Para huir de
los testigos salía de su casa las mañanas de domingo hasta el mirador de la
Barranca de Huentitán, donde al menos los cantos del templo católico le
resultaban tranquilizadores delante de aquella hendidura en la tierra —amarilla
en invierno y verde en verano— que desde niño solía recorrer no tanto por
razones deportivas como por el placer de beber lechuguillas heladas al volver a
la superficie, mientras el cuerpo irradiaba un calor vivificante y los
vendedores de yogurt y hierbas anunciaban a gritos su mercancía.
No es que
tuviera nada en contra de los testigos, qué va: leía con avidez sus revistas y
alguno que otro libro que dejaron al pasarse por casa, pues le recordaban su
infancia y a veces le arrancaban risas por alguna ilustración excesivamente
boba u optimista. Después de todo no quedaba mucho qué leer en aquella casona
que su tía le había heredado al morir y por cuya ocupación apenas pagó renta
mientras ella estuvo en vida. Pero si antes los recibía en la sala y aun
hablaba con ellos deseoso de meterlos en aprietos o aprender algo en el envite,
si luego los recibía representando un papel aquiescente o como adalid de la
intransigencia (pero en todo caso retórico, como quien encuentra placer en ser
otro por unos instantes), ahora ya no toleraba ni ilusiones ni ensayos
teatrales, quizá porque la pérdida de las primeras resultaba demasiado dolorosa
y tardía como para retomarlas sin experimentar vergüenza, quizá porque para los
segundos hay que tener un ánimo lúdico que no resiste el paso del tiempo ni la
invariancia de su objeto.
De niño y
adolescente sí, por supuesto, no sólo los pasaba a casa para irritación de su
madre —los cuadernos de la secundaria en la mesa, el ruido de la lavadora
manual desde el patio, el murmullo de sus hermanos jugando a los carritos o las
muñecas— sino que les concedía la oportunidad de responder plausiblemente a las
preguntas que ellos mismos formulaban. Porque eso era innegable aun hoy en día:
se hacían toda clase de preguntas que su familia despachaba con desdén y que el
padre Sergio —que a veces oficiaba en la cochera de la casa conforme a un
calendario vecinal— no formulaba jamás. Que si el origen del universo estaba en
consonancia con lo que decía la Biblia, que si la muerte era el fin o había un
más allá, que si se puede hablar con los muertos o el Diablo gobierna el mundo,
todas cosas muy interesantes cuyas respuestas jamás estuvieron a la misma
altura. Una lástima, porque casi parecía un método científico, una deducción.
Parecía que la armonía total era posible y que al final habría un paraíso de
verdura donde niños rosados y ancianos bondadosos vivirían eternamente en la
abundancia.
'Qué
aburrición', piensa para sí mismo delante de la hendidura en transición
(cayeron las primeras lluvias de las cabañuelas de invierno, hasta esta orilla
llega el murmullo de los feligreses católicos dispersándose tras la misa),
'debí haber sabido mucho antes que sí hay preguntas necias, que el mundo
concreto también merece atención. No estaría aquí solo, pensando estupideces,
sin mi esposa y sin mi hija, la primera lo suficientemente normal como para no
plantearse nunca más inquietudes que las de poner algo de comer sobre la mesa,
la segunda demasiado pequeña —y cada vez más parecida a su madre— para
plantearse nada'.
Los testigos
aguantaban bien las majaderías de su madre ('Ya basta, él tiene tarea qué
hacer, ¿saben?' o 'Voy a barrer aquí, háganme el favor de largarse'), pero a él
le ponía de mal humor semejante incapacidad para discutir, tal desinterés por
las cosas trascendentes. 'Parece que a mamá sólo le importa parir y destapar el
baño', se recuerda pensando en su cuarto con la cara larga apoyada en sus manos
y la ropa acumulada en un rincón donde dos de sus hermanos se atrincheran para
jugar con soldaditos de plástico.
'Viene a
buscarte ese niño maricón', anunciaba su madre con displicencia, 'no me gusta
nada que te juntes con él'. Entonces salían juntos a caminar por los parques de
la colonia y hasta el mirador de la Barranca; pasando por delante de la
secundaria decían, por ejemplo:
—Vinieron los
testigos otra vez. Dicen que a Dios no le gusta que hagamos honores a la
bandera, ¿ves? ¡debería darte gusto que a pesar de tus calificaciones no te
dejen entrar en la escolta!
—No me dejan
entrar porque estoy muy alto. O porque no me llevo bien con el maestro de
deportes, qué se yo. En todo caso yo creo que nuestra iglesia está bien. Tú
nada más fíjate en el padre Sergio: vive como pobre, apenas si se viste con
ropa desgastada, pasa todos sus días organizando caridades para drogadictos y
desempleados. Los testigos son para ricos, son sectas.
—Pues hay
muchos pobres entre ellos, ¿cómo crees que le hacen?
—Todos los
ricos necesitan gatos, gatos que distribuyan, por ejemplo, los muchísimos
libros y revistas que hacen, ¿te has fijado?
—Muchos. Y muy
interesantes, luego te presto uno.
—¿A mí? Por
favor, ¿quieres que cambie de religión o vas a cambiar tú? No deberías, ¿no ves
que los protestantes son más cerrados que los católicos? Nuestra iglesia es
universal, consiguió que desapareciera el comunismo y...
—No, no pienso
cambiar de religión. No le veo caso. Pero es interesante hablar con ellos, ver
cómo piensan los otros.
Echaba de
menos aquellos diálogos atarantados de adolescentes inquietos por lo intangible,
pequeños dictadorzuelos que pretendían desterrar la duda y la contradicción de
sus respectivos reinos, arrojarla al fondo de la hendidura unas veces verde y
otras amarilla para que fuese arrastrada por las aguas negras del río Lerma. Hoy,
en cambio, convivía con ellas diariamente y apenas notaba su presencia: cada
vez más robusta, la duda; cada vez más sana, la contradicción. Eran las únicas
compañías porque el trabajo ya no daba para amigos, el niño maricón se fue al
norte, y se fueron la esposa y la niña a unas cuadras de ahí con los padres de
aquella.
Los testigos,
en cambio, siguieron viniendo religiosamente, aguantando sin chistar que él
entreabriera la ventana, tomara su material al tiempo que daba los buenos días,
y se despidiera dentro de la casa como un fantasma. Ahora ya simplemente deslizaban
las revistas por debajo de la puerta mientras él paseaba por la hendidura unas
veces verde y otras amarilla, pensando en que el sello de los tiempos pasados
no es un paisaje más despejado, un campo cultivado de jícamas donde ahora hay
un montón de casas, un puesto de fruta picada en la esquina donde ahora hay un
supermercado con estacionamiento; no, el cambio en el paisaje es irrelevante.
Lo que de verdad demuestra el envejecimiento es que la tierra se vaya sobrepoblando
de seres desconocidos entre los que se pierden aquellos que nos hacían
compañía. ¿Dónde andarán? ¿Por qué todo mundo es nuevo aquí y sólo yo quedo
como testigo de lo que fue?
Al volver a casa las
mismas preguntas impresas. Ninguna respuesta.
3 comentarios:
Jajajaja! que tonto, busca respuestas en las religiones. Debió estudiar un posgrado porque la ciencia sí tiene respuestas.
¿Pero qué es esto? ¿subtítulos de House entremezclados con Chespirito?
Por supuesto, es debido al desfasamiento.
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