Yo conozco
estos caminos. De niño solían traerme mis abuelos de vacaciones y luego
hicieron lo mismo aquellas maestras de la secundaria con quienes trabé amistad.
Apenas puedo ver por la rendija, pero no hace falta que mire porque el olor de
estos bosques me es suficiente para saber que no estamos lejos de Uruapan, tal
vez cerca de Los Reyes por las curvas pronunciadas que estos cabrones toman a
tan gran velocidad y con esa música horrenda que nunca pude tragar. Bien es
verdad que todos aquí la escuchan, pero yo tuve mi sueño fijo en reunir dinero
e ir hasta esa ciudad que llaman Londres donde se saben usar las guitarras
eléctricas y nunca hay demasiada luz. Las penumbras de aquella ciudad son
interiores, luces reguladas y urbanas; las de este bosque oloroso son
siniestras e inquietas, como un acompañamiento de apurados fantasmas y gritos
antiguos. De vez en cuando entra un rayo de sol por entre los árboles y hace su
camino por entre las rendijas de la camioneta, entra en mis pupilas y me obliga
a cerrar los ojos. No falta mucho para la noche. Poco más para el destino.
El viejo no
conducía tan rápido por la carretera, pero era imprudente. Rebasaba en curvas
sin importarle lo que viniera, rebatía con monosílabos y gruñidos los gritos de
alarma de mi abuela, luego se paraba en seco o volvía a su carril
precipitadamente cuando se encontraba con otro vehículo. Yo los escuchaba
discutir, dejar de hablarse, volver a hacerlo con la naturalidad de los
matrimonios que vegetan. Y fue en mitad de la secundaria cuando ellos
decidieron plantar su cruz precisamente en estas carreteras: un par de palos
entrecruzados pintados de blanco con las fechas de su nacimiento y muerte
apenas legibles. Todavía con las huellas del aceite derramado y la calcinación,
las maestras me acompañaron al lugar del accidente a depositar flores. Me
llevaron a vivir con ellas a su casa de Jacona, donde había muchos perros, un
gran patio interior rodeado de columnas, tumbonas y equipales en los pasillos.
Ellas eran
raras. Dormían juntas en una cama muy grande, con los perros chicos junto a
ellas y los grandes a los pies de la cama. Toda la casa era un desorden de
libros y cachivaches, cacas y orines de perro, tanto en el patio como en las
habitaciones. Aprendí a hacer caso omiso del desorden y me ayudó mucho a ello
la colección de discos de una de ellas, música británica en su mayoría, que
escuchaba provisto de unos enormes audífonos mientras fingía hacer la tarea
sentado en el suelo. A veces se encerraban bajo llave en su habitación por
horas. A veces las visitaban hombres armados con quienes discutían
acaloradamente; entonces pensaba que esos eran sus maridos y ahora que otros
hombres armados me custodian me viene el recuerdo de mis niñerías y algo me da
risa por dentro. Quisiera decirles que yo vivía con las maestras, que soy de
los suyos, que me dejen ir entre carcajadas, pero la voz no me sale y tampoco
consigo reírme por fuera porque me duelen el pecho y la espalda de tanto
puntapié. Creo que ya no hay sol, solo penumbra, mientras seguimos avanzando
por la carretera.
Frecuentemente
las maestras hospedaban a mujeres solteras que hacían de sirvientas y que
siempre venían cargadas de hijos. Con uno de ellos aprendí a fumar, con otro me
puse mi primera borrachera, con otro más me calenté el cuerpo y me escapé una
noche robándonos los caballos de Don Tomasito, el vecino. Quise llevarme alguno
de los discos británicos, pero mi compañero de fuga me disuadió: '¿para qué
quieres esas pendejadas, cabrón?', me dijo, 'yo tengo música chila'. Y desde
entonces he debido escuchar música horrenda en público y la que me gusta a
hurtadillas, especialmente en aquellos meses por la sierra de Sonora, comiendo
hierbas para aguantar el hambre, a veces robando de la mercancía, viendo pasar
cantidades monstruosas de dinero de un lado a otro, hasta que a aquél me lo
mataron y quise volver. ¿Que qué había reunido? Ni un cinco.
Hemos salido
de la carretera hacia una terracería en mal estado. Huele a madera quemada como
en Angahuan, ese pueblo de indios con su iglesia ceniza en cuyo atrio vendimos
los caballos de don Tomasito, así que no me cuesta imaginar que la tierra por
la que pasamos es roja. Recuerdo a mi abuelo activando los limpiaparabrisas
para quitar el polvillo rojo del cristal y a mi abuela subiendo las ventanillas
mientras se cubría la boca y la nariz con un pañuelo. 'Vamos a morir', me digo
enseguida en un asomo de conciencia que hace que todos los golpes del cuerpo
duelan al unísono y un revolvedero de estómago me corte la respiración. 'Rojo
de sangre sobre rojo de polvillo', pienso. 'Rojo sobre rojo que en la noche
sólo será negro'.
¿En qué
estaría pensando cuando volví de Sonora para pedir posada en la casa de Jacona?
Exhausto de la travesía, hambriento, con temblores por no haberme podido meter
nada en el camino salvo la polla de algunos traileros celosos de su perico que cobraban
así el llevarme de un lado a otro, me brinqué la pared de la huerta bajando por
un arrayán hasta el suelo. Cuidé mucho de entrar a altas horas de la noche para
que todos los perros estuvieran en la habitación de ellas, durmiendo. Me metí
en la letrina del huerto donde me quedé dormido hasta que me despertaron los
gritos de una sirvienta por la mañana.
Las maestras
me sacaron de ahí, me dieron de desayunar, escucharon mis historias y me dieron
mi antigua habitación luego de ajustar las cuentas reprendiéndome tan
severamente como podían por haberme ido de ese modo dos años atrás. No dijeron
nada de los hombres armados que las visitaban, a pesar de que en un acto de
contrición les confesé a qué me había dedicado todos estos años y podían
haberme correspondido con una aclaración. No dijeron nada de sus encierros ni
de que durmieran juntas ni de que hubiera tantos perros en aquella casa ni de
que los libros estuvieran regados por todas partes. Nada. Y yo tampoco dije
más, les ahorré detalles y me fui a acostar.
Me levantaron horas
después los hombres que ahora me sacan de la camioneta en medio del bosque
junto con otros tres infelices. Es una noche cerrada y las estrellas son más
brillantes que de costumbre. Hace frío, lo que se comunica de manera inmediata y
aguda a cada herida y golpe en el cuerpo. Han decidido dejar la música horrenda
tocando en la camioneta de puertas abiertas, ya degüellan al compañero de la
izquierda, ya la emprenden a balazos contra el de la derecha. Supe que en
Londres hubo un destripador hace muchos años, un tipo siniestro que atacaba
sobre todo a prostitutas y maricones. Alguna canción británica hablaba de eso
entre chillidos eléctricos y furiosas baterías. La pasan bien ahí, en Londres,
donde los destripadores dejan de matar o bien son arrestados, no recuerdo. Aquí
no es uno solo, sino muchos los destripadores, como compruebo enseguida al ver caer
mis contenidos al suelo mientras hago el gesto inútil de detenerlos con ambas
manos para regresarlos al abdomen. Ya en el suelo, escucho la música bajar de
golpe al cierre de las puertas, luego desvanecerse paulatinamente entre los siseos
de las llantas que se alejan a toda velocidad. 'Me equivoqué', alcanzo a
torturarme casi póstumamente: 'las maestras no eran revolucionarias'.
4 comentarios:
Primero el jefe y ahora esto, ¿qué demonios es, la serie: "Inocencia y malos juicios"?
Pensé que ya había sido aclarado: la serie de House tiene los subtítulos desfasados. Y aun no tengo mi billete a Francia ni "la botella de Fundador"...
Tus preguntas parecen no ser las correctas. Ve al taller e infórmate: quizá hasta salgamos de pobres.
http://portal.iteso.mx/portal/page/portal/ITESO/Informacion_Institucional/Sala_prensa/Noticias/DetalleNoticia?p_noticia=47220
No puedo, es para chicos con ideas.
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