domingo, febrero 02, 2014

Polvo rojo

Yo conozco estos caminos. De niño solían traerme mis abuelos de vacaciones y luego hicieron lo mismo aquellas maestras de la secundaria con quienes trabé amistad. Apenas puedo ver por la rendija, pero no hace falta que mire porque el olor de estos bosques me es suficiente para saber que no estamos lejos de Uruapan, tal vez cerca de Los Reyes por las curvas pronunciadas que estos cabrones toman a tan gran velocidad y con esa música horrenda que nunca pude tragar. Bien es verdad que todos aquí la escuchan, pero yo tuve mi sueño fijo en reunir dinero e ir hasta esa ciudad que llaman Londres donde se saben usar las guitarras eléctricas y nunca hay demasiada luz. Las penumbras de aquella ciudad son interiores, luces reguladas y urbanas; las de este bosque oloroso son siniestras e inquietas, como un acompañamiento de apurados fantasmas y gritos antiguos. De vez en cuando entra un rayo de sol por entre los árboles y hace su camino por entre las rendijas de la camioneta, entra en mis pupilas y me obliga a cerrar los ojos. No falta mucho para la noche. Poco más para el destino.
El viejo no conducía tan rápido por la carretera, pero era imprudente. Rebasaba en curvas sin importarle lo que viniera, rebatía con monosílabos y gruñidos los gritos de alarma de mi abuela, luego se paraba en seco o volvía a su carril precipitadamente cuando se encontraba con otro vehículo. Yo los escuchaba discutir, dejar de hablarse, volver a hacerlo con la naturalidad de los matrimonios que vegetan. Y fue en mitad de la secundaria cuando ellos decidieron plantar su cruz precisamente en estas carreteras: un par de palos entrecruzados pintados de blanco con las fechas de su nacimiento y muerte apenas legibles. Todavía con las huellas del aceite derramado y la calcinación, las maestras me acompañaron al lugar del accidente a depositar flores. Me llevaron a vivir con ellas a su casa de Jacona, donde había muchos perros, un gran patio interior rodeado de columnas, tumbonas y equipales en los pasillos.
Ellas eran raras. Dormían juntas en una cama muy grande, con los perros chicos junto a ellas y los grandes a los pies de la cama. Toda la casa era un desorden de libros y cachivaches, cacas y orines de perro, tanto en el patio como en las habitaciones. Aprendí a hacer caso omiso del desorden y me ayudó mucho a ello la colección de discos de una de ellas, música británica en su mayoría, que escuchaba provisto de unos enormes audífonos mientras fingía hacer la tarea sentado en el suelo. A veces se encerraban bajo llave en su habitación por horas. A veces las visitaban hombres armados con quienes discutían acaloradamente; entonces pensaba que esos eran sus maridos y ahora que otros hombres armados me custodian me viene el recuerdo de mis niñerías y algo me da risa por dentro. Quisiera decirles que yo vivía con las maestras, que soy de los suyos, que me dejen ir entre carcajadas, pero la voz no me sale y tampoco consigo reírme por fuera porque me duelen el pecho y la espalda de tanto puntapié. Creo que ya no hay sol, solo penumbra, mientras seguimos avanzando por la carretera.
Frecuentemente las maestras hospedaban a mujeres solteras que hacían de sirvientas y que siempre venían cargadas de hijos. Con uno de ellos aprendí a fumar, con otro me puse mi primera borrachera, con otro más me calenté el cuerpo y me escapé una noche robándonos los caballos de Don Tomasito, el vecino. Quise llevarme alguno de los discos británicos, pero mi compañero de fuga me disuadió: '¿para qué quieres esas pendejadas, cabrón?', me dijo, 'yo tengo música chila'. Y desde entonces he debido escuchar música horrenda en público y la que me gusta a hurtadillas, especialmente en aquellos meses por la sierra de Sonora, comiendo hierbas para aguantar el hambre, a veces robando de la mercancía, viendo pasar cantidades monstruosas de dinero de un lado a otro, hasta que a aquél me lo mataron y quise volver. ¿Que qué había reunido? Ni un cinco.
Hemos salido de la carretera hacia una terracería en mal estado. Huele a madera quemada como en Angahuan, ese pueblo de indios con su iglesia ceniza en cuyo atrio vendimos los caballos de don Tomasito, así que no me cuesta imaginar que la tierra por la que pasamos es roja. Recuerdo a mi abuelo activando los limpiaparabrisas para quitar el polvillo rojo del cristal y a mi abuela subiendo las ventanillas mientras se cubría la boca y la nariz con un pañuelo. 'Vamos a morir', me digo enseguida en un asomo de conciencia que hace que todos los golpes del cuerpo duelan al unísono y un revolvedero de estómago me corte la respiración. 'Rojo de sangre sobre rojo de polvillo', pienso. 'Rojo sobre rojo que en la noche sólo será negro'.
¿En qué estaría pensando cuando volví de Sonora para pedir posada en la casa de Jacona? Exhausto de la travesía, hambriento, con temblores por no haberme podido meter nada en el camino salvo la polla de algunos traileros celosos de su perico que cobraban así el llevarme de un lado a otro, me brinqué la pared de la huerta bajando por un arrayán hasta el suelo. Cuidé mucho de entrar a altas horas de la noche para que todos los perros estuvieran en la habitación de ellas, durmiendo. Me metí en la letrina del huerto donde me quedé dormido hasta que me despertaron los gritos de una sirvienta por la mañana.
Las maestras me sacaron de ahí, me dieron de desayunar, escucharon mis historias y me dieron mi antigua habitación luego de ajustar las cuentas reprendiéndome tan severamente como podían por haberme ido de ese modo dos años atrás. No dijeron nada de los hombres armados que las visitaban, a pesar de que en un acto de contrición les confesé a qué me había dedicado todos estos años y podían haberme correspondido con una aclaración. No dijeron nada de sus encierros ni de que durmieran juntas ni de que hubiera tantos perros en aquella casa ni de que los libros estuvieran regados por todas partes. Nada. Y yo tampoco dije más, les ahorré detalles y me fui a acostar.
Me levantaron horas después los hombres que ahora me sacan de la camioneta en medio del bosque junto con otros tres infelices. Es una noche cerrada y las estrellas son más brillantes que de costumbre. Hace frío, lo que se comunica de manera inmediata y aguda a cada herida y golpe en el cuerpo. Han decidido dejar la música horrenda tocando en la camioneta de puertas abiertas, ya degüellan al compañero de la izquierda, ya la emprenden a balazos contra el de la derecha. Supe que en Londres hubo un destripador hace muchos años, un tipo siniestro que atacaba sobre todo a prostitutas y maricones. Alguna canción británica hablaba de eso entre chillidos eléctricos y furiosas baterías. La pasan bien ahí, en Londres, donde los destripadores dejan de matar o bien son arrestados, no recuerdo. Aquí no es uno solo, sino muchos los destripadores, como compruebo enseguida al ver caer mis contenidos al suelo mientras hago el gesto inútil de detenerlos con ambas manos para regresarlos al abdomen. Ya en el suelo, escucho la música bajar de golpe al cierre de las puertas, luego desvanecerse paulatinamente entre los siseos de las llantas que se alejan a toda velocidad. 'Me equivoqué', alcanzo a torturarme casi póstumamente: 'las maestras no eran revolucionarias'.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Primero el jefe y ahora esto, ¿qué demonios es, la serie: "Inocencia y malos juicios"?

Miguel Ángel Bernal Reza dijo...

Pensé que ya había sido aclarado: la serie de House tiene los subtítulos desfasados. Y aun no tengo mi billete a Francia ni "la botella de Fundador"...

Miguel Ángel Bernal Reza dijo...

Tus preguntas parecen no ser las correctas. Ve al taller e infórmate: quizá hasta salgamos de pobres.
http://portal.iteso.mx/portal/page/portal/ITESO/Informacion_Institucional/Sala_prensa/Noticias/DetalleNoticia?p_noticia=47220

Anónimo dijo...

No puedo, es para chicos con ideas.