llevarme de un lado a otro, me brinqué la pared de la huerta bajando por un arrayán hasta el suelo. Cuidé mucho de entrar a altas horas de la noche para que todos los perros estuvieran en la habitación de ellas, durmiendo. Me metí en la letrina del huerto donde me quedé dormido hasta que me despertaron los gritos de una sirvienta por la mañana.
Las maestras me sacaron de ahí, me dieron de desayunar, escucharon mis historias y me dieron mi antigua habitación luego de ajustar las cuentas reprendiéndome tan severamente como podían por haberme ido de ese modo dos años atrás. No dijeron nada de los hombres armados que las visitaban, a pesar de que en un acto de contrición les confesé a qué me había dedicado todos estos años y podían haberme correspondido con una aclaración. No dijeron nada de sus encierros ni de que durmieran juntas ni de que hubiera tantos perros en aquella casa ni de que los libros estuvieran regados por todas partes. Nada. Y yo tampoco dije más, les ahorré detalles y me fui a acostar.
Me levantaron horas después los hombres que ahora me sacan de la camioneta en medio del bosque junto con otros tres infelices. Es una noche cerrada y las estrellas son más brillantes que de costumbre. Hace frío, lo que se comunica de manera inmediata y aguda a cada herida y golpe en el cuerpo. Han decidido dejar la música horrenda tocando en la camioneta de puertas abiertas, ya degüellan al compañero de la izquierda, ya la emprenden a balazos contra el de la derecha. Supe que en Londres hubo un destripador hace muchos años, un tipo siniestro que atacaba sobre todo a prostitutas y maricones. Alguna canción británica hablaba de eso entre chillidos eléctricos y furiosas baterías. La pasan bien ahí, en Londres, donde los destripadores dejan de matar o bien son arrestados, no recuerdo. Aquí no es uno solo, sino muchos los destripadores, como compruebo enseguida al ver caer mis contenidos al suelo mientras hago el gesto inútil de detenerlos con ambas manos para regresarlos al abdomen. Ya en el suelo, escucho la música bajar de golpe al cierre de las puertas, luego desvanecerse paulatinamente entre los siseos de las llantas que se alejan a toda velocidad. 'Me equivoqué', alcanzo a torturarme casi póstumamente: 'las maestras no eran revolucionarias'.
El viejo no conducía tan rápido por la carretera, pero era imprudente. Rebasaba en curvas sin importarle lo que viniera, rebatía con monosílabos y gruñidos los gritos de alarma de mi abuela, luego se paraba en seco o volvía a su carril precipitadamente cuando se encontraba con otro vehículo. Yo los escuchaba discutir, dejar de hablarse, volver a hacerlo con la naturalidad de los matrimonios que vegetan. Y fue en mitad de la secundaria cuando ellos decidieron plantar su cruz precisamente en estas carreteras: un par de palos entrecruzados pintados de blanco con las fechas de su nacimiento y muerte apenas legibles. Todavía con las huellas del aceite derramado y la calcinación, las maestras me acompañaron al lugar del accidente a depositar flores. Me llevaron a vivir con ellas a su casa de Jacona, donde había muchos perros, un gran patio interior rodeado de columnas, tumbonas y equipales en los pasillos.
Ellas eran raras. Dormían juntas en una cama muy grande, con los perros chicos junto a ellas y los grandes a los pies de la cama. Toda la casa era un desorden de libros y cachivaches, cacas y orines de perro, tanto en el patio como en las habitaciones. Aprendí a hacer caso omiso del desorden y me ayudó mucho a ello la colección de discos de una de ellas, música británica en su mayoría, que escuchaba provisto de unos enormes audífonos mientras fingía hacer la tarea sentado en el suelo. A veces se encerraban bajo llave en su habitación por horas. A veces las visitaban hombres armados con quienes discutían acaloradamente; entonces pensaba que esos eran sus maridos y ahora que otros hombres armados me custodian me viene el recuerdo de mis niñerías y algo me da risa por dentro. Quisiera decirles que yo vivía con las maestras, que soy de los suyos, que me dejen ir entre carcajadas, pero la voz no me sale y tampoco consigo reírme por fuera porque me duelen el pecho y la espalda de tanto puntapié. Creo que ya no hay sol, solo penumbra, mientras seguimos avanzando por la carretera.
Frecuentemente las maestras hospedaban a mujeres solteras que hacían de sirvientas y que siempre venían cargadas de hijos. Con uno de ellos aprendí a fumar, con otro me puse mi primera borrachera, con otro más me calenté el cuerpo y me escapé una noche robándonos los caballos de Don Tomasito, el vecino. Quise llevarme alguno de los discos británicos, pero mi compañero de fuga me disuadió: '¿para qué quieres esas pendejadas, cabrón?', me dijo, 'yo tengo música chila'. Y desde entonces he debido escuchar música horrenda en público y la que me gusta a hurtadillas, especialmente en aquellos meses por la sierra de Sonora, comiendo hierbas para aguantar el hambre, a veces robando de la mercancía, viendo pasar cantidades monstruosas de dinero de un lado a otro, hasta que a aquél me lo mataron y quise volver. ¿Que qué había reunido? Ni un cinco.
Hemos salido de la carretera hacia una terracería en mal estado. Huele a madera quemada como en Angahuan, ese pueblo de indios con su iglesia ceniza en cuyo atrio vendimos los caballos de don Tomasito, así que no me cuesta imaginar que la tierra por la que pasamos es roja. Recuerdo a mi abuelo activando los limpiaparabrisas para quitar el polvillo rojo del cristal y a mi abuela subiendo las ventanillas mientras se cubría la boca y la nariz con un pañuelo. 'Vamos a morir', me digo enseguida en un asomo de conciencia que hace que todos los golpes del cuerpo duelan al unísono y un revolvedero de estómago me corte la respiración. 'Rojo de sangre sobre rojo de polvillo', pienso. 'Rojo sobre rojo que en la noche sólo será negro'.
¿En qué estaría pensando cuando volví de Sonora para pedir posada en la casa de Jacona? Exhausto de la travesía, hambriento, con temblores por no haberme podido meter nada en el camino salvo la polla de algunos traileros celosos de su perico que cobraban así el llevarme de un lado a otro, me brinqué la pared de la huerta bajando por un arrayán hasta el suelo. Cuidé mucho de entrar a altas horas de la noche para que todos los perros estuvieran en la habitación de ellas, durmiendo. Me metí en la letrina del huerto donde me quedé dormido hasta que me despertaron los gritos de una sirvienta por la mañana.
Las maestras me sacaron de ahí, me dieron de desayunar, escucharon mis historias y me dieron mi antigua habitación luego de ajustar las cuentas reprendiéndome tan severamente como podían por haberme ido de ese modo dos años atrás. No dijeron nada de los hombres armados que las visitaban, a pesar de que en un acto de contrición les confesé a qué me había dedicado todos estos años y podían haberme correspondido con una aclaración. No dijeron nada de sus encierros ni de que durmieran juntas ni de que hubiera tantos perros en aquella casa ni de que los libros estuvieran regados por todas partes. Nada. Y yo tampoco dije más, les ahorré detalles y me fui a acostar.
Me levantaron horas después los hombres que ahora me sacan de la camioneta en medio del bosque junto con otros tres infelices. Es una noche cerrada y las estrellas son más brillantes que de costumbre. Hace frío, lo que se comunica de manera inmediata y aguda a cada herida y golpe en el cuerpo. Han decidido dejar la música horrenda tocando en la camioneta de puertas abiertas, ya degüellan al compañero de la izquierda, ya la emprenden a balazos contra el de la derecha. Supe que en Londres hubo un destripador hace muchos años, un tipo siniestro que atacaba sobre todo a prostitutas y maricones. Alguna canción británica hablaba de eso entre chillidos eléctricos y furiosas baterías. La pasan bien ahí, en Londres, donde los destripadores dejan de matar o bien son arrestados, no recuerdo. Aquí no es uno solo, sino muchos los destripadores, como compruebo enseguida al ver caer mis contenidos al suelo mientras hago el gesto inútil de detenerlos con ambas manos para regresarlos al abdomen. Ya en el suelo, escucho la música bajar de golpe al cierre de las puertas, luego desvanecerse paulatinamente entre los siseos de las llantas que se alejan a toda velocidad. 'Me equivoqué', alcanzo a torturarme casi póstumamente: 'las maestras no eran revolucionarias'.
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